Eché una rápida ojeada al retrovisor y comprobé que Nila miraba por la ventanilla del lado del pasajero, pero también advertí, para mi gran alivio, que las comisuras de sus labios esbozaban una leve sonrisa. Eso me alentó, y me oí decir:
—¿Puedo contarle otra historia, bibi sahib?
—Claro que sí. —Se oyó el chasquido del mechero y el humo flotó hacia mí desde atrás.
—Bueno, pues en Shadbagh tenemos un ulema. Todas las aldeas tienen uno, claro. El nuestro se llama Shekib y conoce montones de historias. No puedo decirle cuántas sabe. Pero siempre nos ha dicho una cosa: que si le miras las palmas a un musulmán, no importa en qué parte del mundo, verás algo asombroso. Todos tienen las mismas líneas. ¿Y qué significa eso? Pues significa que las líneas de la mano izquierda de un musulmán forman el número arábigo ochenta y uno, y las de la mano derecha el número dieciocho. Réstele dieciocho a ochenta y uno, y ¿cuánto da? Pues sesenta y tres. La edad del Profeta cuando murió, que la paz sea con Él.
Me llegó una risita.
—Pues resulta que, un día, un viajero que iba de paso se sentó a compartir una comida con el ulema Shekib, como dicta la costumbre. El viajero oyó esa historia, pensó un rato y luego dijo: «Pero ulema sahib, con el debido respeto, en cierta ocasión me encontré con un judío, y le juro que sus palmas tenían la mismas líneas. ¿Cómo explica eso?» Y el ulema contestó: «Entonces ese judío era en el fondo de su alma un musulmán.»
La súbita carcajada de Nila me dejó hechizado durante el resto de aquel día. Que Dios me perdone la blasfemia, pero fue como si hubiese descendido sobre mí del mismísimo Cielo, del jardín de los justos, como dice el libro, donde los ríos fluyen y los frutos y la sombra son perpetuos.
Comprenda, señor Markos, que no era sólo su belleza lo que me tenía embelesado, aunque podría haber bastado con ella. Jamás en mi vida había conocido a una joven como Nila. Todo lo que hacía —su forma de hablar, de caminar, de vestirse, de sonreír— era una novedad para mí. Nila desmentía cualquier concepto que hubiese tenido nunca sobre cómo debía comportarse una mujer, un rasgo que le acarrearía la tenaz desaprobación de la gente como Zahid —y sin duda la de Sabur también, y la de todos los hombres de mi aldea, y hasta de las mujeres—, pero que para mí no hacía sino contribuir a su atractivo y su misterio, ya tremendos.
Y así, su risa resonaba aún en mis oídos cuando me ocupé de mis tareas aquel día, y después, cuando los otros trabajadores acudieron a tomar el té, sonreí y ahogué sus risitas con el dulce tintineo de la risa de Nila, y me produjo orgullo que mi ingeniosa historia le hubiese proporcionado un breve período de gracia en su matrimonio. Era una mujer extraordinaria, y aquella noche me fui a la cama con la sensación de que quizá yo también era más que ordinario. He ahí el efecto que ella ejercía en mí.
Al poco charlábamos a diario, Nila y yo, por lo general a media mañana, cuando ella se tomaba un café en la galería. Yo me dejaba caer por allí con la excusa de atender alguna que otra tarea, y al poco ya estaba hablando con ella, apoyado en una pala o preparándome una taza de té verde. Me sentía honrado por el hecho de que me hubiera elegido a mí. Al fin y al cabo, no era el único sirviente de la casa; ya he mencionado a Zahid, esa alimaña sin escrúpulos, y luego estaba una mujer hazara de quijada prominente que venía dos veces por semana a hacer la colada. Pero era a mí a quien Nila buscaba. Llegué a convencerme de que era el único ser en el mundo, incluido su marido, cuya compañía aliviaba su soledad. Por lo general era ella quien llevaba el peso de la conversación, algo que no me molestaba en absoluto. Me contentaba con ser la vasija en que ella vertía sus recuerdos. Me habló, por ejemplo, de una cacería en Jalalabad a la que había acompañado a su padre, y cómo durante semanas habían poblado sus pesadillas cadáveres de ciervos de mirada vidriosa. Me contó que de niña había viajado a Francia con su madre, antes de la Segunda Guerra Mundial. Para llegar hasta allí había tomado un tren y un barco. Me describió cómo había sentido el traqueteo de las ruedas del tren en las costillas, y recordaba perfectamente las cortinas colgadas de los ganchos y los compartimentos separados, así como la rítmica sucesión de resuellos y silbidos del motor a vapor. Me habló de las seis semanas que había pasado en la India el año anterior, con su padre, en las que había estado muy enferma.
