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Fue difícil despedirse cuando llegaron. El la atrajo hacia sí, la abrazó y la besó; la garganta se le cerraba ante la idea de que se marcharía y no volvería a verla en siete días.

Caminó hacia atrás, alejándose de ella, y extendió el brazo hasta que sus dedos ya no se tocaron. Sólo entonces se volvió para irse.

Capítulo 10

El sábado siguiente era apenas el cuarto día que Eddie y Jean pasaban juntos. En vez de ir al autocinema se quedaron en la granja de los padres de ella. Cuando llegó, Eddie le solicitó:

– ¿Podríamos sólo sentarnos en el patio y conversar?

Ella ocultó su desencanto y respondió:

– Claro, si es lo que quieres.

– Es que abrigo la esperanza de que antes de marcharme el día de hoy necesitemos llamar a tus padres para que podamos hablar con ellos también.

Se sentaron en el patio, en un par de sillas de madera para exteriores, debajo de los manzanos. Y Eddie volvió a preguntarle:

– ¿Te quieres casar conmigo, Jean?

Ella tenía lágrimas en los ojos, apretó ocho dedos contra los labios y asintió una y otra vez hasta que recuperó el control.

– ¿De veras? -él se sorprendió de no tener que insistir más.

Ella volvió a asentir, porque todavía no podía hablar.

– ¡Gracias, Dios! -susurró Eddie y cerró los ojos.

Se inclinó hacia el frente y le tomó las manos.

Ella trató de decir:

– ¡Oh! ¡Eddie, soy muy feliz! -pero apenas podía pronunciar palabra, así que él se acercó a ella y la besó con suavidad. Cuando se separaron, ella sonreía y lloraba a la vez.

– ¡Imagínate! ¡Voy a ser la mamá de Anne y de Lucy!

– ¿O sea que por fin puedo decirles?

– ¡Oh, sí!

– Y tal vez tengamos otros dos algún día. ¿Qué te parecería?

– Con sólo pensar en tener a tus bebés me siento feliz.

– Bueno, en ese caso… -buscó tanteando con la mano en su bolsillo- tengo algo para ti.

Sacó un modesto anillo de diamantes y se lo puso en el dedo donde alguna vez había llevado una argolla de oro.

– ¡Oh, Eddie! -exclamó ella mientras admiraba el anillo con el brazo extendido-. Eddie -se inclinó hacia él y lo abrazó-. Te amo tanto…

– Yo también te amo, Jean.

Se quedaron así un rato, mientras la tarde refrescaba en el patio y las ranas comenzaron un vibrante concierto en los estanques.

– ¿Vamos ya a buscar a tus padres? -preguntó Eddie.

Ella asintió contra su hombro.

– ¿Cuándo les diremos que queremos casarnos?

– Pronto, por favor -respondió ella con voz apagada.

El sonrió y le pasó una mano por el cabello, le apretó con cariño el cuello y susurró:

– Vamos, pues.

Cuando les dieron la noticia, Berta lo aceptó con estoicismo mientras Frank declaraba:

– La fiesta de la boda pueden hacerla aquí. Ninguna hija mía se casará sin una despedida adecuada. Tu madre matará los pollos y tus hermanas vendrán a ayudar con la comida. No es menos de lo que hicimos por cada una de ellas -así quedó todo arreglado.

Cuando Eddie le dio a Jean un beso de despedida al lado de su camioneta, ella le dijo:

– Quiero saber lo que piensan Anne y Lucy. Y diles que no puedo esperar a ser su mamá. ¿O debería decir "madrastra"?

– Mamá está bien. No le quita nada a Krystyna.

Cuando le contó a sus hijas que iba a casarse con su ex maestra, Lucy hizo una mueca de sorpresa y felicidad.

– ¿De verdad? ¿Y ese día puedo usar mi vestido blanco y arrojar los pétalos?

– Bueno -rió él-. No lo había pensado. Tal vez sí.

– Annie también podría hacerlo, ¿verdad?

– Pues sí. Si ella quiere.

– ¿Eso quiere decir que la hermana Regina va a venir a vivir aquí con nosotros?

