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En ese momento me levanté y les dije que ya había oído suficiente. Les reproché que cotillearan como un hatajo de viejas costureras, y les recordé que sin personas como el señor Wahdati la gente como nosotros estaría de vuelta en sus aldeas recogiendo estiércol. «¿Dónde está vuestra lealtad, vuestro respeto?», los increpé.

Hubo un breve silencio durante el cual me pareció que había causado cierta impresión en los muy zopencos, pero entonces prorrumpieron en carcajadas. Zahid me dijo que era un lameculos, y que quizá la futura señora de la casa escribiría un poema y lo llamaría «Oda a Nabi, el lamedor de muchos culos». Salí furibundo del cobertizo seguido por un coro de risas.

Pero no llegué muy lejos. Sus cotilleos me repugnaban y fascinaban a un tiempo. Y pese a mi demostración de rectitud, pese a mi defensa del decoro y la discreción, me quedé donde pudiera oírlos. No quería perderme un solo detalle escabroso.

El compromiso duró sólo unos días y culminó, no en una fastuosa ceremonia con cantantes y bailarines y júbilo general, sino en la breve visita de un ulema y un testigo y en dos firmas garabateadas en un papel. Hecho lo cual, menos de dos semanas después de que yo la hubiese visto por primera vez, la señora Wahdati se instaló en la casa.

Permítame una breve pausa en este punto, señor Markos, para señalar que a partir de ahora me referiré a la esposa del señor Wahdati por su nombre, Nila. No hace falta decir que es una libertad que no se me permitía entonces, y que no me habría tomado ni aunque me la hubiesen ofrecido. Yo la llamaba bibi sahib, con la deferencia que se esperaba de mí. Pero en esta carta prescindiré de la etiqueta y me referiré a ella del modo en que siempre pensaba en ella.

Veamos. Desde el principio supe que aquél no era un matrimonio feliz. Muy rara vez era testigo del intercambio de miradas tiernas o palabras de afecto en la pareja. Aunque vivían en la misma casa, eran dos personas cuyos caminos parecían cruzarse sólo muy de vez en cuando.

Por las mañanas, le servía al señor Wahdati su desayuno habituaclass="underline" pan tostado, media taza de nueces, té verde con un poco de cardamomo y sin azúcar, y un huevo pasado por agua; le gustaba con la clara cuajada y la yema líquida, y mis fracasos iniciales en el dominio de esa particular consistencia me habían supuesto una fuente de considerable ansiedad. Mientras yo acompañaba al señor Wahdati en su habitual paseo matutino, Nila se quedaba durmiendo, con frecuencia hasta mediodía o incluso más tarde. Cuando por fin se levantaba, yo estaba casi a punto de servirle el almuerzo al señor Wahdati.

Me pasaba la mañana, mientras me ocupaba de mis quehaceres, ansiando que llegara el momento en que Nila abriera la puerta mosquitera que comunicaba el salón con la galería. Me distraía imaginando qué aspecto tendría ese día en particular. ¿Llevaría el pelo recogido en un moño en la nuca, me preguntaba, o suelto y cayéndole en cascada sobre los hombros? ¿Se habría puesto las gafas de sol? ¿Se habría calzado unas sandalias? ¿Se habría decidido por la bata de seda azul con cinturón o por la magenta con grandes botones?

Cuando por fin hacía su aparición, me buscaba una ocupación en el jardín —fingía que hacía falta sacarle brillo al capó del coche o regar una mata de rosa mosqueta— y me dedicaba a observarla ininterrumpidamente. La observaba cuando se subía las gafas para frotarse los ojos, o cuando se quitaba la goma de pelo y echaba la cabeza atrás para dejar sueltos los rizos oscuros y brillantes, y la observaba cuando se sentaba con la barbilla apoyada en las rodillas y contemplaba el jardín dando lánguidas caladas a un cigarrillo, o cuando cruzaba las piernas y mecía un pie, un gesto que me sugería aburrimiento o inquietud o quizá travesuras irresponsables y a duras penas contenidas.

