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—No lo haga, por favor —dijo con voz quebrada.

Ella se agachó a su lado, subiéndose las gafas hasta el nacimiento del pelo. También tenía los ojos húmedos, y cuando se los enjugó con el pañuelo lo dejó surcado de manchas negras.

—No te culpo si me odias. Estás en tu derecho. Pero esto que voy a hacer es para bien, aunque no espero que lo comprendas ahora. Te lo aseguro, Abdulá. Es para bien. Algún día lo entenderás.

Él levantó la cara hacia el cielo y gimió, justo cuando Pari volvía a su lado dando brincos, con lágrimas de gratitud en los ojos y el rostro radiante de felicidad.

Una mañana de aquel invierno, Padre empuñó el hacha y taló el enorme roble. Contó con la ayuda del hijo del ulema Shekib, Baitulá, y unos cuantos hombres más. Abdulá y otros niños observaron la operación. Lo primero que hizo Padre fue quitar el columpio. Trepó al árbol y cortó las cuerdas con un cuchillo. Luego la emprendieron a hachazos con el grueso tronco hasta bien entrada la tarde, cuando el viejo árbol cayó por fin con un tremendo crujido. Padre le dijo a Abdulá que necesitaban leña para el invierno. Sin embargo, había arremetido con el hacha contra el árbol con gran violencia, apretando los dientes y con el rostro sombrío, como si ya no soportara verlo.

Después, bajo un cielo color piedra, los hombres se dedicaron a cortar el tronco caído, con las narices y las mejillas enrojecidas de frío y sus hachas arrancando huecas reverberaciones a la madera. Más hacia la copa, Abdulá partía ramas pequeñas, separándolas de las grandes. Dos días antes había caído la primera nevada; no había sido muy copiosa, sólo una promesa de lo que vendría después. El invierno no tardaría en cernerse sobre Shadbagh, con sus carámbanos de hielo, sus ventiscas de una semana de duración y aquellos vientos capaces de cuartearte las manos en menos de un minuto. Por el momento, la capa blanca era escasa y desde allí hasta las escarpadas laderas se veía salpicada por manchones de tierra marrón pálido.

Abdulá recogió un brazado de ramas delgadas y lo llevó hasta el montón comunitario, que se volvía más y más alto. Llevaba las nuevas botas para nieve, guantes y un chaquetón de invierno, también recién estrenado. Este último era de segunda mano, pero, aparte de la cremallera rota, que Padre había arreglado, estaba como nuevo. Era azul marino, acolchado y con forro de piel anaranjada, con cuatro grandes bolsillos que se abrían y cerraban y una capucha también acolchada que ceñía la cara de Abdulá cuando tiraba del cordel. Se echó atrás la capucha y exhaló lentamente, formando una nubecilla de vaho.

El sol se ponía en el horizonte. Abdulá todavía distinguía el viejo molino de viento que se alzaba, descarnado y gris, por encima de los muros de arcilla de la aldea. Sus aspas emitían un crujiente gemido cuando soplaba el gélido viento de las montañas. El molino era principalmente el hogar de las garzas reales durante el verano, pero ahora, en invierno, las garzas ya no estaban y los cuervos tomaban posesión de él. Todas las mañanas, sus ásperos graznidos despertaban a Abdulá.

Algo llamó su atención, a la derecha, en el suelo. Se acercó y se arrodilló.

Una pluma. Pequeña. Amarilla.

Se quitó un guante y la cogió.

Esa noche iban a una fiesta, su padre, él y su pequeño hermanastro Iqbal. Baitulá había tenido otro hijo, un varón. Una motreb cantaría para los hombres y alguien tocaría la pandereta. Tomarían té, pan recién hecho y sopa shorwa con patatas. Después, el ulema Shekib mojaría el dedo en un cuenco de agua azucarada y dejaría que el bebé lo chupara. Sacaría entonces la piedra negra y brillante y la navaja de doble filo, y levantaría el paño que cubría el abdomen del niño. Un ritual corriente. La vida seguía su curso en Shadbagh.

Abdulá hizo girar la pluma en la mano.

«Nada de llantos —había dicho Padre—. No llores. No pienso tolerarlo.»

Y no hubo llantos. En la aldea, nadie preguntaba por Pari. Nadie mencionaba siquiera su nombre. A Abdulá lo dejaba perplejo que hubiera desaparecido por completo de sus vidas.

