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– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

Treinta y cinco niños se persignaron al mismo tiempo que ella.

Cuando la plegaria terminó, se sentaron con un ruido similar al que haría una parvada de gansos al aterrizar, mientras la hermana se colocaba detrás de su escritorio, frente a ellos. Era una mujer alta y delgada, de piel clara y dulces ojos color marrón. Tenía las cejas del mismo color castaño claro del pelo de la mazorca del maíz y la curva de sus labios era tan bella como la parte superior de una manzana. Su expresión nunca se volvía severa ni los labios perdían su bondadosa curvatura, incluso cuando algo no le gustaba. Su voz estaba llena de paciencia y serenidad.

– Los de tercer grado van a trabajar en su ortografía -las dos hileras de tercer grado ocupaban el lado derecho del salón. Repartió hojas con ejercicios y los puso a trabajar. Había reunido a los alumnos de cuarto año en torno a su escritorio para practicar las tablas de multiplicar, cuando alguien llamó a la puerta. La interrupción desató algunos murmullos, por lo que la hermana hizo que todos guardaran silencio mientras se dirigía a abrir.

En el pasillo estaban el padre Kuzdek y Eddie Olczak.

– Buenas tardes, padre. Buenas tardes, señor Olczak -se dio cuenta de inmediato de que algo terrible había pasado.

– Hermana, lamento mucho interrumpir su clase -comenzó el padre Kuzdek-. ¿Puede cerrar la puerta, por favor? -el padre estaba visiblemente perturbado y Eddie había estado llorando.

Cuando cerró la puerta, el padre prosiguió-: Tenemos muy malas noticias. Ocurrió un accidente. Esta mañana el tren mató a la esposa de Eddie.

La hermana Regina contuvo la respiración con suavidad y se llevó la mano a los labios.

– ¡Oh, no! -se persignó y luego rompió una regla fundamental al tocar a un lego-. ¡Oh, señor Olczak! -susurró mientras le ponía una mano sobre la manga-. ¡Su adorable esposa! Lo lamento tanto. ¿Qué… qué sucedió? -miró al padre en busca de respuesta.

– Iba conduciendo -respondió el sacerdote-. Al parecer trataba de… eh… -tragó saliva y empujó los anteojos hacia arriba para limpiarse las lágrimas-… trató de ganarle el paso al tren cuando iba camino de casa de sus padres.

La hermana sintió que la impresión le recorría todo el cuerpo. De todas las mujeres de la parroquia, Krystyna Olczak era en quien las monjas confiaban más para pedirle ayuda. Una de las damas más agradables y alegres del pueblo.

– ¡Oh, Dios! Esto es terrible.

Eddie trató de hablar, pero no pudo hacerlo.

– Tengo que… -tuvo que aclararse la garganta y comenzar de nuevo-. Tengo que decirle a las niñas.

– Sí, por supuesto -susurró la hermana, pero no hizo ningún movimiento para volver al salón a buscarlas. Se sentía renuente a ver su felicidad destrozada. Las hijas del señor Olczak eran unas niñas maravillosas: despreocupadas, amables, estudiantes sobresalientes, con la dulce disposición de Krystyna, que nunca causan problemas en el salón ni en el patio de juegos. Eran unas niñas por las que se preocupaban en su casa, siempre con lindos vestidos que su madre les hacía y que llevaban almidonados y planchados a la perfección. Muchas veces Anne y Lucy llegaban. A la escuela tomadas de las manos, con el cabello peinado en bucles o trenzas francesas, con los zapatos bien lustrados y el dinero para el almuerzo atado en la esquina de sus pañuelos de tela. Su madre siempre estuvo orgullosa de ellas y las enviaba a la escuela como si fueran pequeñas Shirley Temple, y cuando la familia Olczak caminaba a la iglesia los domingos, todos los miraban y sonreían.

Pero ahora Krystyna Olczak estaba muerta. Le resultaba algo muy difícil de imaginar.

"Pobres pequeñas", pensó la hermana. "Pobre señor Olczak".

Eddie Olczak era un hombre sencillo, diligente y de buen carácter de quien la hermana Regina nunca oyó queja alguna. Cuando ella llegó al pueblo, cuatro años antes, él ya era conserje de de la iglesia. Decenas de veces a la semana oía que la gente decía: "pregúntale a Eddie", o si la que hablaba era una monja, "pregunte al señor Olczak". Cualquier cosa que alguien necesitara, él la conseguía sin rechistar. No hablaba mucho, pero siempre estaba ahí cuando se le necesitaba.