A ratos, cuando se volvía para sacudir la ceniza del cigarrillo en un platito, yo aprovechaba para mirar de soslayo las uñas rojas de sus pies, el brillo dorado de las pantorrillas afeitadas, el pronunciado empeine y, siempre, los senos turgentes y perfectamente redondeados. Me maravillaba que en este mundo hubiese hombres que habían tocado y besado aquellos senos mientras le hacían el amor. ¿Qué más se le podía pedir a la vida después de algo así? ¿Adónde se iba un hombre después de haber alcanzado la cima del mundo? Sólo con gran esfuerzo lograba apartar los ojos y posarlos en algún lugar seguro cuando ella se volvía de nuevo hacia mí.
A medida que fui ganándome su confianza empezó a revelarme, durante esas charlas matutinas, algunos reproches dirigidos al señor Wahdati. Un día me dijo que su marido le parecía un hombre distante y a menudo altanero.
—Ha sido muy generoso conmigo —señalé.
Ella desechó mi comentario con un ademán.
—Por favor, Nabi, no es necesario.
Bajé los ojos con recato. Lo que ella había dicho no era del todo falso. El señor Wahdati tenía, por ejemplo, el hábito de corregir mi forma de hablar con un aire de superioridad que podía interpretarse, quizá acertadamente, como arrogancia. A veces yo entraba en la habitación, depositaba ante él una bandeja de dulces, rellenaba su taza de té, recogía las migas de la mesa, todo sin que me prestara más atención de la que hubiese dedicado a una mosca que se colara por la puerta mosquitera, reduciéndome a un ser insignificante sin alzar la vista siquiera. En conjunto, sin embargo, se trataba de una falta menor, pues sabía de ciertas personas —vecinos del barrio para los que había trabajado, incluso— que azotaban a sus sirvientes con varas y cinturones.
—No sabe divertirse, ni tiene espíritu aventurero —dijo, removiendo el café con desgana—. Suleimán es un viejo amargado atrapado en el cuerpo de un hombre joven.
Esa súbita franqueza me dejó un poco desconcertado.
—Es verdad que el señor Wahdati disfruta como nadie de la soledad —observé, decantándome por una diplomática prudencia.
—Tal vez debiera irse a vivir con su madre. ¿Tú qué opinas, Nabi? Harían buena pareja, te lo aseguro.
La madre del señor Wahdati era una mujer corpulenta y pretenciosa que vivía en otra parte de la ciudad con el consabido elenco de sirvientes y sus dos adorados perros, a los que prodigaba toda clase de atenciones y situaba no ya al mismo nivel que los sirvientes, sino muy por encima de éstos. Esas espantosas criaturillas pelonas se asustaban por todo, siempre al borde de la histeria y dispuestas a soltar sus agudos ladridos de lo más irritantes. Yo los detestaba, pues en cuanto entraba en la casa se empeñaban tontamente en trepar por mis piernas.
Me constaba que, cada vez que llevaba a Nila y al señor Wahdati a casa de la anciana, se generaba un ambiente tenso en el asiento trasero del coche, y por el gesto ceñudo y dolido de Nila deducía que habían discutido. Recuerdo que, cuando mis padres se enzarzaban en una pelea, no se detenían hasta que uno de los dos resultaba claramente victorioso. Era su modo de mantener a raya las palabras destempladas, de sellarlas con un veredicto, de impedir que se colaran en la cotidianidad del día siguiente. No era el caso de los Wahdati. Más que terminar, sus peleas se disolvían como lo haría una gota de tinta en un cuenco de agua, dejando tras de sí una mancha residual que se resistía a desaparecer.