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Te juro que desde que vi tu rostro

el mundo entero es farsa y fantasía,

el jardín no sabe qué es hoja y qué es flor,

las pobres aves no distinguen entre alpiste y cepo.

Un poema de Rumi, de los que aprendían con el ulema Shekib.

—Cada vez son más refinados —comentó Masuma con una risita.

Debajo del poema, el chico había escrito: «Quiero casarme contigo.» Y más abajo: «Tengo un primo para tu hermana, serán la pareja perfecta. Pueden pastar juntos en el campo de mi tío.»

Masuma rompió la nota en dos.

—Ni caso, Parwana —dijo—. Son unos imbéciles.

—Unos idiotas —coincidió ésta.

Le costó un esfuerzo tremendo esbozar una sonrisa. La nota ya era mala, pero lo que le dolió de verdad fue la reacción de Masuma. El chico no había dirigido explícitamente la nota a una de ellas, pero su hermana había supuesto con toda tranquilidad que el poema era para ella y el primo para Parwana. Por primera vez, ésta se vio a través de los ojos de su hermana. Vio qué concepto tenía de ella: el mismo que los demás. Y le dolió terriblemente.

—Además —añadió Masuma sonriendo y encogiéndose de hombros—, ya me gusta un chico.

Ha llegado Nabi para su visita mensual. Su éxito ya es legendario en la familia, quizá en la aldea entera, por su trabajo en Kabul, por sus visitas a Shadbagh en el reluciente coche azul de su patrón, con la brillante águila que adorna el capó. Todos salen a contemplar su llegada, entre los gritos de los niños que corren junto al vehículo.

—¿Qué tal van las cosas? —pregunta.

Están los tres en la cabaña, tomando té y almendras. Parwana se dice que Nabi es muy guapo, con esos pómulos bien cincelados, los ojos color avellana, las patillas y el espeso pelo negro peinado hacia atrás. Lleva el traje color aceituna de costumbre, que parece quedarle una talla grande. Parwana sabe que Nabi se siente orgulloso de ese traje, por cómo anda siempre tirándose de las mangas, alisándose las solapas, pellizcando la raya de los pantalones, aunque nunca ha conseguido erradicar el tufillo que desprende a cebolla quemada.

—Bueno, ayer tuvimos aquí a la reina Homaira, que vino a tomar un té con galletas —bromea Masuma—. Alabó nuestro exquisito gusto en la decoración.

Sonríe a su hermano, mostrando los dientes amarillentos, y Nabi ríe con la vista fija en la taza. Antes de encontrar trabajo en Kabul, Nabi ayudaba a Parwana a cuidar de su hermana. Al menos lo intentó durante un tiempo, pero no podía, aquello lo superaba. Kabul fue su vía de escape. Parwana envidia a su hermano, pero no se lo recrimina, aunque él mismo sí lo haga: ella sabe que hay algo más que penitencia en el dinero que Nabi le trae todos los meses.

Masuma se ha cepillado el pelo y se ha perfilado los ojos con kohl, como siempre que las visita Nabi. Parwana sabe que en parte lo hace por él, pero más por el hecho de que Nabi sea su conexión con Kabul. Tal como lo ve Masuma, él la vincula con el glamour y el lujo, con una ciudad de coches y luces, de restaurantes elegantes y palacios reales, no importa hasta qué punto sea remoto ese vínculo. Parwana recuerda que, tiempo atrás, su hermana siempre decía que era una chica de ciudad atrapada en una aldea.

—Y bien, ¿qué me dices de ti, hermano? ¿Te has conseguido ya una esposa? —pregunta Masuma con tono juguetón.

Él hace un ademán despectivo y se ríe, igual que cuando sus padres le formulaban la misma pregunta.

—Bueno, ¿y cuándo vas a volver a pasearme por Kabul? —prosigue Masuma.

