– Con este anillo te desposo -y le puso un nuevo anillo donde antes llevaba el de Krystyna.
Los otros, con los que habían estado casados, se hallaban con ellos en ese momento, del mismo modo que los invitados que llenaban los bancos de la iglesia a sus espaldas. Bendecían su unión y les auguraban paz.
El órgano resonó y salieron de San Pedro y San Pablo hacia la luz del Sol, en lo alto de los escalones de la iglesia, donde él la besó con ternura infinita; se reservaba su pasión para después. Sin embargo, sonreía jubiloso cuando sus bocas se separaron y sus miradas alegres se encontraron.
– Señora Olczak -la llamó.
– ¡Oh!, ¡Qué bien se oye! -comentó ella.
Luego se volvieron hacia la gente y se sometieron a seis horas de obligaciones sociales: recibir a sus invitados, la comida en la granja, los abrazos de los que les deseaban lo mejor, mirar sus regalos, pasar algún tiempo con Anne y Lucy, y dedicarle atención especial a la abuela Rosella.
Tal vez el momento más conmovedor fue cuando Richard y Mary Pribil los felicitaron antes de que se marcharan. Mary tomó la mano de Eddie, le echó los brazos al cuello y comenzó a llorar.
Lucy, que se marchaba con sus abuelos, tiró de la mano de Jean y le preguntó:
– ¿Por qué llora la abuela, Jean?
– Porque está feliz, pero también está triste -le respondió.
– Pero, ¿por qué está triste?
Jean puso las manos en las bronceadas mejillas de Lucy y le dijo:
– Porque extraña a tu madre, igual que yo -Anne estaba de pie a su lado. Jean la atrajo hacia sí y las tomó a las dos de la mano-. Estuve muy orgullosa de ustedes hoy y quiero que sepan que las amo a las dos y que voy a tratar de ser la mejor madre que pueda. No tengo mucha experiencia, así que a veces van a tener que ayudarme con lo que haga mal, pero tuvieron a la mejor maestra, su propia madre, así que estoy segura de que saldremos adelante. Ahora pórtense bien en casa del abuelo y la abuela Pribil y recen sus oraciones por la noche, ¿de acuerdo?
– Eso haremos.
– Y si quieren regresar a casa antes del miércoles, díganles que las lleven -el plan consistía en que las niñas volvieran a la casa hasta el miércoles por la tarde, para dar a los recién casados una luna de miel de cuatro días, que pasarían en la casa de Browerville, donde Eddie podría ayudarle a Jean a instalarse antes de que diera comienzo el nuevo año escolar la siguiente semana.
Después de despedir a las niñas, hubo algunos adioses más y luego, mientras Jean se cambiaba de ropa, los hermanos de Eddie pusieron los regalos en la parte posterior de la camioneta.
Cuando salió de la casa, llevaba puesto el lindo vestido azul que se había hecho para su primera cita. Él la ayudó a subir a la camioneta y luego por fin… por fin… Eddie encendió el motor y se despidieron con la mano mientras se alejaban por el camino dejando tras de sí una nube de polvo.
Eran casi las seis de la tarde; el Sol brillaba todavía en el cielo y los mirlos negros se movían en los pantanos y su canto llegaba como flotando hasta la ventana de la camioneta. Eddie y Jean tenían el resto de la noche para ellos solos. Él la vio y ella le devolvió la mirada; se rieron por la libertad que ahora tenían.
– Vamos a casa -le dijo él.
Se detuvo frente a su casa de ladrillos amarillos, bajo los bojes y la guió a la puerta trasera sosteniéndola del codo. Había decidido que entrarían por la parte de atrás, que quedaba oculta desde la calle, para tener más privacidad. Abrió la puerta, la tomó en brazos y la llevó al interior.
Jean nunca había entrado en esa casa. Desde los brazos de su esposo, miró el cuarto: la cocina de leña, los gabinetes blancos, agua corriente y la mesa y las sillas que él había hecho para Krystyna.
– Bájame, Eddie -le pidió en voz baja. Lo miró y agregó-. Es una hermosa cocina. ¿Tú hiciste todo esto?
– Los gabinetes y la mesa, sí.
– Eso pensé. Enséñame el resto de la casa.