– Ahora se llama Jean, y sí, vendrá a vivir con nosotros.

– ¿Y nos cuidará como lo hacía mamá?

– Sí, como lo hacía mamá.

– ¡Qué bien! -exclamó Lucy y aplaudió.

Eddie le puso la mano en la espalda a Anne con suavidad.

– Y tú, ¿estás de acuerdo en que me case con ella y que venga a vivir con nosotros?

Anne se acercó y se acurrucó a su lado.

– Si ya no puedo tener a mi verdadera mamá, ella es lo que más se le parece.

Con un nudo en la garganta, Eddie besó a Anne en la frente y después a Lucy.

Se anunciaron las amonestaciones durante tres semanas y una radiante tarde de fines de agosto se casaron en San Pedro y San Pablo en Gilman, una semana antes del aniversario de la muerte de Krystyna. La mitad de Browerville estuvo ahí, incluyendo al padre Kuzdek y a tantos parientes de los Olczak que aquello parecía una reunión familiar. Toda la familia de Jean asistió también, incluyendo a la abuela Rosella. Richard y Mary Pribil estuvieron presentes, aunque no Irene. Explicaron que no se había sentido bien ese día y en el último momento decidió quedarse en casa.

Anne y Lucy sí llevaron los pétalos de flores. Usaron unos vestidos largos del color de los pétalos de rosa, con enaguas esponjadas, que con todo cariño les hizo su tía Irene. Les envió una nota con sus padres en la que les decía cuánto lamentaba no verlas caminar por el pasillo, pero les aseguró que pensaría en ellas todo el día.

La novia llevaba un vestido y un velo blancos por segunda ocasión, pero esta vez su novio la esperaba frente a la iglesia, un hombre real, de carne y hueso, a quien amaba y que había consentido, ante su insistencia, en no mirarla sino hasta el momento en que ella apareció al pie del pasillo y caminó hacia él.

Avanzó mientras el órgano hacía vibrar la iglesia con música de Mendelssohn y las niñas arrojaban pétalos de flores cultivadas en el jardín de los abuelos. Frente a Jean, Liz iba avanzando, primero un paso, luego otro, con un vestido largo de un tono rosado un poco más oscuro que el de las chiquillas. Al lado de Eddie, su hermano Romaine esperaba con dos argollas de matrimonio en el bolsillo.

Con su traje nuevo de lana peinada azul, Eddie esperaba con las manos unidas, rígido y quieto, salvo por una rodilla que no podía evitar mover de un lado a otro por el nerviosismo. Un sonrojo delator que se notaba bajo su bronceado veraniego apareció en su cara mientras veía a la novia acercarse con el rostro cubierto por un velo corto y arrastrando una inmensa cola.

El padre de Jean le apretó la mano y se la entregó a Eddie. Cuando ella le tocó la manga, él la tomó de la mano y la sintió temblar; la miró y le sonrió. No la soltó sino hasta que se vio forzado a hacerlo en la ceremonia.

– In nomine Patris…. -comenzó el sacerdote de la parroquia, el padre Donnelly, y Eddie tuvo que persignarse, pero en cuanto terminó volvió a estrechar la mano de Jean.

Inclinaron la cabeza y el sacerdote oró. Liz retiró el velo de la cara de Jean y luego el padre dijo a los novios:

– Tómense de la mano derecha, por favor.

Los corazones les latían al unísono cuando oyeron las palabras:

– Repitan después de mí…

– Yo, Edward Olczak, te tomo a ti, Jean Potlocki, como mi legítima esposa, para amarte y respetarte desde este día, para bien o para mal, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.

Luego Jean dijo con voz dulce.

– Yo, Jean Potlocki, te tomo a ti, Edward Olczak… -sintió que las lágrimas le humedecían los ojos mientras repetía las palabras que la atarían a Eddie por el resto de su vida-… hasta que la muerte nos separe.

El padre hizo el signo de la cruz en el aire y santificó su unión.

Pidió los anillos, los bendijo, y Eddie repitió:

– Con este anillo te desposo -sostuvo la delgada mano de su esposa y le colocó la alianza donde apenas cuatro meses antes había llevado otra.

Ella también susurró: