Parwana era una tirana. Toda la fuerza de su carácter recayó en su madre. El padre, apabullado ante el histrionismo de la criatura, cogió al hermano mayor de las mellizas, Nabi, y huyó a casa de su propio hermano. La noche era una tortura de proporciones épicas para la madre de las niñas, con sólo breves momentos de descanso. Se pasaba horas enteras paseando a Parwana. La mecía y le cantaba. Se estremecía cuando Parwana se le aferraba al pecho irritado e hinchado y succionaba como si quisiera extraerle la leche de los mismísimos huesos. Pero amamantarla no suponía un antídoto: incluso una vez ahíta, Parwana seguía berreando, indiferente a las súplicas de su madre.
Masuma observaba desde su rincón con expresión pensativa e impotente, como si los apuros de su madre le provocaran lástima.
—Nabi nunca fue así —le dijo un día la madre al padre.
—Cada bebé es distinto.
—Pues éste me está matando.
—Pasará, ya lo verás —repuso él—. Como pasa el mal tiempo.
Y en efecto pasó. Quizá habían sido cólicos, o alguna otra dolencia leve. Pero era demasiado tarde. Parwana ya había dejado su huella.
Una tarde, a finales de verano, cuando las mellizas tenían diez meses, los aldeanos se congregaron en Shadbagh para celebrar una boda. Las mujeres se ocuparon de servir en bandejas pirámides de esponjoso arroz blanco moteadas con azafrán, cortaron pan y distribuyeron platos de berenjena frita con yogur y menta seca. Nabi jugaba fuera con unos niños. Su madre estaba sentada con las vecinas en una alfombra extendida bajo el enorme roble de la aldea. De vez en cuando dirigía una mirada a sus hijas, que dormían una junto a la otra a su sombra.
Después de la comida, a la hora del té, las mellizas se despertaron de la siesta y enseguida alguien cogió en brazos a Masuma. Primos, tías y tíos se la pasaron alegremente unos a otros. Daba brincos en un regazo aquí y en una rodilla allá. Muchas manos le hicieron cosquillas en la suave barriguita. Muchas narices se frotaron contra la suya. Hubo risas cuando cogió la barba del ulema Shekib, juguetona. Se maravillaron ante su comportamiento tranquilo y sociable. La izaron y admiraron el rubor rosáceo de sus mejillas, sus ojos azul zafiro, la elegante curva de su frente, presagios de la impresionante belleza que la caracterizaría al cabo de unos años.
Parwana se quedó en el regazo de su madre. Mientras Masuma llevaba a cabo su actuación, su hermana observaba en silencio con cierta perplejidad, el único miembro del rendido público que no entendía a qué venía tanto alboroto. De vez en cuando su madre bajaba la vista hacia ella y le apretaba suavemente un piececito, casi a modo de disculpa. Cuando alguien comentó que a Masuma le estaban saliendo dos dientes nuevos, la madre dijo en voz baja que a Parwana le estaban saliendo tres. Pero nadie le prestó atención.
Cuando las niñas tenían nueve años, la familia se reunió al anochecer en la casa de Sabur para celebrar el iftar, que ponía fin al ayuno tras el Ramadán. Los adultos se sentaron en cojines distribuidos por toda la habitación y charlaron animadamente. Té, buenos deseos y cotilleos circularon en igual medida. Los ancianos pasaban las cuentas de sus rosarios. Parwana, sentada en silencio, se alegraba de respirar el mismo aire que Sabur, de estar cerca de aquellos ojos oscuros como los de un búho. En el transcurso de la velada le dirigió miradas furtivas. Lo pescó en el acto de morder un terrón de azúcar, o de frotarse la suave pendiente de su frente, o de reírse con ganas de algo que acababa de decir un anciano tío. Y si él la pillaba mirándolo, como sucedió un par de veces, Parwana apartaba rápidamente la vista, rígida de vergüenza. Empezaban a temblarle las rodillas. Tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.
