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Anne lo miró en silencio. Apretó un poco la boca.

Lucy simplemente dijo:

– No. Mi mami está en casa de la abuela haciendo conservas. Nos dijo que iba a ir hoy.

Eddie continuó con firmeza.

– No, mi amor. No está ahí. Quería ir y se puso en camino, pero nunca llegó.

– ¿No? -Lucy abrió los ojos desmesuradamente, pensativa, aún sin temor-. Pero, ¿cómo es posible?

– Un tren golpeó su auto en el cruce y mami murió -las últimas palabras las pronunció en un susurro entrecortado.

– ¡No es cierto! -exclamó Anne con furia-. ¡Ella está con la abuela! -se volvió y miró al padre Kuzdek, la máxima autoridad en San José-. Mi mami no está muerta, ¿verdad padre? Dígale a mi papi que no es cierto. Mi mami está haciendo conservas en casa de mi abuelita.

El padre Kuzdek colocó el considerable peso de su cuerpo sobre una rodilla y su sotana se arrugó en el piso.

– No sabemos por qué Jesús decidió llevarse a tu mami, Anne, pero desgraciadamente es cierto. Ahora ella está en el cielo, con los ángeles, y lo que tienes que recordar es que siempre estará ahí, mirándote, como tu ángel guardián especial que te amó y se preocupó por ti mientras estuvo en la Tierra. Y ahora seguirá haciéndolo, sólo que desde el cielo.

Annie se volvió, se lanzó contra su padre, que seguía arrodillado, y ocultó el rostro en su hombro.

– ¿Qué le pasa a Annie, papi? -preguntó Lucy con timidez.

La hermana Regina había comenzado a llorar; el rostro joven y terso permaneció sereno mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y humedecían la toca blanca y almidonada que usaba debajo de la barbilla. No sabía por quién sentía más lástima, si por el padre o por las hijas. Aunque nunca había anhelado tener las libertades seculares, de pronto deseó poder abrir los brazos y estrechar a esos tres seres. Pero, por supuesto no lo hizo. La regla de San Benito, el libro por el cual se regían las monjas, prohibía el contacto físico con los legos. Así que se quedó quieta, en silenciosa plegaria en la que pedía fuerza para sí misma y para los Olczak. El padre Kuzdek se acercó a la hermana Regina y la llevó a un lado para sugerirle:

– Bajo estas circunstancias, hermana, creo que deberíamos suspender las clases por el resto del día.

– Sí, padre.

– Hablaré primero con sus estudiantes.

– Sí, padre.

Dejaron a los Olczak en el pasillo y entraron en el salón, donde se había creado cierto desorden. La presencia del padre acalló a los niños de inmediato y los envió a toda prisa a sus asientos.

– Buenas tardes, niños -saludó.

– Buenas tardes, padre -respondieron a coro.

– Niños y niñas -comenzó, pero luego fijó su atención en el piso de madera, donde un rayo de Sol tiñó los tablones de color amarillo miel-. Todos ustedes saben lo que es la muerte, ¿no es así? Les hemos enseñado lo importante que es hallarse en estado de gracia cuando mueran. Nunca sabemos cuándo vamos a morir, ¿verdad? -prosiguió y aprovechó para incorporar una lección de catecismo en lo que tenía que decirles. Cuando por fin les comunicó que la madre de Anne y Lucy había muerto aquel día, la hermana Regina advirtió un cambio en ellos. Algunos hicieron gestos, levantaron las cejas o se mordieron el labio inferior en una silenciosa señal de consternación. Otros lo miraron sin poder creerle.

El padre Kuzdek les dio tiempo para asimilar la noticia; siguió hablando varios minutos más y luego anunció que la escuela estaría cerrada el resto del día y que se irían a casa tan pronto como pudieran llamar a los autobuses escolares. Terminó, como siempre, con una plegaria.

– En el nombre del Padre…

La hermana Regina se persignó y unió las manos. El padre al pidió a los niños que guardaran silencio y fueran obedientes mientras él y la hermana no estuvieran en el salón. Le pidió a ella que fuera a los otros tres salones para informar a las monjas que las clases terminarían temprano y que les explicara la razón.

