– Con, Eddie… ¿Qué sucede?
– Hubo un accidente, padre -explicó Conrad-. Se trata de Krystyna. El tren arrolló su auto.
El padre se quedó inmóvil.
– Kyrie eleison -susurró. Señor, ten piedad de nosotros-. ¿Está muerta?
Conrad sólo pudo asentir.
El padre pasó un rollizo brazo sobre los hombros de Eddie.
– ¡Ay, Eddie, Eddie! ¡Qué tragedia! Es terrible. Tan joven tu Krystyna y tan buena mujer.
El padre hizo la señal de la cruz en el aire sobre la cabeza de él y murmuró algo en latín. Colocó sus dos enormes manos sobre la cabeza de Eddie y siguió rezando; terminó de hacerlo en inglés.
– Que el Señor te bendiga en esta hora de dolor -el padre dejó caer las manos sobre los hombros de Eddie y continuó-: Te pido que recuerdes, hijo mío, que no nos toca juzgar cuándo o por qué el Señor elige llevarse a aquellos que amamos. El tiene sus razones, Eddie.
Eddie, que todavía lloraba, movió la cabeza. El padre bajó las manos y le preguntó a Conrad:
– ¿Dónde fue?
– En la intersección del camino ochenta y nueve del condado y la carretera setenta y uno, al norte del pueblo.
– Voy por mis cosas.
El padre Kuzdek regresó con su birreta negra y una pequeña maleta de cuero en la que guardaba los santos óleos. Lo siguieron a la cochera. Sacó su Buick negro dando marcha atrás; Eddie subió al asiento delantero y Conrad al de atrás.
El padre giró hacia la izquierda en la carretera. Mientras conducía hasta el lugar del accidente, les pidió que oraran juntos y así lo hicieron.
Distinguieron las nubes rojizas de las señales de advertencia mucho antes de ver siquiera el tren. Pasaron el furgón de cola… incluso éste había logrado atravesar el cruce; siguieron paralelos al tren hasta que vieron que más adelante, en el recodo de la carretera, ya se habían reunido varios vehículos: el Chevrolet del alguacil Cecil Monnie, un camión de la estación D-X de Leo Reamer, el automóvil del comisario y la carroza fúnebre de Iten & Heid. Browerville era demasiado pequeño para tener un hospital, así que cuando hacía falta, Ed Iten usaba su carroza como ambulancia.
Conforme el padre disminuía la velocidad, Eddie observaba con atención el lugar.
– ¿La arrastró todo este trecho? -se preguntó aturdido. Luego vio su auto, aplastado, deshecho y desprendiéndose de la locomotora por secciones. Al lado del tren habían colocado el cuerpo en una camilla.
Bajó del Buick y avanzó a tropezones entre el pasto silvestre que le daba a la cadera, bajó en una zanja y subió por el otro lado; Conrad y el padre lo seguían de cerca. El cobrador, que llevaba una tabla con sujetapapeles, dejó de reunir detalles del accidente para la compañía del ferrocarril y permaneció de pie, en respetuoso silencio, mientras veía llegar a los tres hombres.
Eddie Olczak nunca volvería a temer al infierno, porque aquel día, mientras se arrodillaba al lado del cuerpo de Krystyna, vivió un infierno tan inmisericorde que nada en esta vida o en la otra lograría lastimarlo más.
– ¡Oh, Krystyna! -lloró para liberarse del dolor y de la pérdida, como seguramente lo hacen las ánimas del purgatorio. Con el rostro demudado contempló a los que se erguían de pie sobre él y preguntó-: ¿Cómo se lo diré a mis pequeñas? ¿Qué van a hacer sin ella? ¿Qué haremos los tres sin ella? -ninguno supo qué contestar, pero permanecieron a su lado, sintiendo que la conmoción de la muerte también los afectaba. El padre Kuzdek besó su estola y se la colocó; en seguida hincó una rodilla para orar.
– In nomine Patris.…
Eddie escuchó el murmullo de la voz del padre mientras éste le administraba a Krystyna la extremaunción. Vio cómo el enorme pulgar del padre ungía la frente de su esposa con aceite y hacía el signo de la cruz.
