– ¿Qué debo hacer?
– Ve al baño y ponte tu camisón.
Cuando Jean regresó al dormitorio, vio su maleta en el piso; la cama no tenía la colcha, las sábanas estaban abiertas y Eddie, con nada más que sus calzoncillos puestos, se hallaba apoyado con el hombro contra el marco de la puerta, mirando hacia la penumbra. Las voces de los niños ya no se oían. Las sombras púrpuras comenzaban a cubrir el pueblo.
Al sentir que había vuelto al dormitorio, Eddie la miró por encima del hombro y extendió el brazo que le quedaba libre. Lo cerró en torno de ella cuando Jean se acercó; luego él la hizo volverse y la acercó suavemente contra su pecho. Era difícil creer que lo que ella quería hacer con él ya no iba a ser pecaminoso.
Jean se arqueó y le puso las manos en las perneras de los calzoncillos; Eddie comenzó a besarle el cuello. Ella se acurrucó en sus brazos y lo besó, luego subió las manos para colocarlas en la espalda desnuda de su esposo, siguiendo el dictado de su instinto. Tocarlo, saborearlo, era lo mejor que le había pasado. Y se volvió más y más fácil conforme pasaban los minutos.
De pronto él levantó la cabeza, la tomó de la mano y susurró:
– Ven conmigo -la llevó a la cama y se acomodaron de lado para poder mirarse. Él le besó los ojos, las mejillas, la nariz, los labios y le cubrió el pecho con lentas caricias.
Ella se quedó muy quieta, asombrada al descubrir sensaciones absolutamente nuevas.
Susurró su nombre una vez, o al menos eso le pareció a él… "¡Oh, Eddie!"… antes de que las sensaciones que experimentaba la impulsaran a callar de nuevo.
Él le musitó algo, unas palabras para tranquilizar cualquier temor que pudiera tener…
– Jean, querida Jean -murmuró.
Le enseñó cosas que había aprendido con Krystyna y ahí, en las lecciones, Krystyna les dio otro regalo. Porque era un regalo maravilloso y merecido. Habían esperado, habían hecho lo correcto, lo que estaba bien: pospusieron todo placer para ganarse el derecho de hacerlo a través del matrimonio y cuando éste se consumó ahí, en la oscuridad de la cálida noche de agosto, emergieron resplandecientes… se amaban.
Más tarde, todavía entrelazada con él, Jean comentó con sorpresa en la voz:
– ¿No te parece que Dios es absolutamente maravilloso al haber pensado en algo así?
Eddie le besó la frente y descansó sobre ella la mejilla.
– Creo que Dios es maravilloso porque me permitió tenerte.
– Sí, yo también -le aseguró ella y colocó un pie, la mano y una rodilla doblada en los sitios más cómodos que encontró en él para cada parte de su cuerpo-. Espero que te guste dormir abrazado, porque sé que yo querré estar así muchas veces. He dormido sola demasiado tiempo.
El se arrellanó y extendió más la mano sobre el costado de Jean.
– Eddie, ¿puedo hacerte una pregunta?
– Claro.
Tardó un poco en reunir el valor para hablar.
– ¿Con cuánta frecuencia… cuántas veces hacen esto los hombres y las mujeres?
El rió de buena gana.
– ¡Ah! Mi adorable novia virgen.
– Me prometiste que no te reirías de mi ignorancia.
– No, no me estoy riendo de ti, querida. Es sólo que me hiciste cosquillas.
– Bueno, entonces… ¿con cuánta frecuencia?
Decidió gastarle una broma.
– Bueno, déjame ver… mañana es domingo y después de la misa tendremos todo el día para nosotros, así que podríamos hacerlo, digamos, treinta o cuarenta veces. Pero en los otros días…
– ¡Treinta o cuarenta!
– Pero entre semana tendremos que moderarnos un poco.
– ¡Eddie! Estás bromeando -le lanzó un golpe a través de las suaves mantas.
