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Debería decir que no es usted el único destinatario de esta carta, señor Markos, sino que hay otra persona a quien espero que se la haga llegar, como le explicaré más adelante. Perdóneme entonces si repito una serie de cosas que probablemente ya sabrá. Las incluyo por necesidad, por el bien de esa persona. Como verá, esta carta contiene ciertas confesiones, señor Markos, pero hay asimismo cuestiones prácticas que me han llevado a escribirla. Me temo que para ellas voy a necesitar su ayuda, amigo mío.

He pensado largo y tendido dónde empezar esta historia. No es tarea fácil para un hombre que debe de rondar los ochenta y cinco. Mi edad exacta es un misterio para mí, como les sucede a tantos afganos de mi generación, pero tengo bastante fe en mis cálculos porque recuerdo claramente una pelea a puñetazos con mi amigo Sabur, quien más tarde sería mi cuñado, el día que nos enteramos de que habían matado a tiros al sha Nadir, y de que su hijo, el joven Zahir, había ascendido al trono. Eso fue en 1933. Supongo que podría empezar ahí. O en cualquier otro punto. Una historia es como un tren en movimiento: no importa dónde lo abordes, tarde o temprano llegarás a tu destino. Pero supongo que debo empezarla con lo mismo que le pone fin. Sí, me parece razonable que el marco de esta historia sea Nila Wahdati.

La conocí en 1949, el año en que se casó con el señor Wahdati. En aquel momento yo llevaba ya dos años trabajando para Suleimán Wahdati. Me había mudado de Shadbagh, mi aldea natal, a Kabul en 1946; había pasado primero un año trabajando en otra casa del mismo vecindario. Las circunstancias de mi partida de Shadbagh no son motivo de orgullo para mí, señor Markos. Considérelo mi primera confesión, pues, si le digo que me agobiaba la vida que llevaba en la aldea con mis hermanas, una de ellas inválida. Lo que voy a decir no me absuelve, señor Markos, pero era joven, ansiaba conocer mundo, estaba lleno de sueños, por modestos e imprecisos que fueran, y veía cómo se consumía poco a poco mi juventud, cómo se truncaban más y más mis posibilidades. De modo que me fui, en principio para contribuir a la manutención de mis hermanas, es verdad, pero también con la intención de escapar.

Puesto que trabajaba las veinticuatro horas para el señor Wahdati, vivía en su residencia. En aquellos tiempos, la casa no estaba ni mucho menos en el lamentable estado en que usted la encontró a su llegada a Kabul en 2002, señor Markos. Era un sitio precioso, magnífico. En aquellos tiempos la casa era de un blanco reluciente, parecía cubierta de diamantes. Desde la verja se accedía a un amplio sendero asfaltado. Las puertas de entrada daban a un vestíbulo de altos techos y decorado con grandes jarrones de cerámica y un espejo circular enmarcado en nogal tallado, precisamente el sitio donde colgó usted un tiempo aquella vieja fotografía de su amiga de la infancia en una playa. El suelo de mármol del salón despedía un brillo intenso y estaba cubierto por una alfombra de Turkmenistán rojo oscuro. La alfombra ya no está, como también han desaparecido los sofás de cuero, la mesita de café artesanal, el ajedrez de lapislázuli, la alta vitrina de caoba. Han sobrevivido muy pocos de aquellos magníficos muebles, y me temo que no están en tan buenas condiciones como antaño.

La primera vez que entré en la cocina embaldosada en piedra me quedé boquiabierto. Me pareció suficientemente grande para alimentar a toda mi aldea de Shadbagh. Tenía a mi disposición un horno con seis fogones, una nevera, una tostadora y montones de cacerolas, sartenes, cuchillos y toda clase de artilugios domésticos. Los cuartos de baño, los cuatro que había, eran de baldosas de mármol de intrincada talla y tenían lavabos de porcelana. ¿Y sabe esos agujeros cuadrados en la encimera de su lavabo del piso de arriba, señor Markos? Pues hubo un tiempo en que estaban cubiertos de lapislázuli.