El Sol poniente se colaba por la ventana de la sala que daba al oeste; Jean observó el sofá marrón de piel curtida de caballo y el piano vertical, demasiado grande para el rincón en el que estaba.
– Ahí hay una máquina de coser -Eddie señaló el pequeño espacio de la entrada-. Puedes usarla cuando quieras.
Ella pasó a su lado, se acercó a la máquina y la tocó ligeramente con las yemas de los dedos, y a Eddie le dio la impresión de que mientras lo hacía le susurraba algo a Krystyna.
– Tiene otro piso.
– Sí -al subir la escalera, una arandela metálica que colgaba de un cordel golpeó contra la pared-. ¿Qué es esto? -preguntó.
– Es una cuerda para que las niñas puedan encender la luz antes de subir a dormir. Krystyna la puso.
Eddie se reprendió a sí mismo por haber mencionado a Krystyna. En eso, Jean tiró de la cuerda y miró hacia lo alto cuando la luz se encendió en el techo del pasillo. Comenzó a subir la escalera y él la siguió en silencio.
– Aquí duermen las niñas -le mostró cuando llegaron arriba. Jean entró en el dormitorio iluminado por el Sol y sonrió al contemplar el papel tapiz y los rosetones hechos de listón en los marcos de las ventanas. Azúcar, que dormía en la cama, despertó y estiró las patas al frente, tensa y con los ojos bizcos.
– Ésa es Azúcar -dijo Eddie-. Ya habrás oído hablar de ella.
– Hola, Azúcar -saludó Jean y le hizo una caricia leve a la gata antes de que Eddie la guiara hacia el otro extremo del pasillo.
– Y éste es nuestro cuarto.
Cruzaron la puerta y se detuvieron ahí.
– ¡Oh, Dios! Tiene un balcón que da a la calle. ¡Es adorable!
– En verano muchas veces dormimos con la puerta del balcón abierta -tarde se dio cuenta de que había hablado en plural.
– ¿Puedo? -preguntó, imperturbable al tiempo que lo miraba.
– Claro.
Cruzó el piso de linóleo y abrió la puerta del balcón, que daba al este, con lo que dejó entrar el ruido de los niños del vecindario que jugaban a corretearse afuera y el verde susurro de los bojes.
– Y también hay un baño -explicó-. Yo mismo lo instalé.
– Creo que tengo suerte de estar casada con un hombre con tantas habilidades -se acercó a él y miró el cuarto de baño-. No creo que haya algo que no puedas hacer, Eddie.
– Ahí está el tocador. Lo vacié para que puedas usarlo. El clóset es terriblemente pequeño, pero haremos espacio para tu ropa.
– Gracias, Eddie.
Él se quitó la chaqueta y la colgó en el clóset.
– Será mejor que meta en la casa los regalos de bodas -señaló y se dirigió hacia la escalera.
Cuando Eddie regresó con su maleta, Jean estaba de pie al lado del tocador, sin saber qué hacer.
– Te traje esto -indicó él y colocó la maleta al pie de la cama.
– Gracias -la abrió y sacó un camisón blanco plisado, aunque aún era de día. El Sol estaba por encima del horizonte y sus rayos iluminaban el pequeño tapete azul situado al lado de la cama.
– Eddie, hay algo que quiero decirte -se volvió y sintió que él estaba detrás de ella, muy cerca-. Comprendo que ésta fue la casa de Krystyna y que ella compartió su vida aquí contigo. Y está bien que menciones su nombre y que me digas que esto o aquello era suyo y que ella hacía tal o cual cosa para Anne y Lucy. Su recuerdo seguirá aquí muchos años; sin embargo, como te amo y sé que me amas, eso no le quita nada a nuestro matrimonio. Así que, por favor, no pongas esa cara de culpa cada vez que la mencionas.
Ella alcanzó a ver el alivio que se extendía por su rostro.
– ¡Oh! ¡Cuánto te amo! -dijo él al tomarla en brazos.
– Yo también te amo -le aseguró ella con suavidad.
– Creo, Jean Olczak, que eres una santa.
– ¡Oh, no! No lo soy. Soy tan mortal que me estoy muriendo de miedo en este instante.
– No tengas miedo -aflojó su abrazo y le repitió en un tono muy dulce al tiempo que la miraba a los ojos-. No tengas miedo.