Se besaron y después él le explicó, con el tono de voz que usaría un maestro muy paciente:
– Podemos hacerlo a diario si quieres. Por lo general, al principio, cuando la gente acaba de enamorarse, desea hacerlo más de una vez al día; después, una vez que uno permanece casado un tiempo, se hace con menos frecuencia. Un par de veces a la semana, tal vez más, tal vez menos. Cuando las mujeres se embarazan no sienten muchos deseos de tener relaciones sexuales; después, ya cerca del final, no pueden hacerlo.
Luego de unos momentos en que permanecieron en silencio, ella continuó:
– Sólo imagina. Ya podría estar embarazada.
– ¿Y qué te parecería?
– Recé una novena para pedir que suceda pronto.
Él se hizo hacia atrás y la miró con sorpresa.
– ¿De verdad?
– Sí. Y quiero tener tantos hijos tuyos como pueda.
– ¡Oh, Jean…! -la levantó de su hombro y la besó con ternura-. ¡Soy tan afortunado!
Pensaron en los niños que tendrían, en las que ya tenían y en un futuro lleno de amor entre todos, con trabajo duro para beneficio de sus hijos y de sí mismos. Sintieron que Azúcar se subía al pie de la cama y avanzaba con cuidado sobre las sábanas.
Eddie bajó la mano y tocó a la gata.
– Hola, Azúcar.
Jean le rascó el suave pelambre.
– Me gustan los gatos -comentó.
El animal comenzó a ronronear. Ellos comenzaban a sentirse gratamente adormilados.
En eso, Jean se sentó de pronto sobre la cama y arrojó las mantas a un lado.
– ¡Oh, Dios! ¡Olvidé rezar mis oraciones!
Se bajó de la cama de inmediato, se puso de rodillas y juntó las manos, desnuda como un bebé al nacer, mientras él sonreía para sí en la oscuridad. No la interrumpió, pero tampoco se unió a ella. Ya había tenido suficientes rezos para un solo día con aquella larga ceremonia nupcial. Además, lo que habían hecho juntos le parecía a él casi como una plegaria.
Pronto terminó y volvió a la cama. Él levantó las mantas para ella y Jean encontró de nuevo el cómodo sitio en su hombro.
– ¿Y debes arrodillarte para poder rezar tus oraciones cada noche? -preguntó él.
– Es una vieja costumbre, difícil de romper.
– ¡Ah! -él comprendió.
– ¿Eddie?
– ¿Hum?
– Necesito conseguir un permiso para conducir, aunque antes tengo que aprender. ¿Me puedes enseñar?
– Claro. ¿Para qué?
– Para poder llevar a las monjas a Saint Cloud o a Long Prairie a que les examinen los ojos y les arreglen los dientes. Como lo hacía Krystyna.
– ¡Ah! Como ella.
– Sí.
Eddie sonrió. Siempre habría un pequeño vestigio de la hermana Regina en su esposa Jean, pero eso le parecía bien. Después de todo, él se había enamorado de la monja.
Cuando estaba a punto de quedarse dormido, Eddie le murmuró a Jean al oído:
– Buenas noches, hermana.
Pero ella ya estaba dormida y soñaba con tener sus bebés.
LAVYRLE SPENCER
LaVyrle Spencer volvió a su pueblo natal, Browerville, Minnesota, para ambientar la que sería su última novela, Y el cielo los bendijo.
"Voy a jubilarme, pero les dejaré a mis lectores fieles un vistazo de lo que fue mi juventud", comenta la autora. Aunque la historia que se cuenta es de ficción, LaVyrle Spencer usó los nombres de algunas personas reales a quienes recuerda con nostalgia de la época de su niñez, entre ellos su padre, Louie Kulick. "Viví rodeada de una familia amorosa, en un pueblo pequeño y seguro; estudié en una escuela parroquial e iba a la iglesia", explica, "lo que me hizo comenzar en la vida con el pie derecho".