En ocasiones, el señor Wahdati estaba a su lado, pero no sucedía muy a menudo. Él pasaba casi todos los días como había hecho antes, leyendo en el estudio del piso de arriba, haciendo sus bocetos, sin que su rutina cotidiana se hubiese alterado gran cosa por el hecho de haberse casado. Nila escribía casi todos los días, ya fuera en el salón o en el soportal; tenía un lápiz, hojas de papel cayéndole del regazo, y siempre los pitillos. Por las noches, cuando les servía la cena, ambos miraban su plato de arroz en obstinado silencio, un silencio que sólo quebraban los murmullos de agradecimiento y el tintineo de los cubiertos en la porcelana.

Un par de veces por semana tenía que llevar en el coche a Nila, cuando le hacía falta tabaco, una caja nueva de lápices, otro cuaderno o maquillaje. Si yo sabía de antemano que iba a llevarla, ponía buen cuidado en peinarme y cepillarme los dientes. Me lavaba la cara, me frotaba los dedos con limón para quitarles el olor a cebolla, me sacudía el polvo del traje y sacaba brillo a los zapatos. El traje, de color aceituna, era en realidad heredado del señor Wahdati, y yo rogaba que no se lo hubiera contado a Nila; aunque sospechaba que sí lo habría hecho, no por malicia sino porque a menudo la gente de la posición del señor Wahdati no se da cuenta de que esas cosas triviales pueden provocar vergüenza en un hombre como yo. En ocasiones hasta me ponía la gorra de borreguillo que había pertenecido a mi difunto padre. Me plantaba ante el espejo, ladeándola así y asá sobre la cabeza, tan absorto en mi intención de aparecer presentable ante Nila que, si una avispa se me hubiese posado en la nariz, habría tenido que picarme para revelar su presencia.

Una vez en camino, si me era posible daba pequeños rodeos para llegar a nuestro destino, con la intención de prolongar el viaje un minuto —o quizá dos, pero no más, no fuera ella a abrigar sospechas— y pasar por tanto más tiempo con ella. Conducía con ambas manos sujetando el volante y los ojos fijos en la calzada. Ponía en práctica un rígido autocontrol y no la miraba por el retrovisor, a no ser que ella se dirigiera a mí. Me conformaba con su mera presencia en el asiento de atrás, con deleitarme en sus aromas, a jabón caro, crema, perfume, chicle y tabaco. La mayoría de días, bastaba con eso para ponerme el ánimo por las nubes.

Fue en el coche donde mantuvimos nuestra primera conversación. La primera conversación de verdad, quiero decir, sin contar los cientos de veces que me había pedido que le trajera esto o me llevara aquello. La llevaba a una farmacia en busca de unos medicamentos, y me preguntó:

—¿Cómo es tu aldea, Nabi? No recuerdo cómo se llamaba.

—Shadbagh, bibi sahib.

—Eso, Shadbagh. ¿Cómo es? Cuéntamelo.

—No hay mucho que contar, bibi sahib. Es una aldea como cualquier otra.

—Pero tiene que haber algo que la distinga, digo yo.

Permanecí aparentemente tranquilo, pero por dentro me sentía frenético, desesperado por dar con algo, con alguna rareza ingeniosa que pudiera resultarle interesante, que pudiera divertirla. ¿Qué podía decir alguien como yo, un aldeano, un hombre insignificante con una vida insignificante, que lograra fascinar a una mujer como ella?

—Las uvas son excelentes —solté, y al punto sentí ganas de abofetearme. ¿Cómo que las uvas?

—No me digas —repuso ella llanamente.

—Sí, son muy dulces.

—Ah.

Yo estaba experimentando una verdadera agonía. Empezaba a notar el sudor en las axilas.

—Hay una clase de uva en particular —expliqué, de pronto con la boca seca—. Dicen que crece sólo en Shadbagh. Es muy delicada, muy frágil. Si uno intenta cultivarla en otro sitio, aunque sea en la aldea de al lado, se marchita y muere. Se echa a perder. La gente de Shadbagh dice que muere de tristeza, pero no es verdad, por supuesto. Tiene que ver con la clase de terreno y agua. Pero eso dicen, bibi sahib, que es de tristeza.

—Eso que cuentas es precioso, Nabi.