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Una vez al mes, en un gesto muy generoso, el señor Wahdati me dejaba el coche para ir a Shadbagh, mi aldea natal, a visitar a mi hermana Parwana y su marido, Sabur. Siempre que entraba en la aldea al volante, me recibían hordas de críos que chillaban y correteaban alrededor dando palmadas en el guardabarros y golpecitos en las ventanillas. Algunos granujillas hasta intentaban encaramarse al techo, así que tenía que espantarlos, no fueran a rayar la pintura o abollar el parachoques.

«Mírate, Nabi —me decía Sabur—. Eres una celebridad.»

Como sus hijos, Abdulá y Pari, habían perdido a su madre natural (Parwana era su madrastra), yo siempre trataba de mostrarme atento con ellos, en especial con el chico, que parecía necesitarlo más. Le ofrecía llevarlo de paseo en el coche, aunque siempre insistía en traer consigo a su hermanita, a quien sujetaba con fuerza en el regazo mientras dábamos vueltas alrededor de Shadbagh. Lo dejaba encender los limpiaparabrisas y tocar la bocina, y le enseñé cómo cambiar las luces de cortas a largas.

Cuando pasaba todo el alboroto por el coche, tomaba el té con mi hermana y Sabur, y les hablaba de mi vida en Kabul. Tenía buen cuidado de no decir demasiado sobre el señor Wahdati. La verdad es que le tenía afecto, porque me trataba bien, y hablar de él a sus espaldas me parecía una traición. De haber sido un empleado menos discreto, les habría contado que Suleimán Wahdati era una criatura desconcertante, un hombre aparentemente satisfecho con vivir el resto de sus días de la fortuna que había heredado, un hombre sin profesión, sin pasiones evidentes, y que por lo visto no tenía el deseo de dejar huella alguna en este mundo. Les habría dicho que llevaba una vida que carecía de objetivo o dirección, igual que los trayectos sin destino que hacíamos en el coche. La suya era una vida vivida desde el asiento de atrás, una vida borrosa que pasaba ante la ventanilla. Una vida indiferente.

Eso les habría dicho, pero no lo hice. Y menos mal que no lo hice, porque me habría equivocado de medio a medio.

Un día, el señor Wahdati salió al jardín vestido con un bonito traje de raya diplomática que no le había visto antes, y me pidió que lo llevara a un barrio acomodado de la ciudad. Cuando llegamos, me indicó que aparcara en la calle ante una preciosa mansión de altos muros. Lo observé llamar al timbre y entrar cuando un criado le abrió. La casa era enorme, mayor que la del señor Wahdati, más bonita incluso. Altos y esbeltos cipreses adornaban el sendero, así como un abigarrado despliegue de arbustos con flores que no reconocí. El jardín de atrás era al menos dos veces más grande que el del señor Wahdati, y los muros eran suficientemente altos para que un hombre de pie en los hombros de otro siguiera sin ver apenas nada. Advertí que me hallaba ante una riqueza de otra magnitud.

Hacía un día precioso de principios de verano y el cielo estaba radiante de sol. Había bajado las ventanillas y corría un aire cálido. Aunque el trabajo de un chófer consiste en conducir, en realidad se pasa la mayor parte del tiempo esperando. Esperando ante las tiendas, con el motor en marcha; esperando ante una sala de fiestas, escuchando el sonido amortiguado de la música. Aquel día, para pasar el tiempo, hice unos cuantos solitarios. Cuando me cansé de las cartas, bajé y anduve un poco de aquí para allá. Volví a sentarme al volante, pensando en echar una siestecita antes de que volviera el señor Wahdati.

