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Ella estaba a unos cincuenta metros de la puerta trasera cuando vio que su madre le abría la puerta y señalaba el camino que llevaba a la parcela de ejotes. Él se volvió, la miró y avanzó hacia ella. Jean quería moverse, pero no pudo. Se quedó ahí, con una expresión de temor, mientras el hombre del que estaba enamorada caminaba directo hacia ella entre las hileras de hortalizas.

Quedó inmóvil a sólo un cubo de ejotes de distancia; la punta de su pie casi tocaba el recipiente de metal medio lleno que se encontraba entre las dos hileras.

– Hola, Jean -la saludó; por primera vez se dirigía a ella por su nombre de pila.

– Hola Eddie -respondió ella haciendo lo mismo.

– Espero no te parezca mal que haya vuelto tan pronto. Pensé en llamar por teléfono, pero… -no se molestó en terminar la frase.

– Y yo me habría dado un baño y me habría arreglado, pero…

Los dos rieron.

– Me alegra que no lo hicieras -le aseguró él-. Me agrada encontrarte aquí afuera, como una mujer común y corriente.

– Demasiado común -replicó ella-. Me veo terrible.

– Para mí no.

Ella bajó la vista y comentó con cierto pesar:

– Ningún hombre me había visitado antes. Nunca imaginé que cuando sucediera traería puesta una toalla de cocina en la cabeza y las botas viejas de mi padre.

– Tampoco yo lo esperaba. Desde el domingo pasado he estado imaginando tu cabello tal como lucía cuando estuvimos bajo los abedules.

Ella levantó la cara.

– Mi cabello también es común y corriente.

– Me gusta su color. ¿Te importa si…? -acercó la mano para quitarle la toalla de la cabeza.

Al ver que ella no se movía, él le quitó la toalla y se quedaron quietos donde estaban, mientras Eddie se empapaba de su imagen. Jean sintió que se sonrojaba, pero no objetó a que él la observara de manera abierta.

Por fin él le dijo:

– Hay muchas preguntas que quiero hacerte -miró por encima del hombro hacia la casa-. ¿Podemos caminar?

– Kilómetros y kilómetros -respondió ella, se volvió para alejarse de él y dejó el cubo de ejotes en su lugar. Caminaron uno al lado del otro en dos surcos paralelos, en dirección opuesta de la casa. El Sol se ocultaba tras ellos y cuando llegaron al final del jardín, ella dio vuelta a la izquierda hacia el camino.

– ¿Qué querías preguntarme? -inquirió.

– El domingo pasado, ¿recuerdas? Cuando estábamos hablando y Liz nos interrumpió… Te encontrabas a punto de decir que el día que te marchaste de Browerville querías ir a buscarme y… ¿y qué más?

– Quería buscarte y avisarte que me iba. Quería despedirme. Quería que supieras dónde encontrarme.

– De todas maneras te encontré, pero pasé por un infierno antes de recibir tu carta y darme cuenta de que no te habían permitido despedirte.

– Creo que los dos hemos pasado por muchas cosas desde que murió Krystyna, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Cómo te sientes en ese aspecto? -le preguntó ella.

– ¿Sin Krystyna? He tenido algunos sentimientos de culpa desde que comencé a sentir algo por ti. Y tú, ¿cómo te sientes?

– Más o menos igual. Yo quería a Krystyna.

– Todos querían a Krystyna.

– Pienso que tanto tú como yo siempre quisimos a Krystyna y creo que eso es un buen fundamento afectivo para comenzar nuestra amistad.

– ¿Amistad? -repitió él y dejó de caminar-. Ya te pregunté esto antes, pero te negaste a responder, así que dejémoslo claro ahora mismo. Tú… ¿sientes algo por mí?

– Sí, señor Eddie Olczak, sí siento algo por usted -ella sonrió e inclinó la cabeza-, pero si te hubiera respondido entonces hubiera roto una docena de Santas Reglas, por no mencionar mi voto de castidad.

Él la tomó de las manos.

– Entonces hay algo más que debo saber. ¿Fui la razón por la que renunciaste?

– No. Fuiste parte de ello, pero no lo que lo inició.

– Entonces, ¿por qué?

