– ¿Qué puedo hacer para compensarte?
– Déjame pensar -respondió ella; se volvió hacia el oeste y empezó a caminar muy despacio en dirección a la casa. Cuando al fin llegaron al patio del frente ya había oscurecido y Jean le in formó-: Ya pensé en algo.
– ¿Qué?
Jean suspiró.
– Nunca he tenido una cita.
– ¡Es cierto! -él sonrió en la oscuridad-. Y es curioso que lo menciones, porque trataba de reunir valor para pedirte una para el próximo sábado por la noche, pero no sabía lo que pensarías de mí si venía tres fines de semana seguidos. No quiero dar pie a que comiencen las murmuraciones. Apenas te otorgaron la dispensa hace dos meses.
– Tú estás en un caso parecido. Todavía no ha pasado un año desde la muerte de Krystyna. ¿Qué dirá la gente en Browerville?
– Muy pronto lo sabremos. El próximo sábado tendré que decírselo a la persona que se quede a cuidar a las niñas. Vendré a verte a Gilman tres semanas consecutivas y como es lógico todos van a preguntarse la razón.
Ella le respondió algo muy profundo.
– Nuestra fuerza, Eddie, reside en nuestra verdad, y nuestra verdad volverá impotente a la calumnia.
No le dio un beso de buenas noches porque estaban muy cerca de la casa. Al aproximarse más, él observó que sólo las luces de la habitación del frente se hallaban encendidas. La cocina, directamente al lado del porche trasero, se encontraba a oscuras.
Se detuvieron en los escalones y se miraron.
– Entonces, ¿a las siete y media el sábado? -preguntó Eddie.
– Estaré lista. Y no tendré puestas las botas de mi padre.
Eddie llegó diez minutos antes y Jean ya lo estaba esperando en el porche trasero.
En la camioneta, Eddie preguntó:
– Bueno, ¿a dónde quieres ir?
– No sé. Nunca había hecho esto antes.
– Bueno… ¿quieres ir a bailar?
– ¡Oh, no! -exclamó ella y frunció momentáneamente el entrecejo-. No tengo idea de cómo se baila.
– Bueno, entonces, ¿qué te parece ir al cine?
– ¡Sí! ¡Una película! ¡Oh, me encantaría ver una película!
– Hay un cine en Little Falls. Podríamos ir allá y ver lo que están exhibiendo.
– ¡Llévame adonde quieras! La estoy pasando de maravilla sólo con pasear con mi vestido nuevo.
Eddie no pudo evitar reír entre dientes y mirarla de reojo. El vestido tenía cuello en V, mangas anchas y la hacía verse tan delgada como una vara.
– Supuse que era nuevo.
– Yo lo hice -le confió-, especialmente para esta noche. Es azul porque es tu color favorito.
– ¿Cómo lo supiste?
– Porque usas muchos trajes y corbatas azules. El sábado pasado traías una camisa a rayas blanca con azul. Me gustó.
Eddie estaba enamorándose de una manera tan intensa que sentía como si algo se retorciera en el interior de su estómago.
– Ven acá -la tomó de la mano y la atrajo hacia él-. Apuesto a que nunca has ido a dar un paseo en camioneta abrazada de un hombre.
– No, nunca -Eddie se dio cuenta de que su broma hizo que Jean se sonrojara.
– Bueno, pues ahora lo harás -le colocó el brazo por encima de los hombros y lo dejó ahí, gentilmente, al tiempo que le frotaba el desnudo brazo derecho.
Jean se quedó muy quieta. Él notó que ella estaba absorbiendo la novedad de que le acariciaran el hombro. Se dio cuenta también de que se le ponía la carne de gallina.
Cuando iban a medio camino hacia Little Falls, a Eddie se le ocurrió una idea, pero decidió que lo mejor sería dejar de acariciarla mientras la sugería. Retiró el brazo y le comentó:
– En Little Falls también hay un autocinema.
¡Ella no era tan inocente! Sabía lo que pasaba en los autocine-mas y por qué la iglesia católica estaba en contra de ellos.
– ¿Un autocinema? -repitió y se sentó más derecha.