Sólo en Shuja veía Abdulá un reflejo de su propio dolor. El perro aparecía todos los días ante su puerta. Parwana le lanzaba piedras. Padre lo amenazaba con un palo. Pero el animal seguía en sus trece. Todas las noches oían sus gañidos lastimeros, y todas las mañanas lo encontraban tendido ante la entrada, con el morro entre las patas delanteras, parpadeando ante sus agresores con ojos melancólicos en los que no había la menor acusación. Hizo lo mismo durante semanas, hasta que una mañana Abdulá lo vio renquear en dirección a las montañas, cabizbajo. Nadie en Shadbagh había vuelto a verlo desde entonces.

Abdulá se guardó en el bolsillo la pluma amarilla y echó a andar hacia el molino.

A veces pillaba desprevenido a Padre y advertía las distintas y confusas emociones que le ensombrecían el rostro. Le parecía que Padre había menguado, que lo habían despojado de algo esencial. Vagaba lentamente por la casa, o se sentaba al calor de la nueva estufa de hierro fundido, con el pequeño Iqbal en el regazo, y contemplaba las llamas sin verlas. Ahora arrastraba las palabras de una forma que Abdulá no recordaba, como si fueran de plomo. Se sumía en largos silencios con el rostro inexpresivo. Ya no contaba historias; desde su regreso de Kabul con Abdulá no había vuelto a contar ninguna. Quizá, se decía el niño, Padre también había vendido su musa a los Wahdati.

Ya no estaba.

Se había esfumado.

Sin dejar rastro.

Sin explicación.

Sólo hubo unas palabras por parte de Parwana: «Tenía que ser ella. Lo siento, Abdulá. Tenía que ser ella.»

El dedo cortado para salvar la mano.

Se arrodilló detrás del molino, al pie de la deteriorada torre de piedra. Se quitó los guantes y cavó con las manos. Pensó en las pobladas cejas de su hermanita, en su frente amplia y abombada, en su sonrisa desdentada. Oyó mentalmente su risa cristalina reverberando en la casa, como pasaba tantas veces. Pensó en la pelea que había estallado cuando volvieron del bazar. En Pari presa del pánico, chillando. En el tío Nabi llevándosela a toda prisa. Abdulá cavó hasta que sus dedos palparon metal. Entonces hincó las manos y sacó la lata de té. Sacudió la fría tierra de la tapa.

Últimamente pensaba mucho en la historia que les había contado Padre la víspera del viaje a Kabul, la del viejo campesino Baba Ayub y el div. Si se hallaba en un sitio donde Pari había estado antaño, percibía su ausencia como un olor que brotaba de la tierra. Entonces le flaqueaban las rodillas y se le encogía el corazón, y ansiaba un trago de la poción mágica que el div le había dado a Baba Ayub, para poder olvidar él también.

Pero le resultaba imposible olvidar. Allá adonde fuese, Pari surgía espontáneamente en un extremo de su campo visual. Era como el polvo que se le pegaba a la camisa. Estaba presente en los silencios que tan frecuentes se habían vuelto en la casa, silencios que surgían entre las palabras, unas veces fríos y huecos, otras preñados de cosas no dichas, como una nube cargada de lluvia que nunca cayera. Algunas noches Abdulá soñaba que estaba de nuevo en el desierto, solo, rodeado por las montañas, y veía en la distancia un único y diminuto destello de luz intermitente, una y otra vez. Como un mensaje.

Abrió la lata de té. Estaban todas ahí, las plumas de Pari: de gallos, patos, palomas, y también la del pavo real. Dejó la pluma amarilla en la caja. Algún día, se dijo.

Eso esperaba.

Sus días en Shadbagh estaban contados, como los de Shuja. Sabía que era así. Allí ya no quedaba nada para él. No tenía un hogar. Esperaría a que pasara el invierno, a que diera comienzo el deshielo de primavera, y entonces una mañana se levantaría antes del amanecer y se marcharía. Elegiría una dirección y echaría a andar. Llegaría tan lejos de Shadbagh como lo llevaran sus pies. Y si algún día, mientras atravesaba un campo extenso y despejado, la desesperación se apoderaba de él, se detendría en seco, cerraría los ojos y pensaría en la pluma de halcón que Pari había encontrado en el desierto. Imaginaría la pluma soltándose del ave, allá arriba en las nubes, a cientos de metros del mundo, revoloteando y girando en las corrientes de aire, arrastrada por fuertes ráfagas de viento a lo largo de kilómetros y kilómetros de desierto y montañas, para aterrizar por fin, entre todos los sitios posibles, por increíble que pareciera, al pie de aquel preciso peñasco, para que su hermana la encontrara. Que esas cosas pudieran suceder lo dejaría maravillado. Y aunque la sensatez le dijera que en realidad no era así, se sentiría reconfortado y esperanzado, abriría los ojos y echaría a andar.