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Primavera de 1949
El olor le llega a Parwana antes de que aparte la colcha y lo vea. Ha manchado las nalgas de Masuma y sus muslos, y también las sábanas, el colchón y el cubrecama. Masuma alza la vista hacia ella, una tímida mirada que implora perdón y refleja vergüenza; sigue sintiendo vergüenza después de tanto tiempo, de todos estos años.
—Lo siento —susurra.
Parwana tiene ganas de gritar, pero se obliga a esbozar una trémula sonrisa. En momentos como ése tiene que hacer tremendos esfuerzos para recordar, para no perder de vista una verdad inquebrantable: esto es obra suya, este desastre; nada de lo que le sucede es injusto o excesivo. Esto es lo que merece. Deja escapar un suspiro mientras observa las sábanas manchadas, temiendo el trabajo que la espera.
—Vamos a limpiarte un poco —dice.
Masuma se echa a llorar sin emitir sonido alguno, sin alterar siquiera su expresión. Sólo son lágrimas que brotan y resbalan.
Fuera, al frío de primera hora, Parwana enciende un fuego en el hoyo para asar. Cuando prende, llena un cubo de agua en el pozo de Shadbagh y lo pone a calentar. Acerca las palmas de las manos al fuego. Desde ahí se ve el molino y la mezquita de la aldea donde el ulema Shekib les había enseñado a leer de pequeñas, a Masuma y a ella, y también la casa del ulema, al pie de una suave ladera. Más tarde, cuando el sol esté más alto, su tejado semejará un perfecto cuadrado rojo recortado contra el polvo, por los tomates que su mujer habrá puesto a secar al sol. Parwana alza la vista hacia las estrellas matutinas, que palidecen y se desvanecen parpadeando con indiferencia. Recobra la calma.
Dentro, acuesta a Masuma boca abajo. Empapa un trapo en el agua, le lava las nalgas y le limpia la suciedad de la espalda y las flácidas piernas.
—¿Por qué calientas el agua, Parwana? —dice Masuma contra la almohada—. ¿Para qué te molestas? No hace falta, no voy a notar la diferencia.
—Es posible. Pero yo sí —responde, y esboza una mueca por el hedor—. Y ahora para de hablar y déjame acabar.
A partir de ahí, la jornada de Parwana se desarrolla como siempre, como ha sido durante cuatro años desde la muerte de sus padres. Da de comer a las gallinas. Corta leña y trae agua del pozo. Prepara masa y hornea el pan en el tandur anexo a su casa de adobe. Barre el suelo. Por la tarde, en cuclillas en la ribera del río junto a otras mujeres de la aldea, lava la ropa sobre las rocas. Después, como es viernes, visita las tumbas de sus padres en el cementerio y reza una breve plegaria por cada uno de ellos. Y durante todo el día, entre tarea y tarea, encuentra tiempo para mover a Masuma, de un costado al otro, metiéndole una almohada bajo una nalga cada vez.
Ese día, ve dos veces a Sabur.
Lo encuentra agachado ante su casita de adobe, avivando un fuego en el hoyo de asar, con los ojos entornados para protegerlos del humo y con su chico, Abdulá, a su lado. Más tarde, lo ve hablando con otros hombres, hombres que, como él, tienen ahora familias propias, pero que eran antaño los niños de la aldea con quienes Sabur se peleaba, remontaba cometas, perseguía perros, jugaba al escondite. Últimamente Sabur lleva encima una carga, un halo de tragedia: una esposa muerta y dos críos sin madre, uno de ellos un bebé. Ahora habla con voz cansina, apenas audible. Se mueve por la aldea con paso apesadumbrado, como una versión extenuada y encogida de sí mismo.
Parwana lo observa de lejos, con un anhelo casi agobiante. Trata de apartar la vista cuando pasa por su lado. Y si por casualidad sus miradas se encuentran, él se limita a hacerle un gesto con la cabeza, y entonces ella se sonroja intensamente.
Esa noche, cuando Parwana se acuesta por fin, apenas puede levantar los brazos. La cabeza le da vueltas de puro agotamiento. Permanece tendida en el catre, a la espera de que llegue el sueño.
—Parwana —oye en la oscuridad.
—Dime.
—¿Te acuerdas de aquella vez cuando montamos juntas en la bicicleta?
—Ajá.
—¡Qué rápido íbamos! Cuesta abajo, con los perros persiguiéndonos.
—Sí, me acuerdo.
—Las dos chillábamos. Y cuando chocamos contra aquella piedra... —Parwana casi oye sonreír a su hermana—. Cómo se enfadó mamá con nosotras. Y Nabi también. Le destrozamos la bicicleta.
Parwana cierra los ojos.
—¿Parwana?
—Dime.
—¿Puedes dormir conmigo esta noche?
Parwana aparta la colcha de una patada, cruza la habitación hasta Masuma y se desliza a su lado bajo la manta. Masuma apoya la mejilla en su hombro, con un brazo sobre el pecho de su hermana, y susurra:
—Mereces algo mejor que yo.
—No empieces otra vez —musita Parwana. Juguetea con el pelo de Masuma, con caricias largas y pacientes, como a ella le gusta.
Charlan un rato en voz baja de cosas banales, intrascendentes, calentándose mutuamente el rostro con el aliento. Para Parwana, son instantes relativamente felices. Le recuerdan a cuando eran pequeñas y se arrebujaban bajo la manta con las narices tocándose, reían por lo bajo y se susurraban secretos y cotilleos. Masuma no tarda en dormirse, chasquea la lengua en medio de algún sueño. Parwana contempla por la ventana un cielo negro como el betún. Su mente divaga entre fragmentos de pensamientos, y se centra por fin en una imagen vista en cierta ocasión en una vieja revista: una pareja de hermanos siameses unidos por el torso, con expresión adusta. Dos criaturas ensambladas de forma inextricable, con la sangre formándose en la médula de una para correr por las venas de la otra, un vínculo permanente. Parwana siente una opresión, una desesperanza como una mano crispándose dentro del pecho. Respira hondo e intenta centrarse una vez más en Sabur. Su mente vaga hacia los rumores que ha oído en la aldea: que anda buscando una nueva esposa. Se obliga a no visualizar su rostro. Corta de raíz tan ridícula idea.
Parwana fue una sorpresa.
Masuma había nacido ya y se retorcía en silencio en brazos de la partera, cuando su madre soltó un grito y por segunda vez la coronilla de una cabeza se abrió paso. La llegada de Masuma transcurrió sin complicaciones. La partera diría después que nació por sí sola, qué angelito. El parto de Parwana fue prolongado, atroz para la madre, peligroso para el bebé. La partera tuvo que liberar a Parwana del cordón que le rodeaba el cuello, como presa de un asesino ataque de ansiedad por la separación. En sus peores momentos, cuando no puede evitar dejarse llevar por un torrente de odio hacia sí misma, Parwana piensa que quizá el cordón sabía lo que se hacía. Quizá sabía cuál era la mejor de las dos mitades.
Masuma comía como debía, dormía cuando tocaba. Sólo lloraba si tenía hambre o necesitaba que la cambiaran. Era juguetona y fácil de contentar, y siempre estaba de buen humor; era un hatillo de risitas y gorjeos de felicidad. Le gustaba chupar su sonajero.
Qué bebé tan fácil, decía la gente.