Después, cuando lo peor había pasado, se lavó la cara, colgó su mono de trabajo y se dirigió en calzoncillos y camiseta adonde se encontraban sus hijas.
Anne se hallaba sentada en medio de la cama, con los ojos muy abiertos y sin moverse, tal como había estado la mayor parte del tiempo desde que supo de la tragedia. Lucy estaba acurrucada en una almohada, despierta y con el pulgar en la boca. Se lo sacó al verlo entrar.
– Queremos pedirte que duermas en medio de nosotras dos, papá -le dijo Anne.
Así que se colocó entre ellas, con la cabeza en el espacio entre las dos almohadas, y las niñas se apretujaron en sus costados; tenían el cabello recién lavado tan cerca de él que podía besarlo. Se estiró para apagar la luz de la mesa de noche. La luz de la Luna se reflejó en el piso de linóleo.
– Papi, ¿es cierto que mamá ya no va a volver a casa? -le preguntó Lucy.
– No, bebé, no volverá -respondió él, mientras le alisaba el sedoso cabello-. Ya se fue al cielo.
Lucy se metió el pulgar en la boca y se quedó en silencio un largo minuto. Entonces comenzó a llorar. Mientras tanto, Anne permaneció acurrucada en un torbellino de dolor, de espaldas a su padre; con sus lágrimas humedecía la sábana del lado de su madre ausente.
El lunes, día del funeral de su querida hermana, Irene Pribil despertó en la misma habitación que habían compartido cuando eran pequeñas. El dormitorio era grande y daba al sur, con el techo alto y maderaje amplio y blanco, en una granja que fue construida en mil ochocientos ochenta. Al este de la casa había un huerto, en el que cada primavera sembraba junto con su madre para cosechar en el verano. En el gallinero, más allá del huerto, tenía varias gallinas de la raza Plymouth Rock que había criado en una incubadora y que planeaba engordar durante todo el verano para luego vendérselas a Louis Kulick, el de la tienda de productos agrícolas de Browerville, y ganar así dinero suficiente para comprar algunos regalos de Navidad para sus padres, hermanos, hermanas y sobrinos. Frente a ella, hasta donde alcanzaba su imaginación, le aguardaban años y años de hacer siempre lo mismo.
Irene asistió a la escuela del pueblo hasta el octavo grado, como todos sus hermanos y hermanas. Y después, igual que ellos, buscó un trabajo; lo encontró en Long Prairie, donde atendía los deberes domésticos de una familia de apellido Milka que tenía una tienda de mercancías generales.
También Krystyna encontró un empleo en Long Prairie como operaría de una planchadora mecánica de rodillo en una tintorería; los fines de semana las dos chicas conseguían que alguien las llevara a su casa en la granja y de ahí se iban con sus hermanos a uno de los salones de baile los sábados por la noche.
En el salón de baile Clarissa fue donde conocieron a los hermanos Olczak. Eran tantos que Irene confundía sus nombres. Sin embargo, logró recordar dos de ellos: Romaine, ya que por un tiempo la pretendió y le dio su primer beso, y Eddie, porque desde el primer momento en que lo vio se enamoró de él y deseaba más que nada en el mundo que él intentara besarla.
Sólo que eso nunca sucedió. Bastó una sola mirada de Eddie a Krystyna para que todas las demás muchachas desaparecieran. Ni una sola vez durante aquellos años le confesó Irene a Krystyna lo que sentía por Eddie. Ni a él tampoco.
En la primavera de mil novecientos cuarenta y cinco la madre de Irene cayó de una escalera mientras pintaba el granero y se rompió la clavícula. Irene volvió a la granja para ayudar mientras su madre se recuperaba y se quedó desde entonces.
Siempre tuvo la intención de marcharse, de preferencia tras haberse casado, pero con tanta carne de cerdo y de vacas criadas en casa y toda esa crema y mantequilla, había engordado mucho. Ya ningún joven la invitaba a bailar los sábados por la noche. En casa, con sus padres, Irene tenía comida, abrigo, compañía y amor y con eso se sintió satisfecha, aunque su vida era solitaria y monótona.