Y luego estaba el jardín de atrás. Tiene que sentarse un día en su despacho del piso de arriba, señor Markos, y tratar de imaginar cómo era antes ese jardín. Se accedía a él a través de una galería con forma de media luna, bordeada por una barandilla cubierta de parras. La hierba, verde y exuberante, estaba salpicada de arriates de flores con jazmines, rosas mosqueta, geranios, tulipanes, y rodeada por dos hileras de árboles frutales. Uno podía tenderse bajo un cerezo, señor Markos, cerrar los ojos y escuchar los silbidos de la brisa entre las hojas, y pensar que en toda la tierra no había un lugar mejor donde vivir.

Mis propias dependencias consistían en una casucha al fondo del jardín. Tenía una ventana, paredes blancas y espacio suficiente para satisfacer las escasas necesidades de un joven soltero. Había una cama, un escritorio y una silla, y sitio para extender mi estera de rezar cinco veces al día. Era muy conveniente para mí, y lo sigue siendo. Cocinaba para el señor Wahdati; había aprendido a hacerlo observando a mi difunta madre, y después a un anciano cocinero uzbeko que trabajaba en una casa en Kabul y a quien le había hecho de pinche durante un año. Yo era además el chófer del señor Wahdati, y estaba encantado de serlo. Mi patrón era propietario de un Chevrolet de mediados de los cuarenta, azul con techo de color canela, asientos de vinilo azul claro y llantas cromadas, un coche precioso que atraía miradas por doquier. Me permitía llevarlo porque yo había demostrado ser un conductor prudente y diestro; además, él era de esa extraña clase de hombres que no disfrutan al volante de un coche.

Por favor, no piense que alardeo, señor Markos, cuando digo que era un buen criado. Mediante una observación cuidadosa, me había familiarizado con los gustos y manías del señor Wahdati, con sus rarezas y antojos. Había llegado a conocer muy bien sus hábitos y rituales. Por ejemplo, todas las mañanas después del desayuno le gustaba salir a dar un paseo. Sin embargo, no le gustaba pasear solo, y esperaba por tanto que yo lo acompañara. Acataba ese deseo suyo, por supuesto, pero no le veía mucho sentido a mi presencia. Apenas me dirigía la palabra en el transcurso de esos paseos, y parecía siempre sumido en sus pensamientos. Caminaba con paso enérgico, con las manos unidas a la espalda, y saludaba con la cabeza a los transeúntes, y los tacones de sus bien lustrados mocasines de piel repiqueteaban contra la acera. Y como daba grandes zancadas con sus largas piernas, yo siempre me rezagaba y me veía obligado a apretar el paso para alcanzarlo. La mayor parte del resto del día se recluía en su estudio del piso de arriba, donde leía o jugaba al ajedrez contra sí mismo. Le encantaba dibujar, y aunque no puedo dar fe de su talento porque nunca me enseñó sus obras, lo encontraba con frecuencia en el estudio, junto a la ventana, o en la galería, haciendo esbozos con el carboncillo en el cuaderno, con el cejo fruncido por la concentración.

Cada pocos días lo llevaba con el coche a puntos diversos de la ciudad. Una vez a la semana iba a ver a su madre. También había reuniones familiares, y aunque el señor Wahdati evitaba muchas de ellas, sí asistía en ocasiones como funerales, cumpleaños y bodas, y entonces yo lo llevaba. También lo llevaba una vez al mes a una tienda de material de dibujo, donde se reaprovisionaba de pasteles, carboncillos, gomas, sacapuntas y cuadernos de bocetos. En ocasiones le gustaba instalarse simplemente en el asiento de atrás y dar paseos en coche. «¿Adónde vamos, sahib?», preguntaba yo, él se encogía de hombros y yo añadía: «Muy bien, sahib», arrancaba y allá íbamos. Me dedicaba entonces a recorrer la ciudad durante horas, sin destino u objetivo concretos, de un barrio al siguiente, por la ribera del río Kabul hasta Bala Hissar, y a veces hasta el palacio de Darulaman. Algunos días dejábamos atrás Kabul para dirigirnos al lago Ghargha, donde aparcaba cerca de la orilla. Apagaba el motor, y el señor Wahdati permanecía completamente inmóvil en el asiento de atrás, sin dirigirme la palabra, contento al parecer con bajar la ventanilla y observar los pájaros que volaban de árbol en árbol y el sol que incidía en el lago y se convertía en una miríada de motitas brillantes meciéndose en el agua. Yo lo miraba por el espejo retrovisor, y me parecía la persona más sola sobre la faz de la tierra.