Nabi las había llevado a Kabul una vez, el año anterior. Las recogió en Shadbagh y recorrieron la ciudad en el coche. Les enseñó las mezquitas, los barrios comerciales, los cines, los restaurantes. Le señaló a Masuma la cúpula del palacio de Bagh-e-Bala en su colina sobre la ciudad. En los jardines de Babur, sacó a Masuma del asiento delantero para llevarla en brazos hasta la tumba del emperador de los mogoles. Allí rezaron los tres juntos en la mezquita de Shahjahani, y después, a orillas de un estanque de azulejos azules, dieron cuenta de la comida que Nabi había llevado. Probablemente fue el día más feliz de la vida de Masuma desde el accidente, y Parwana le quedó muy agradecida a su hermano mayor.

—Pronto, inshalá —responde Nabi dando golpecitos con un dedo contra la taza.

—¿Puedes acomodarme ese cojín bajo las rodillas, Nabi?... Ah, mucho mejor, gracias. —Masuma suspira—. Kabul me encantó. Si pudiera, saldría para allá mañana mismo a primera hora.

—Algún día lo harás, pronto —dice Nabi.

—¿Qué, caminar?

—No —balbuce él—, quería decir... —Y sonríe cuando ve que Masuma se ha echado a reír.

Fuera, Nabi le da el dinero a Parwana; luego apoya un hombro contra la pared y enciende un cigarrillo. Masuma está dentro, durmiendo la siesta.

—Antes he visto a Sabur —comenta Nabi mirándose un dedo—. Qué terrible lo que le ha pasado. Me ha dicho el nombre del bebé, pero se me ha olvidado.

—Pari —dice Parwana.

Su hermano asiente con la cabeza.

—No se lo he preguntado, pero me ha dicho que tiene intención de volver a casarse.

Ella aparta la mirada, tratando de aparentar que no le importa, pero el corazón le palpita en los oídos, un repentino sudor le perla la piel.

—Como te decía, no se lo he preguntado. Ha sido él quien ha sacado el tema. Me ha llevado aparte para hacerme esa confidencia.

Parwana sospecha que su hermano lo sabe, sabe lo que ella siente por Sabur desde hace tantos años. Masuma es su hermana melliza, pero siempre ha sido Nabi quien mejor la ha comprendido. No obstante, no ve por qué ha de molestarse en darle ahora esa noticia. ¿De qué sirve? Lo que Sabur necesita ahora es una mujer sin cargas ni compromisos, una mujer libre para dedicarse a él, a su hijo, a su hija recién nacida. A Parwana ya se le ha acabado el tiempo. Se le ha agotado. Como su vida.

—Estoy segura de que encontrará a alguien —dice.

Nabi asiente con la cabeza.

—Volveré el mes que viene. —Aplasta el cigarrillo con el zapato y se marcha.

Cuando Parwana vuelve a entrar en la cabaña, la sorprende encontrarse a Masuma despierta.

—Creía que dormías.

La mirada de Masuma se dirige lentamente hacia la ventana; parpadea despacio, con gesto de cansancio.

Cuando las niñas tenían trece años, a veces iban a los abarrotados bazares de las poblaciones cercanas por encargo de su madre. El olor a tierra recién regada se elevaba de las calles sin asfaltar. Las dos hermanas recorrían el bazar, pasando ante puestos donde vendían narguiles, chales de seda, cazos de cobre, viejos relojes. Había pollos colgados por las patas, que giraban lentamente sobre piezas de cordero y ternera.

En cada pasillo, Parwana veía las miradas de interés de los hombres cuando pasaba Masuma. Advertía sus esfuerzos por comportarse como si tal cosa, pero no conseguían apartar los ojos de ella. Si Masuma los miraba, parecían sentirse privilegiados, menudos idiotas. Imaginaban que habían compartido un instante con ella. Masuma interrumpía conversaciones a media frase y a los fumadores en medio de una calada; provocaba que temblaran rodillas, que el té se derramara de las tazas.

Había días en que todo aquello resultaba excesivo para Masuma, como si la avergonzara un poco, y le decía a Parwana que prefería quedarse en casa, que nadie la mirara. Entonces, a Parwana le parecía que su hermana, en el fondo, comprendía que su belleza era un arma. Una pistola cargada y apuntando a su propia cabeza. No obstante, la mayoría de los días esas atenciones parecían gustarle y disfrutaba de ese poder suyo de desbaratar los pensamientos de un hombre con una fugaz pero estratégica sonrisa, de hacer que las lenguas tropezaran con las palabras.