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Parwana se halla ahora en pie junto al fuego, mirando a Masuma, un montículo horizontal al otro lado de las llamas, bajo la manta.

—¿Y qué pasa con Kabul? —pregunta Parwana, aunque ahora sabe que eso no era más que una artimaña.

—Vamos, se supone que la lista eres tú.

—No puedes pedirme que haga esto.

—Estoy cansada, Parwana. Esto que llevo no es vida. Mi existencia es un castigo para las dos.

—Volvamos y ya está —dice su hermana, que empieza a sentir un nudo en la garganta—. No puedo hacerlo. No puedo dejarte marchar.

—No lo estás haciendo. —Masuma se ha echado a llorar—. Soy yo quien te deja marchar. Te estoy liberando.

Parwana piensa en una noche de mucho tiempo atrás, su hermana en el columpio y ella empujándola. Cuando Masuma estiraba las piernas e inclinaba la cabeza hacia atrás cada vez que el columpio alcanzaba lo más alto, ella observaba los largos mechones de su cabello, que ondeaban como sábanas en la cuerda de tender. Se acuerda de todas las muñequitas que habían hecho juntas con farfollas de maíz y a las que confeccionaban trajes de novia con trapos viejos.

—Dime una cosa, hermana.

Parwana parpadea para contener las lágrimas que le nublan la visión y se limpia la nariz con el dorso de la mano.

—Ese chico suyo, Abdulá. Y la pequeñita, Pari. ¿Crees que podrías quererlos como si fuesen tuyos?

—Masuma.

—¿Podrías?

—Podría intentarlo —responde Parwana.

—Bien. Entonces cásate con Sabur. Cuida de sus hijos. Ten hijos propios.

—Él te amaba a ti. A mí no me ama.

—Lo hará, con el tiempo.

—Todo esto es obra mía —dice Parwana—. Yo tengo la culpa de todo.

—No sé qué quieres decir, y no quiero saberlo. Ahora mismo, esto es lo único que quiero. La gente lo comprenderá, Parwana. El ulema Shekib se lo habrá contado. Les dirá que me dio su bendición para hacer lo que voy a hacer.

Parwana levanta la cara hacia el oscuro cielo.

—Sé feliz, Parwana; por favor, sé feliz. Hazlo por mí.

Su hermana se siente a punto de contarlo todo, de decirle a Masuma cuán equivocada está, qué poco conoce a la hermana con quien compartió el vientre materno; de contarle que, desde hace años, su vida no ha sido más que una larga disculpa que no ha pronunciado. Pero ¿con qué fin? ¿Su propio alivio, una vez más a expensas de Masuma? Se muerde la lengua. Ya le ha causado suficiente dolor a su hermana.

—Ahora quiero fumar —dice Masuma.

Parwana empieza a protestar, pero la otra la interrumpe.

—Ha llegado el momento —insiste, más tajante ahora.

De la bolsa colgada del extremo de la silla, Parwana saca el narguile. Con manos temblorosas, empieza a preparar la mezcla habitual en la cazuela de la pipa.

—Más —dice Masuma—. Pon mucho más.

Sorbiendo por la nariz, con las mejillas húmedas, Parwana añade otro pellizco, y otro, y otro más. Enciende el carbón y coloca el narguile cerca de su hermana.

—Y ahora —dice Masuma con el resplandor naranja de las llamas derramándose en sus mejillas y ojos—, si de verdad me quieres, Parwana, si de verdad has sido mi fiel hermana, márchate. Nada de besos, nada de despedidas. No me obligues a suplicártelo.

Parwana empieza a decir algo, pero Masuma emite una especie de gemido ahogado y vuelve la cabeza.

Parwana se pone lentamente en pie. Se acerca a la mula y ciñe la silla de montar. Coge las riendas del animal. De pronto se da cuenta de que quizá no sabrá vivir sin Masuma. No está segura de poder hacerlo. ¿Cómo va a soportar los días, cuando la ausencia de su hermana parece una carga mucho más pesada de lo que lo ha sido nunca su presencia? ¿Cómo aprenderá a caminar por los bordes del enorme agujero que va a dejar Masuma?

«Ten valor», casi la oye decir.