Entonces se abrió la puerta de la verja y salió una joven de cabello negro. Llevaba gafas de sol y un vestido de manga corta de color mandarina por encima de las rodillas. Iba con las piernas desnudas y los pies descalzos. No supe si había advertido mi presencia, allí sentado en el coche; si lo había hecho, no dio muestras de ello. Apoyó un talón contra el muro que tenía detrás, y, al hacerlo, se le subió un poco el dobladillo del vestido, revelando parte del muslo. Sentí un ardor en las mejillas que se me extendió hasta la nuca.

Permítame hacer otra confesión en este punto, señor Markos, una de naturaleza en cierto modo desagradable y que deja poco espacio para la elegancia. En aquellos tiempos yo rondaba los treinta; era un hombre joven en el punto álgido del deseo de compañía femenina. A diferencia de muchos de los hombres con los que crecí en mi aldea —jóvenes que nunca habían visto el muslo desnudo de una mujer adulta y que se casaban en parte por la licencia para disfrutar al fin de semejante visión—, yo tenía cierta experiencia. En Kabul había encontrado, y en ocasiones visitado, establecimientos donde las necesidades de un hombre joven podían satisfacerse con discreción y comodidad. Menciono esto sólo para señalar que ninguna fulana con la que tuve trato podría compararse jamás con la hermosa y elegante criatura que acababa de salir de aquella mansión.

Apoyada contra el muro, encendió un cigarrillo y fumó sin prisa y con cautivadora elegancia, sosteniéndolo entre dos dedos y ahuecando la mano cada vez que se lo llevaba a los labios. La observé con absoluta fascinación. La forma en que la mano se doblaba por la fina muñeca me recordó una ilustración que había visto en cierta ocasión en un reluciente libro de poemas: una mujer de largas pestañas y ondulante cabello oscuro yacía con su amante en un jardín y le ofrecía una copa de vino con sus pálidos y delicados dedos. En cierto momento, algo calle arriba atrajo la atención de la mujer en la dirección opuesta, y aproveché la breve oportunidad para peinarme con los dedos el cabello, que empezaba a apelmazarse por el calor. Cuando se volvió de nuevo, me quedé inmóvil otra vez. Ella dio unas caladas más, apagó el pitillo contra el muro y volvió a entrar con paso tranquilo.

Por fin pude respirar.

Aquella noche, el señor Wahdati me llamó al salón y me dijo: «Tengo una noticia que darte, Nabi. Voy a casarme.»

Por lo visto, yo había sobrestimado su afición a la soledad.

La noticia del compromiso se difundió con rapidez. Y los rumores también. Me enteré de ellos a través de otros empleados que entraban y salían de la casa del señor Wahdati. De ellos, el que tenía menos pelos en la lengua era Zahid, un jardinero que acudía tres veces a la semana para el mantenimiento del césped y para podar árboles y arbustos, un tipo desagradable con la repulsiva costumbre de chasquear la lengua después de cada frase, una lengua con la que difundía rumores con la misma ligereza con la que arrojaba puñados de fertilizante. Formaba parte de un grupo de trabajadores de toda la vida que, como yo, prestaban sus servicios en el barrio como cocineros, jardineros y recaderos. Un par de noches por semana, al acabar la jornada, venían a mi cobertizo a tomar un té después de la cena. No recuerdo cómo dio comienzo ese ritual, pero una vez iniciado no pude impedirlo, pues no quería parecer grosero y poco hospitalario o, peor incluso, dar la impresión de que me creía superior a los de mi propia clase.

Una noche, mientras tomábamos el té, Zahid nos contó a los demás que la familia del señor Wahdati no veía con buenos ojos el matrimonio, a causa del mal carácter de la futura esposa. Dijo que todo Kabul sabía que carecía de nang y namus, de honor, y que pese a tener sólo veinte años ya había «rodado por toda la ciudad», como el coche del señor Wahdati. Y lo peor, según dijo, era que no sólo no intentaba negar esas acusaciones, sino que escribía poemas sobre ellas. Un murmullo de desaprobación recorrió la habitación. Uno de los hombres comentó que, en su aldea, le habrían cortado el cuello.