Al regresar al pasillo, la hermana no se sorprendió al encontrarse con dos de los hermanos de Eddie y sus esposas que oyeron la noticia y ya estaban ahí, junto con algunas de las sobrinas y sobrinos mayores y una de las hermanas de Krystyna, Irene Pribil, que lloraba a raudales en los brazos de Eddie. También habían llegado los padres de Krystyna; abrazaban a sus nietas, llorando. Browerville era tan pequeño que la noticia de que una de sus jóvenes había muerto en forma trágica corrió como reguero de pólvora. Krystyna Olczak era muy querida por las mujeres del pueblo. Hacía vestidos y aplicaba permanentes en su cocina para ganar algún dinero extra. Contribuía con tartas y pasteles a las ventas de repostería y llevaba a las monjas a Long Prairie cuando necesitaban que les revisaran los ojos; en verano llevaba en su auto a muchos niños al lago Horseshoe, a nadar. Para el pueblo ella era lo que Eddie para San José: la persona con la que uno podía contar para hacer más de lo que le correspondía.

– Nadie ha dado aún las campanadas fúnebres -dijo Silvestre, el hermano de Eddie-. Lleva a las niñas a casa. Yo lo haré.

Ya sin llanto en los ojos, pero todavía tembloroso, Eddie replicó:

– No, Sylvester. Quiero hacerlo yo. Ella era mi esposa y ahora se ha ido; yo he hecho doblar las campanas por todos los que han muerto en los últimos doce años y ahora lo haré por ella. Tengo que hacerlo, ¿lo entiendes? Gracias por ofrecerte, pero ése… -la voz de Eddie se quebró- ése es mi trabajo. Aunque te agradecería que llevaras a Anne y a Lucy a casa.

– De acuerdo, Eddie -respondió Sylvester y le sujetó el brazo.

– Niñas -Eddie se volvió hacia ellas y puso una rodilla en el suelo-. Vayan con el tío Sylvester y los demás; yo estaré allá en un rato más. ¿De acuerdo?

– Como tú digas, papá -respondió Anne-, pero antes tengo que ir por mi suéter.

– También yo -agregó Lucy.

La hermana Regina había vuelto al salón y guiaba a los niños en una plegaria final cuando la puerta se abrió y entraron Anne y Lucy Olczak.

La oración se detuvo y en la habitación se hizo el silencio.

– Tenemos que recoger nuestros suéteres -explicó Anne. Las dos niñas caminaron reposadamente hasta sus bancos, como les habían enseñado: nada de correr en la escuela; tomaron los suéteres del respaldo de sus asientos. Sus compañeros las miraban en muda fascinación, sin saber lo que se esperaba de ellos. Cuando ya se marchaba, Lucy se detuvo frente a su maestra, la miró y la llamó moviendo un dedo. La hermana Regina se inclinó para que la niña pudiera susurrarle al oído.

– Mi mami murió, así que tenemos que irnos a casa.

Anne le dio un codazo y susurró:

– Anda, Lucy. Vamonos.

La hermana Regina pensó que su corazón iba a explotar al oír las palabras de la niña que todavía no alcanzaba a entender la importancia de la tragedia que había ocurrido aquel día. De nuevo deseó abrazar a las dos niñas, reconfortarlas y al mismo tiempo consolarse a sí misma.

Mas la Sagrada Regla se lo prohibía. En vez de ello, sólo dijo:

– Rezaré por ustedes.

De algún modo, ese día, la promesa de una simple plegaria le pareció inadecuada.

Todos se marcharon y dejaron solo a Eddie, como él lo deseaba. Lucy y Anne se fueron con sus tíos Sylvester y Romaine, con las esposas de ellos, Marjorie y Rose, y con el resto de sus parientes. Llegaron los autobuses escolares y los alumnos partieron.

Solo por fin, Eddie permaneció de pie en la penumbra del Salón Paderewski. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no tenía fuerzas para enjugarlas. En vez de ello metió las manos en los grandes bolsillos de su mono y caminó hacia la iglesia.