Parwana pensó entonces en el cuaderno que tenía escondido en casa, entre sus cosas. Sabur siempre estaba inventando historias, relatos poblados de yinns, hadas, demonios y divs; los niños del pueblo se reunían a menudo en torno a él y escuchaban en concentrado silencio cómo urdía fábulas para ellos. Y unos seis meses antes, Parwana había oído por casualidad cómo Sabur le contaba a Nabi que algún día pondría por escrito esas historias. Poco después, Parwana acudió con su madre a un bazar en otra población, y allí, en un puesto de libros de segunda mano, vio un precioso cuaderno, con impecables páginas pautadas y tapas de piel marrón oscuro y bordes repujados. Consciente de que su madre no podría comprárselo, Parwana aprovechó un instante en que el tendero no miraba para metérselo rápidamente bajo el jersey.
Pero en los seis meses transcurridos desde entonces, todavía no había reunido el valor suficiente para darle el cuaderno a Sabur. Temía que se riera de ella, o que captara la intención de aquel regalo y lo rechazara. En cambio, cada noche, cuando estaba tendida en su catre, acariciaba el cuaderno bajo la manta, repasando con los dedos los grabados en la piel. «Mañana —se prometía todas las noches—. Mañana me acercaré a él y se lo daré.»
Aquella noche, tras el iftar, todos los niños salieron a jugar. Parwana, Masuma y Sabur se turnaron en el columpio que el padre de éste había colgado de una gruesa rama del gran roble. Le llegó el turno a Parwana, pero Sabur se olvidó de empujarla porque estaba ocupado en contar otra historia. Esta vez trataba sobre el enorme roble. Al parecer, tenía poderes mágicos: si deseabas algo, contó, tenías que arrodillarte ante él y pedírselo en susurros; si el árbol decidía concedértelo, arrojaba exactamente diez hojas sobre tu cabeza.
Cuando el columpio ya se mecía tan despacio que iba a pararse, Parwana se volvió para pedirle a Sabur que le diese impulso, pero las palabras no salieron de su garganta: Sabur y Masuma se estaban sonriendo mutuamente mientras él sostenía el cuaderno en las manos. Su cuaderno.
—Lo encontré en casa —le explicó más tarde Masuma—. ¿Era tuyo? Vale, te lo pagaré, te lo prometo. No te importa, ¿verdad? Es que pensé que era perfecto para él. Para sus historias. ¿Has visto la cara que ha puesto? ¿La has visto, Parwana?
Parwana dijo que no, que no le importaba, pero estaba deshecha. No podía olvidar cómo se habían sonreído su hermana y Sabur, la mirada que habían intercambiado. Parwana podría haber sido invisible o haberse esfumado como un genio de alguna historia de Sabur, tan cruelmente habían ignorado su presencia. Eso la abatió de forma terrible. Esa noche, en su catre, lloró quedamente.
Para cuando su hermana y ella cumplieron los once, Parwana había llegado a comprender de manera precoz la extraña conducta de los chicos ante las chicas que secretamente les gustaban. Lo veía de manera especial cuando ellas volvían andando a casa de la escuela. La escuela era en realidad la habitación de atrás de la mezquita de la aldea, donde, además de instruirlos en el Corán, el ulema Shekib enseñaba a leer y escribir y a memorizar poemas a los niños de la aldea. El padre de las niñas les contó que Shadbagh era afortunada por tener como malik a un hombre tan sabio. De vuelta de esas clases, las mellizas se encontraban a menudo a un grupo de chicos sentados en un murete. Al pasar, a veces las hacían objeto de sus burlas, y otras les arrojaban guijarros. Parwana solía gritarles y responder a sus guijarros con piedras, mientras que Masuma la asía del codo y le decía con sensatez que caminara más deprisa, que no les diera el gusto de enfadarse. Pero ella no lo comprendía. Parwana no se enfadaba porque le arrojaran guijarros, sino porque se los arrojaban sólo a Masuma. Parwana sabía que los chicos se burlaban haciendo aspavientos, y cuanto mayores eran los aspavientos, más intenso era su deseo. Advertía la forma en que sus miradas parecían rebotar en ella para concentrarse en Masuma con un anhelo casi desesperado. Sabía que, pese a sus bromas groseras y sus sonrisas lascivas, le tenían terror a Masuma.
Entonces, un día, uno de ellos no arrojó un guijarro sino una piedra que rodó hasta detenerse ante los pies de las hermanas. Cuando Masuma la recogió, los chicos se dieron codazos y rieron por lo bajo. Un papel sujeto por una goma elástica envolvía la piedra. Cuando estuvieron a una distancia segura, Masuma lo extendió. Ambas leyeron la nota.