Una belleza como la suya hacía que casi doliese mirarla.
Y luego venía Parwana, arrastrando los pies, con su pecho plano y su cutis cetrino. Con su cabello crespo, su cara llena y tristona, sus gruesas muñecas y sus hombros masculinos. Una sombra patética que se debatía entre la envidia y la emoción de que la vieran con Masuma, de compartir la atención, como una mala hierba que aprovechase el agua destinada a un lirio río abajo.
Toda la vida, Parwana había tenido buen cuidado de no contemplarse en un espejo junto a su hermana. Ver su rostro junto al de Masuma, ver con tanta claridad lo que se le había negado, la privaba de cualquier esperanza. Pero, en público, la mirada de cada extraño era un espejo. No había huida posible.
Saca a Masuma de la casa. Se sientan las dos en el charpai que ha puesto Parwana fuera. Amontona cojines para que su hermana pueda apoyar cómodamente la espalda contra la pared. Es una noche silenciosa salvo por los chirridos de los grillos, y oscura, iluminada tan sólo por unos cuantos faroles que brillan aún en las ventanas y por el resplandor blanquecino de los tres cuartos de luna.
Parwana llena de agua la base del narguile. Coge dos diminutas porciones de opio y un pellizco de tabaco y lo pone todo en la cazuela de la pipa. Enciende el carbón en el cenicero metálico y le tiende el narguile a su hermana. Masuma da una buena chupada a la boquilla, se reclina contra los cojines y pregunta si puede apoyar las piernas en el regazo de Parwana. Ésta se inclina y levanta las piernas inertes para ponerlas sobre las suyas.
Cuando fuma, el rostro de Masuma se relaja. Se le cierran los párpados. La cabeza se le inclina hacia un lado, vacilante, y su voz se vuelve pastosa y distante. Una sombra de sonrisa asoma en las comisuras de sus labios, una sonrisa enigmática, indolente, más displicente que satisfecha. Cuando Masuma está así, se dicen bien poco. Parwana escucha la brisa, el agua que burbujea en el narguile. Contempla las estrellas y el humo que se dispersa sobre ella. El silencio resulta agradable, y ninguna de las dos siente la necesidad acuciante de llenarlo con palabras innecesarias.
Hasta que Masuma dice:
—¿Harás una cosa por mí?
Parwana la mira.
—Quiero que me lleves a Kabul. —Masuma exhala despacio, y el humo se arremolina y describe formas amorfas con cada parpadeo.
—¿Hablas en serio?
—Quiero ver el palacio de Darulaman. La última vez no tuvimos ocasión de hacerlo. Y quizá volver a visitar la tumba de Babur.
Parwana se inclina con la intención de descifrar la expresión de Masuma. Busca algún indicio de picardía, pero a la luz de la luna sólo capta el brillo tranquilo de sus ojos, que no parpadean.
—Son dos días de camino. Probablemente tres.
—Imagínate la cara de sorpresa de Nabi cuando aparezcamos ante su puerta.
—Ni siquiera sabemos dónde vive.
Masuma hace un ademán desganado.
—Nos ha dicho en qué barrio está. Llamamos a unas cuantas puertas y preguntamos. No es tan complicado.
—¿Cómo vamos a llegar hasta allí en tu estado, Masuma?
Masuma se quita de los labios la boquilla del narguile.
—Hoy ha venido el ulema Shekib, cuando estabas trabajando, y hemos hablado. Le he contado que nos íbamos unos días a Kabul. Tú y yo solas. Y al final me ha dado su bendición. Y su mula, de paso. Así que ya ves, está todo organizado.
—Estás loca —dice Parwana.
—Bueno, es lo que quiero. Es mi deseo.
Parwana vuelve a apoyarse contra la pared, negando con la cabeza. Su mirada se eleva hacia la oscuridad jaspeada de nubes.
—Me estoy muriendo de aburrimiento, Parwana.
Parwana suelta un profundo suspiro y mira a su hermana, que se lleva la boquilla a los labios.
—Por favor. No me digas que no.
Cuando las hermanas tenían diecisiete años, una mañana estaban sentadas en una rama en lo alto del roble, con los pies colgando.