– Mira -le explicó él-, tú me conoces. Si crees que te llevaría a un autocinema sólo para ponerte en una situación comprometedora, estás equivocada. Sólo pensé que tal vez nunca habías ido a uno antes y que te gustaría probar.
La miró luchar contra las dudas que aún le quedaban. Finalmente le respondió:
– Está bien. Vamos.
Fueron al autocinema de Little Falls y vieron cómo Doris Day y Gordon MacRae se enamoraban y cantaban su noviazgo musical en On Moonlight Bay. A Jean le brillaron los ojos de placer a lo largo de toda la película, en especial cuando los protagonistas cantaron juntos. En el momento en que interpretaron Cuddle Up a Little Closer y se besaron en la pantalla. Eddie miró a Jean y deseó poder besarla también.
Pero le había dado su palabra y se mantuvo firme tras el volante y nada más la miraba cuando ella reía o le susurraba algún comentario sobre los lindos trajes que usaba Doris Day. Cuando la película terminó y las luces de los faros de un centenar de autos iluminaron la enorme pantalla, se quedaron a charlar sobre la historia; a ella le había gustado mucho, en especial por las canciones y los hermosos vestidos. Pronto se inició la segunda función, pero él le bajó al volumen y siguieron conversando. Los temas de los que podían hablar parecían no tener fin.
Luego, en cierto momento, Eddie sujetó la mano de Jean y se miraron a los ojos en lugar de ver la pantalla.
– ¿Jean? -susurró él y bastó esa única palabra para desatar sus sentimientos. Se encontraron justo en mitad del asiento y se besaron con ansia suficiente para olvidarse de las buenas intenciones.
– ¡Oh, Dios! ¡Cómo te extrañé! -susurró él cuando el beso terminó en un fuerte abrazo-. Llegué a pensar que esta semana no terminaría nunca.
– ¡Oh, también yo! -ella lo apretó con fuerza-. También yo.
Se besaron de nuevo mientras pasaban las manos por la espalda del otro y sentían el enorme poder de la tentación. Fue algo conocido para él y un descubrimiento para ella. Cuando el beso terminó, ella le susurró sin aliento al oído.
– ¡Oh, Eddie! ¿A esto renuncié cuando entré en el convento? Nunca me sentí así. Nunca.
– Te deseo.
– Calla, Eddie, no lo digas.
– Pero es cierto. Quiero más que esto, más que sólo abrazarte y besarte. Ya te deseaba cuando eras monja. Fui a confesarme y se lo dije al padre, pero no pude alejarte de mis pensamientos. Y no es porque haya estado sin mujer durante mucho tiempo ni tampoco se debe a que extrañe a Krystyna. Eres tú. Te amo, Jean, y temo que sea demasiado pronto para decirlo, pero, ¿qué puedo hacer?
– Yo también te amo, Eddie -lo tranquilizó ella.
– ¿De veras?
– Te he amado desde poco después de que Krystyna murió.
– Te amo, me amas, mis hijas te adoran, y si no me equivoco, tú las quieres mucho. ¿Te casarías conmigo?
Ella dejó languidecer el abrazo.
– ¿Y dónde viviríamos? -ella esperó un instante y luego pro siguió-: ¿En Browerville?
Eddie sabía lo absurdo que se oiría, pero ¿qué otra cosa podía ofrecerle a Jean?
– Ahí vivo. Ahí está mi casa. Mi trabajo.
– Ahí fui monja. ¿De verdad crees que la gente llegue a aceptarme como tu esposa?
El contestó con una furia apenas contenida.
– ¡Se supone que son cristianos! ¡Buenos católicos! ¿Y qué fue lo que me dijiste antes? Nuestra fuerza reside en nuestra verdad, y nuestra verdad volverá impotente a la calumnia… tal vez hará lo mismo con cualquiera de sus… de ¡sus malditas opiniones!
– Vamos a pensarlo un poco -respondió ella-. Sólo nos hemos visto tres semanas…
– Pero te conozco desde hace cuatro años… cinco el próximo septiembre. No voy a cambiar de opinión.
– De todas maneras, pensémoslo otra semana, Eddie. Por favor… sólo regresa el próximo sábado. A la misma hora. Estaré lista. Creo que ya es hora de que me lleves a casa.