¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer. Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión; quizá era eso lo que quería el div, pues su vacilación le permitiría llevarse a los cinco hijos en lugar de uno. Por fin, Baba Ayub salió de la casa y cogió cinco piedras de forma y tamaño idénticos. Sobre cada una de ellas garabateó el nombre de uno de sus hijos, y luego las metió en un saco de arpillera. Cuando le tendió el saco a su mujer, ella retrocedió como si contuviera una víbora.
—No puedo hacerlo —le dijo a su marido negando con la cabeza—. No puedo ser yo quien elija. No lo soportaría.
—Yo tampoco —repuso Baba Ayub, pero vio a través de la ventana que sólo faltaban unos instantes para que el sol asomara por las montañas del este.
Se les acababa el tiempo. Miró a sus cinco hijos, sintiéndose muy desdichado. Había que cortar un dedo para salvar la mano. Cerró los ojos y sacó una piedra del saco.
Supongo que también adivináis qué piedra sacó Baba Ayub. Cuando vio el nombre escrito en ella, levantó el rostro hacia el cielo y soltó un alarido. Con el corazón destrozado, cogió en brazos a su hijo más pequeño, y Qais, que tenía una confianza ciega en su padre, le echó los brazos al cuello, feliz. Entonces, cuando su padre lo dejó en el suelo fuera de la casa y cerró la puerta, el niño por fin comprendió que algo no iba bien. Baba Ayub, con los ojos cerrados y las lágrimas derramándose, permaneció de espaldas contra la puerta mientras su querido Qais la aporreaba con sus pequeños puños, llorando y pidiéndole que lo dejara entrar.
—Perdóname, perdóname —musitó Baba Ayub cuando la tierra retumbó con las pisadas del div.
Su hijo gritaba desesperado y el suelo siguió estremeciéndose mientras el div se marchaba de Maidan Sabz. Después, todo quedó inmóvil y reinó el silencio, un silencio sólo roto por Baba Ayub, que continuaba llorando y pidiéndole a Qais que lo perdonara.
Abdulá, tu hermana se ha quedado dormida. Tápale los pies con la manta. Así, muy bien. Quizá debería dejarlo aquí, ¿no crees? ¿Quieres que siga? ¿Estás seguro, hijo? De acuerdo.
¿Por dónde iba? Ah, sí. Tras esos hechos terribles hubo un período de cuarenta días de luto. Todos los días, los vecinos preparaban comida para la familia y velaban con ellos. La gente les llevaba todo lo que podía: té, dulces, pan, almendras, y les ofrecía sus condolencias y su compasión. Baba Ayub apenas era capaz de pronunciar una palabra de agradecimiento. Sentado en un rincón, lloraba a mares, como si con sus lágrimas pretendiera mitigar la sequía que sufría la aldea. Nadie le habría deseado un tormento y un sufrimiento como los suyos ni al más vil de los hombres.
Transcurrieron varios años. Seguía sin llover y Maidan Sabz se volvió aún más pobre. Muchos niños murieron de sed en sus cunas. El nivel del agua en los pozos bajó todavía más y el río se secó, pero no el río de la angustia creciente de Baba Ayub, cada vez más dolorosa. Ya no era útil para su familia. No trabajaba, no rezaba, apenas comía. Su esposa y sus hijos le suplicaban, pero no servía de nada. Los varones que le quedaban tuvieron que ocuparse de su trabajo, pues día tras día Baba Ayub no hacía otra cosa que sentarse en el linde de su campo, una figura solitaria y desdichada con la mirada fija en las montañas. Dejó de hablar con los aldeanos porque tenía la sensación de que murmuraban a sus espaldas. Decían que era un cobarde por haber entregado voluntariamente a su hijo, que no tenía aptitudes para ser padre. Un padre capaz se habría enfrentado al div, habría muerto defendiendo a su familia.
Una noche le comentó esas cosas a su mujer.