—¡Sabur va a pedírmelo! —dijo Masuma de pronto con excitados susurros.
—¿A pedirte qué? —quiso saber Parwana sin comprenderla, al menos no de inmediato.
—Bueno, no va a hacerlo él, por supuesto. —Masuma rió tapándose la boca—. Claro que no. Será su padre quien lo haga.
Parwana lo entendió. Se le cayó el alma a los pies.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó con los labios entumecidos.
Masuma empezó a parlotear, con las palabras manando de ella a un ritmo frenético, pero ella apenas la oía. Estaba imaginando la boda de su hermana con Sabur. Niños con ropa nueva, seguidos por músicos con flautas shanai y tambores dohol, cargados con cestos de alheña rebosantes de flores. Sabur abriendo el puño de Masuma, dejando la alheña en su palma y atándole la mano con cinta blanca. Imaginó las oraciones, la bendición de la unión. Las ofrendas y regalos. Los imaginó mirándose bajo un velo bordado con hilo de oro, dándose mutuamente una cucharada de sorbete dulce y malida.
Y ella, Parwana, estaría allí, entre los invitados, viendo todo aquello. Se esperaría que sonriera, que aplaudiera, que fuera feliz, aunque su corazón estuviese deshecho.
Una ráfaga de viento atravesó el árbol e hizo que las ramas se agitaran y las hojas susurraran. Parwana tuvo que afianzarse.
Masuma se había callado. Sonreía y se mordía el labio.
—Has preguntado que cómo sé que va a pedir mi mano. Te lo contaré. No, mejor te lo enseñaré.
Se dio la vuelta y hurgó en su bolsillo.
Y entonces vino la parte de la que Masuma nada sabía. Mientras su hermana miraba hacia otro lado y rebuscaba en su bolsillo, Parwana se aferró a la rama, levantó el trasero y se dejó caer. La rama se estremeció. Masuma soltó un gritito y perdió el equilibrio. Hizo aspavientos con los brazos y se inclinó hacia delante. Parwana observó cómo se movían sus propias manos. Lo que hicieron no fue exactamente empujarla, pero sí hubo contacto entre la espalda de Masuma y sus dedos y una brevísima y sutil intención de empujar. Pero al cabo de apenas un instante, Parwana estaba tratando de sujetar a su hermana del dobladillo de la blusa y Masuma gritaba su nombre, presa del pánico, y Parwana el de ella. Parwana aferró la blusa, y durante un segundo pareció que lograría salvarla. Pero entonces la tela se rasgó y se le escurrió de la mano.
Masuma se precipitó al vacío. La caída pareció eterna. Su torso chocó contra las ramas en el descenso, asustando a los pájaros y arrancando hojas, y su cuerpo giró y rebotó, partiendo ramas pequeñas, hasta que, con un crujido audible y espantoso, la parte baja de su espalda dio contra una rama baja y gruesa, la misma de la que pendía el columpio. Masuma se dobló hacia atrás, prácticamente en dos.
Unos minutos después, se había formado un círculo en torno a ella. Nabi y el padre de las niñas gritaban su nombre, tratando de despertarla. Los rostros la contemplaban desde arriba. Alguien le cogió la mano. Todavía apretaba con fuerza el puño. Cuando le abrieron los dedos, encontraron exactamente diez hojitas arrugadas en la palma.
Masuma dice con voz levemente temblorosa:
—Tienes que hacerlo ahora. Si esperas a la mañana, no tendrás valor.
En torno a ellas, más allá del tenue resplandor del fuego que Parwana ha encendido con arbustos y matojos de aspecto quebradizo, se extiende el desolado e interminable paraje de arena y montañas envuelto en la oscuridad. Durante casi dos días han viajado a través de matorrales en dirección a Kabul, Parwana caminando junto a la mula, Masuma sujeta a la silla, cogidas de la mano. Han recorrido con dificultad escarpados senderos que trazaban tortuosas curvas y desniveles a través de las rocosas montañas, con el terreno a sus pies salpicado de matojos ocre y marrón rojizo, y hendido por largas y estrechas grietas en todas direcciones.