Cuando llegaron los padres de Krystyna y su hermana Irene se abrazaron a Eddie; formaban un grupo desolado y lloroso, se dejaron caer de rodillas, lamentándose, estremecidos por el dolor, mientras Eddie repetía sin cesar:
– Ella… iba a tu casa, Mary. Ahí es donde debía estar ahora. Ella debería estar en tu casa -y miraron a través de las lágrimas los restos de los frascos de fruta, esparcidos sobre las vías del ferrocarril que reflejaban los rayos del Sol de mediodía como las olas en un lago.
Después de dejarlos llorar un rato, el padre dio su bendición a Mary, a Richard y a Irene; luego los deudos llevaron la camilla hasta la carroza. Cuando las puertas del vehículo se cerraron, Mary preguntó a su yerno:
– ¿Ya se lo dijiste a Anne y a Lucy?
– Aún no -esa sola idea hizo que Eddie volviera a llorar, atontado, y el padre de Krystyna le puso un brazo sobre los hombros.
– Eddie, ¿quieres que estemos contigo cuando se lo digas? -le preguntó Mary.
– No… no sé.
– Si quieres, podemos acompañarte, Eddie -aseguró Irene.
– No sé -repitió él con un suspiro de agotamiento.
El padre Kuzdek intervino.
– Vamos, Eddie. Se lo diremos juntos a las niñas. Tú y yo. Y luego Mary, Richard, Irene y tú podrán llevarlas a casa.
– Sí -estuvo de acuerdo Eddie, agradecido de que alguien le indicara lo que tenía que hacer-. Sí, gracias, padre.
El pequeño grupo se dispersó hacia los distintos autos y un nuevo temor se apoderó de ellos. Todos sabían lo difícil que había sido la última hora, pero la siguiente sería peor, porque tendrían que darle la noticia a las niñas.
Capítulo 2
La hermana Regina hizo sonar la pequeña campana de cobre y esperó al lado de la puerta oeste a que los niños volvieran de su recreo. Bajaban corriendo del campo de juegos en la colina y se reunían en la estrecha acera que conectaba el edificio de la escuela con el convento. Se formaron en una doble fila; los obedientes lo hicieron de inmediato, mientras que los traviesos empujaban y molestaban a los demás. Cuando todos estuvieron formados, ella los guió al interior. Algunos niños se desviaron hacia los baños cuando la hermana colocó la pequeña campana en un extremo del pretil, donde se quedaba cuando no estaba en uso… ¡y pobre de aquel que la tocara sin permiso! Esperó al lado del bebedero afuera de su salón, con las manos ocultas en las mangas, vigilando el regreso de sus alumnos a clase.
La escuela parroquial de San José fue construida de manera simétrica, con tres habitaciones a cada lado de un gimnasio central, separadas de él por un grueso pretil, rematado con columnas cuadradas que creaban una nave en ambos lados. Cada nave tenía dos salones, en los que se daba clase a dos grados al mismo tiempo. El comedor se hallaba en el extremo noroeste; al sureste quedaba el salón floral, donde las monjas cultivaban plantas para el altar.
En el lado este, el gimnasio daba paso a una bodega. En la dirección contraria se hallaba un escenario con un viejo telón de lona decorado con un retablo de un canal de Venecia con algunas góndolas. En ese escenario se habían llevado a cabo innumerables recitales de piano, ya que el entrenamiento musical era una parte tan importante del programa de estudios de San José, que el gimnasio tenía el nombre de Salón Paderewski, en honor del famoso compositor polaco.
La hermana Regina mantuvo abierta la puerta de su salón para el último rezagado, que ponía a prueba su paciencia al continuar tomando agua del bebedero que estaba en el pasillo.
– Ya es suficiente, Michael. Entra.
El chico tomó tres tragos más y se limpió el rostro con el dorso mientras ella lo empujaba al interior con la puerta.
Dio un par de palmadas y luego cruzó los brazos.
– Bien, niños y niñas, empezaremos la tarde con una plegaria.
El ruido disminuyó y la habitación quedó en silencio.