Tira de las riendas, hace dar la vuelta a la mula y empieza a andar.

Camina hendiendo la oscuridad, con un fresco viento nocturno azotándole la cara. Sólo mira atrás una vez, más tarde. A través de la humedad de sus ojos, la hoguera es una minúscula manchita amarilla, distante y tenue. Imagina a su hermana melliza allí tendida junto al fuego, sola en la oscuridad. El fuego no tardará en apagarse, y Masuma tendrá frío. Su reacción instintiva es volver para taparla con una manta y tenderse a su lado.

Se obliga a contenerse y echa a andar una vez más.

Y es entonces cuando oye algo. Un sonido distante, amortiguado, como un gemido. Parwana se detiene en seco. Ladea la cabeza y vuelve a oírlo. El corazón se le dispara en el pecho. Temerosa, se pregunta si será Masuma llamándola porque ha cambiado de opinión. Quizá no es más que un chacal o un zorro del desierto, que aúlla en algún lugar en la oscuridad. No está segura. Piensa que puede tratarse del viento.

«No me dejes, hermana. Vuelve.»

La única manera de saberlo con seguridad es volver por donde ha venido, y Parwana empieza a hacer precisamente eso: se da la vuelta y camina unos pasos en dirección a Masuma. Entonces se detiene. Masuma tiene razón. Si vuelve ahora, cuando salga el sol no será capaz de hacerlo. Se echará atrás y acabará por quedarse. Se quedará para siempre. Ésta es su única oportunidad.

Cierra los ojos. El viento le bate el pañuelo contra la cara.

Nadie debe saberlo. Nadie lo sabrá. Será su secreto, un secreto que sólo compartirá con las montañas. La cuestión es si será capaz de vivir con ese secreto, y Parwana cree saber la respuesta. Ha vivido con secretos toda su vida.

Vuelve a oír el gemido en la distancia.

«Todo el mundo te quería, Masuma.»

«Y a mí nadie.»

«¿Y por qué, hermana? ¿Qué había hecho yo?»

Parwana permanece inmóvil largo rato en la oscuridad.

Por fin toma una decisión. Se da la vuelta, agacha la cabeza y camina hacia un horizonte que no ve. Después, ya no vuelve a mirar atrás. Sabe que si lo hace se ablandará. Perderá la determinación que le quede, porque verá una vieja bicicleta descendiendo a toda velocidad por una ladera, dando brincos en las piedras y la gravilla, con el metal sacudiéndoles el trasero a las dos, levantando nubes de polvo con cada súbito derrape. Ella va sentada en la barra y Masuma en el sillín; es Masuma quien traza las cerradas curvas a toda velocidad, inclinando vertiginosamente la bicicleta. Pero Parwana no tiene miedo. Sabe que su hermana no va a hacerla salir despedida sobre el manillar, sabe que no le hará daño. El mundo se funde en un borroso remolino de emoción y el viento les silba en los oídos, y Parwana mira a su hermana por encima del hombro, y su hermana la mira a ella y las dos ríen mientras los perros vagabundos corren tras ellas.

Parwana continúa hacia su nueva vida. Camina y camina, con la oscuridad envolviéndola igual que el vientre de una madre, y cuando se disipa, cuando alza la mirada en la bruma del alba y hacia el este ve una franja de luz pálida que incide en un peñasco, tiene la sensación de que vuelve a nacer. 

4

En el nombre de Alá el Más Benévolo, el Más Misericordioso, sé que ya no estaré cuando lea esta carta, señor Markos, pues se la entregué con la exigencia de que no la abriera hasta después de mi muerte. Permítame que haga constar ahora el gran placer que ha supuesto conocerlo durante los últimos siete años, señor Markos. Mientras escribo estas palabras, pienso con afecto en nuestro ritual anual de plantar tomates en el jardín, en sus visitas matutinas a mi pequeña vivienda para tomar té y charlar, en nuestro improvisado intercambio de clases de farsi e inglés. Le agradezco su amistad y su consideración, así como el trabajo que ha asumido en este país, y confío en que extenderá mi agradecimiento a sus amables colegas, en especial a mi amiga la señora Amra Ademovic, quien tanta capacidad de compasión tiene, y a su encantadora hija Roshi.