La vida social de Irene giraba en torno a Krystyna y Eddie: iba a jugar cartas a su casa, a menudo cenaba ahí y charlaba con ellos de jardinería y de costura, y pasaba parte del tiempo con las niñas.
En los años que vio a los dos jóvenes unidos llegó a amarlos con intensidad. Su amor por Krystyna era tan puro y gratificante que nunca se le habría ocurrido permitir que se enterara de que ella amaba a Eddie. Y su amor por él se había convertido en algo idealizado. A los ojos de Irene él era más que perfecto. Era un dios.
Irene vivía indirectamente a través de Krystyna y Eddie. La alegría de estar con ellos y sus hijas aminoraba el temor que sentía ante la perspectiva de pasar su vida como una solterona.
Sin embargo, ahora Krystyna estaba muerta y ya no intercambiarían zapatos ni se harían permanentes la una a la otra. Ya no podría ir al pueblo a charlar con ella en su cocina. ¿Con quién iba a reír? Irene se sentó en su cama de la infancia con la sensación de ser el infeliz blanco de alguna fuerza suprema que la había tomado en su contra y que pretendía demostrarle lo sencillo que era eliminar de su vida todo vestigio de felicidad.
Le costó trabajo levantarse y se llevó una mano a la cabeza; en ese preciso momento una rápida punzada le recordó lo mucho que había llorado en los últimos cuatro días. En la planta baja se hallaba su madre haciendo ruido en la cocina. Irene sabía que su padre estaba afuera, segando heno antes de vestirse para el funeraclass="underline" la muerte no detenía las estaciones.
Irene bajó la escalera arrastrando los pies y observó a su madre que sacaba un pastel del horno: habría una comida después del funeral, en el Salón Paderewski, y todas las damas de la parroquia llevarían comida. Incluso en su dolor, Mary Pribil, al igual que su esposo, sentía la presión de las exigencias de la vida.
– ¿Mamá? -le dijo a su madre, que se encontraba de espaldas a ella-. Voy a tomar la camioneta vieja para llegar temprano a casa de Eddie y ayudarle a vestir a las niñas. Las voy a peinar tal y como a Krystyna le hubiera gustado. ¿De acuerdo?
Mary no se volvió. Tomó un extremo del mandil y lo usó para limpiarse los ojos.
– Haz lo que tengas que hacer. No será un día fácil de sobrellevar, eso es seguro.
Irene cruzó la cocina, le dio un beso a su madre y salió.
La ceremonia fúnebre tendría lugar a las once de la mañana. Irene Pribil llegó al porche delantero de la casa de Eddie y de su difunta hermana poco después de las nueve y media y llamó con decisión a la puerta.
Eddie le abrió con un poco de crema de afeitar en un lado de la cara, vestido con pantalones de gabardina negra y una camiseta acanalada sin mangas de cuello en U.
– Irene -la saludó, sin su acostumbrada sonrisa.
– Hola, Eddie -respondió ella mientras él le abría la malla de la puerta para que entrara-. Pensé en venir a arreglarle el cabello a Anne y a Lucy y ayudarlas a vestirse, como lo habría hecho Krystyna.
Eddie tardó un poco en comprender lo que su cuñada le estaba ofreciendo.
– Es muy amable de tu parte, Irene. Te lo agradezco.
– No pensé… quiero decir, no sabía cómo ibas a…
– Está bien, Irene. Te comprendo. Tampoco yo sé todavía lo que voy a hacer.
Eddie comenzó a subir las escaleras. A medio camino se volvió y le comentó:
– Me gustaría que se pusieran esos vestidos de color rosa y blanco, los últimos que Krystyna les hizo.
– Por supuesto, Eddie -lo siguió.
La habitación de las niñas estaba junto a la escalera. La de Krystyna y Eddie al final del pasillo. Se tenía que pasar por ésta última para llegar al baño. Las niñas salieron corriendo de la habitación de sus padres hacia el pasillo, vestidas con su ropa interior de algodón.