Ella le explicó; se remontó hasta el año antes de que Krystyna muriera. Le habló de todas sus dudas sobre la vida en la comunidad religiosa y la angustia por la que había pasado al tomar aquella decisión, y el papel que sus hijas habían desempeñado para que se diera cuenta de que quería tener hijos y su temor ante los sentimientos que abrigaba por él. Le habló de lo que sucedió durante la cena de Navidad, cuando la abuela Rosella rompió en llanto y de cómo fue al convento de San Benito. -Tenía tanto miedo, Eddie.

A la mitad del relato de Jean, el brillo del Sol poniente había veteado el cielo del oeste como fruta madura, y ya comenzaba a oscurecer cuando ella bajó la cabeza.

– También yo estaba asustado. Todavía lo estoy.

Ella lo miró con sorpresa.

– ¿Por qué?

– Son muchas cosas. Me preocupaba que hablaran mal de ti al venir a verte demasiado pronto, lo que mis hijas pudieran decir, besar a una monja por primera vez.

Asaltada por la timidez, ella bajó la mirada de inmediato. La voz de Eddie se hizo más suave.

– Dime, ¿cómo me quito de la cabeza la idea de que si te beso estaré besando a la hermana Regina?

– La última vez que me besaron creo que tenía diez años, así que no eres el único que está asustado, Eddie.

El posó las manos en el rostro e hizo que lo levantara y luego lo sostuvo como si fuera un cáliz.

– Terminemos con esto de una vez -susurró; bajó la cabeza y tocó la boca de Jean con una presión tan leve que no exigía nada. Los labios de ella permanecieron cerrados, su cuerpo tenso, inclinado hacia él, con demasiado espacio entre ellos y Eddie se dio cuenta de que ella no sabía cómo besarlo.

Él se retiró sólo lo suficiente para susurrar:

– ¿Quieres que te enseñe un modo más divertido?

– Sí -murmuró ella aterrorizada, llena de curiosidad y ansiosa al mismo tiempo.

Colocó sus cálidos labios abiertos sobre los de ella y la animó para que lo disfrutara. Él sonrió contra la boca de Jean y esperó con paciencia que perdiera sus inhibiciones. Después extendió los brazos y la tomó de las manos.

– Está bien si me abrazas. Ahora ya no existe la Santa Regla.

Eddie hizo que le pusiera los brazos en el cuello y los mantuvo ahí mientras comenzaba un nuevo beso y ella, una estudiante dispuesta, se curvó contra él como la luna nueva contra el cielo del este. Y por fin, el beso floreció.

Se quedaron de pie bajo la Luna que se elevaba y despidieron al cansado día con una ceremonia tan antigua como el tiempo. El primer beso, entre surcos donde las prímulas nocturnas abrían sus pétalos amarillos y perfumaban el aire con un aroma muy similar a la vainilla. El segundo beso, los fuertes brazos que la levantaron en vilo y las enormes botas negras que cayeron a sus pies, sobre la grava. El tercer beso, que terminó cuando él la bajó para que se apoyara en sus brillantes zapatos negros, y algunas ranas comenzaron a croar en un estanque que ellos ni siquiera habían notado. De pie sobre los zapatos de Eddie, Jean ocultó el rostro contra su almidonada camisa a rayas, que olía a nuevo.

– ¡Oh, Dios! -susurró ella mientras tomaba aliento-. Es muy distinto cuando se tienen treinta años.

– ¿Esa es tu edad? Yo cumplí treinta y cinco en marzo.

Estaban comparando edades como personas que tenían intenciones serias. Para restarle importancia a la situación embarazosa, ella comentó:

– Bueno, ya sabes lo que dicen, nunca se es demasiado viejo para aprender.

El sonrió y preguntó:

– Bueno, ¿y qué te pareció?

– Me gustó mucho. Eres muy buen maestro.

– Y tú muy buena alumna.

Se bajó de sus zapatos y volvió a ponerse las botas.

– Te burlas de mí porque soy muy ignorante en estos asuntos.

– No -hizo que se acercara y le levantó la barbilla-. Nunca me burlaría de ti por eso.

– Bueno, entonces te perdono. Por todo, menos por haberme encontrado con estas botas y con mi toalla en la cabeza.