Era una sensación muy extraña ver llorar a aquel hombre, verlo necesitar ayuda, mas así era en esta ocasión. Se encontraba de pie en el pasillo, con el brazo del padre rodeándole los hombros. Eddie se limpió los ojos e intentó reunir fuerzas para que le llevaran a sus hijas al pasillo.

– Estaré bien -logró decir con voz quebrada. Sacó un pañuelo rojo del bolsillo trasero-. Sólo tengo… -se aclaró la garganta y se sonó la nariz- sólo tengo que acabar con esto. Es todo.

– Por favor, traiga a las niñas, hermana.

"¡Oh, Señor! Dame fuerza", oró y volvió al salón para llevar a cabo la tarea más dura que le hubieran asignado.

Hizo que todos los chicos de cuarto grado volvieran a sus lugares. Todos menos Anne Olczak. Era una niña considerada. Tenía hermosos ojos azules y cabello castaño que ese día llevaba peinado de raya en medio, sujeto con un par de pasadores idénticos. Usaba un vestido a cuadros verde y marrón, con el cuello blanco.

Usaba un vestido a cuadros verde y marrón, con el cuello blanco. La hermana Regina le tocó el hombro y sintió un hueco en su interior como nunca había experimentado, formado por la empatía y el cariño hacia esa niña que esa mañana se había despedido de madre, con la confianza absoluta de que la encontraría en casa, esperándola, cuando volviera al terminar sus clases.

¿Quién esperaría de ahora en adelante a Anne y a Lucy?

A la mitad del pasillo más cercano a las ventanas, Lucy trabajaba en su ortografía; sujetaba el lápiz con tanta concentración que incluso sacaba la punta de la lengua. Ese día llevaba puesto un vestido amarillo almidonado. Se parecía a su hermana mayor, pero tenía el rostro salpicado de pecas y un hoyuelo en la mejilla izquierda. Se supone que las maestras no deben tener favoritos, pero la hermana Regina no podía evitar sentir preferencia por las niñas Olczak.

La hermana Regina se detuvo al lado de Lucy y se inclinó para susurrarle al oído:

– Lucy, tu padre está aquí y desea hablar contigo y con tu hermana. ¿Quieren salir al pasillo conmigo?

Lucy levantó la mirada.

– Sí, hermana -susurró. Dejó el lápiz amarillo en el surco de la parte superior de su banco, se levantó del asiento y junto con Anne fueron hacia la puerta. La hermana Regina abrió y siguió a las niñas al pasillo, con el corazón apesadumbrado.

Anne y Lucy sonrieron y exclamaron:

– ¡Hola, papi! -caminaron hacia él como si por alguna travesura hubiera ido a recogerlas más temprano.

Eddie puso una rodilla en el suelo y abrió los brazos.

– Hola, ángeles míos -las pequeñas se abrazaron a su cuello mientras el rostro del hombre reflejaba su dolor.

La hermana Regina contempló cómo los brazos del papá se colocaban en las cinturas de las niñas y aplastaban los moños de las cintas de sus vestidos que su madre ató por última vez aquella triste mañana, antes de enviarlas a la escuela. Las besó en la frente con fuerza y se sujetó de los pequeños cuerpos, mientras la hermana apretaba contra los labios el borde de las manos juntas y se decía que no debía llorar. Una línea de las Escrituras llegó a su mente: Dejad que los niños vengan a mí, y cometió un pecado venial al poner en tela de juicio la sabiduría de Dios al haberse llevado a la madre de aquellas pequeñas. ¿Por qué una mujer buena y joven como ella? ¿Por qué Krystyna Olczak, cuando aquí la necesitaba su familia?

Eddie se sentó sobre los talones y miró a sus hijas a la cara.

– Anne, Lucy… hay algo que papi tiene que decirles.

Ellas vieron sus lágrimas y se pusieron serias.

– Papi, ¿qué pasa? -preguntó Anne con una mano sobre el hombro de su padre.

– Bueno, corazón… -la mano abierta contra la espalda de la niña se veía inmensa. Cubría los cuadros de su vestido; Eddie se aclaró la garganta y trató de obligarse a decir las palabras que cambiarían para siempre sus vidas-… Jesús decidió llevarse… llevarse a tu mami al cielo.