—No dicen nada de eso —respondió ella—. Nadie piensa que seas un cobarde.
—Pero yo los oigo —insistió él.
—Lo que oyes es tu propia voz, esposo mío —repuso su mujer.
No obstante, no le contó que los aldeanos sí andaban susurrando a sus espaldas, pero lo que decían era que quizá se había vuelto loco.
Y entonces, un día, Baba Ayub les demostró que así era. Sin despertar a su esposa ni a sus hijos, metió unos mendrugos de pan en una bolsa de arpillera, se puso los zapatos, se ató la hoz al cinto y partió.
Anduvo durante días y días. Caminaba hasta que el sol no era más que un leve resplandor rojizo en el horizonte. Pernoctaba en cuevas con el viento silbando fuera. Otras veces dormía en las riberas de los ríos, bajo los árboles y al abrigo de peñascos. Se acabó el pan y entonces comía lo que encontraba: bayas, hongos, peces que atrapaba con las manos en los ríos, y algunos días ni siquiera comía, pero continuó caminando. Si pasaba gente y le preguntaba adónde iba, él se lo contaba; algunos se reían, otros apretaban el paso temiendo que fuera un loco, y otros rezaban por él porque el div también les había arrebatado un hijo. Baba Ayub seguía caminando, cabizbajo. Cuando los zapatos se le deshicieron, se los ató con cordel a los pies, y cuando los cordeles se rompieron, siguió adelante descalzo. Y así cruzó desiertos, valles y montañas.
Por fin llegó a la montaña en cuya cima se emplazaba la fortaleza del div. Tan ansioso estaba por concluir su misión que no se detuvo a descansar, sino que emprendió de inmediato el ascenso, con la ropa hecha jirones, los pies ensangrentados y el cabello lleno de polvo, pero sin que su resolución se hubiera quebrantado un ápice. Las ásperas rocas le lastimaban los pies, unos halcones le picotearon la cara cuando pasó junto a su nido, y violentas ráfagas de viento amenazaban con arrancarlo de la ladera de la montaña. Mas él siguió trepando, de una roca a la siguiente, hasta que por fin se encontró ante las enormes puertas de la fortaleza del div.
Baba Ayub arrojó una piedra contra las puertas y entonces oyó el bramido del div:
—¿Quién osa molestarme?
Baba Ayub pronunció su nombre y añadió:
—Vengo de la aldea de Maidan Sabz.
—¿Tienes ganas de morir? ¡Sin duda las tienes, si has venido hasta mi morada a importunarme! ¿Qué se te ofrece?
—He venido a matarte.
Hubo un breve silencio al otro lado de las puertas. Y entonces, con un chirriar de goznes, los batientes se abrieron y apareció el div, alzándose imponente sobre Baba Ayub en toda su espeluznante envergadura.
—No me digas —repuso con su voz de trueno.
—Así es —confirmó Baba Ayub—. De un modo u otro, uno de los dos va a morir hoy.
Por un instante pareció que el div iba a derribarlo y acabar con él de un solo mordisco con aquellos dientes afilados como dagas. Pero algo hizo titubear a la criatura, que entornó los ojos. Quizá fue la locura que traslucían las palabras de aquel anciano. Quizá fue su aspecto, con su atuendo hecho jirones, el rostro ensangrentado, el polvo que lo cubría de la cabeza a los pies, las heridas que le laceraban la piel. O quizá fue que el div no captó el menor miedo en los ojos de aquel hombre.
—¿De dónde dices que vienes?
—De Maidan Sabz —declaró Baba Ayub.
—Pues debe de estar muy lejos esa Maidan Sabz, por la pinta que tienes.
—No he venido hasta aquí para charlar. He venido a...
El div levantó una garra.
—Sí, sí. Has venido a matarme. Ya lo sé. Pero sin duda me concederás unas últimas palabras antes de acabar conmigo.
—De acuerdo —repuso Baba Ayub—. Pero que sean pocas.