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No hacía falta poseer un intelecto privilegiado para comprender que la anciana no aprobaba aquella unión, y que Nila lo sabía.

Durante nuestras conversaciones, una pregunta surgía una y otra vez en mi mente: ¿por qué se había casado Nila con el señor Wahdati? Pero yo no tenía valor para preguntárselo. Semejante intromisión me resultaba impensable por naturaleza. Únicamente podía suponer que para algunas personas, sobre todo mujeres, el matrimonio —aun tratándose de un matrimonio infeliz como el suyo— suponía huir de una desdicha todavía más grande.

Un día, en el otoño de 1950, Nila me mandó llamar.

—Quiero que me lleves a Shadbagh —dijo.

Deseaba conocer a mi familia, mis raíces. Dijo que yo llevaba un año sirviéndole la comida y paseándola por Kabul, y sin embargo apenas sabía nada de mí. Su petición me produjo desconcierto, por no decir asombro, pues no era habitual que alguien de su posición solicitara viajar hasta un lugar apartado para conocer a la familia de un sirviente. Me sentí no menos halagado por el hecho de que se interesara a tal punto por mi persona, y también algo ansioso, pues intuía la incomodidad y —lo confieso— la vergüenza que sentiría cuando le enseñara la miseria en la que había crecido.

Nos pusimos en camino una mañana gris. Nila llevaba zapatos de tacón y un vestido de tirantes color melocotón, pero no me pareció adecuado recomendarle un cambio de indumentaria. Durante el viaje, me preguntó acerca de la aldea, mis conocidos, mi hermana y Sabur, los hijos de ambos.

—Dime cómo se llaman.

—Bueno —empecé—, está Abdulá, que tiene casi nueve años. Su madre murió el año pasado, así que es el hijastro de mi hermana Parwana. Y su hermanita, Pari, está a punto de cumplir dos años. Parwana dio a luz a un niño el invierno pasado, le pusieron Omar, pero murió con dos semanas de vida.

—¿Qué ocurrió?

—El invierno, bibi sahib. Baja a las aldeas una vez al año y se lleva a uno o dos niños. Lo único que puedes hacer es cruzar los dedos para que pase de largo por tu puerta.

—Dios mío... —musitó.

—La buena noticia —añadí— es que mi hermana vuelve a estar embarazada.

A nuestra llegada a la aldea nos recibió el habitual corro de chiquillos descalzos. Se agolparon en torno al coche hasta que Nila bajó por la puerta de atrás. Entonces los niños enmudecieron y se echaron atrás, temerosos quizá de que los regañara. Pero Nila hizo gala de una gran paciencia y amabilidad. Se agachó y les sonrió, habló con cada uno de ellos, les estrechó la mano, les acarició las mejillas sucias y les alborotó el pelo enmarañado. Para mi bochorno, los aldeanos se congregaron delante de sus casas para observarla. Allí estaba Baitulá, un amigo mío de la infancia, asomado al alero del tejado con sus hermanos, cual bandada de cuervos, todos mascando tabaco naswar. Y allí estaba su padre, el ulema Shekib en persona, a la sombra de un muro, en compañía de tres hombres de barba blanca, desgranando sus sartas de cuentas con aire impasible, al tiempo que clavaban su mirada atemporal en Nila y sus brazos desnudos con gesto contrariado.

Se la presenté a Sabur y nos abrimos paso hasta la casita de adobe en que éste vivía con Parwana, seguidos por un enjambre de curiosos. En la puerta, Nila insistió en descalzarse, por más que Sabur le dijera que no hacía falta. Cuando entramos en la estancia, vi a Parwana en un rincón, muda y tensa, hecha un ovillo. Saludó a Nila en un tono apenas más audible que un susurro.

Sabur se volvió hacia Abdulá arqueando las cejas.

—Trae un poco de té, hijo.

—Oh, no, por favor —objetó Nila, sentándose en el suelo, al lado de Parwana—. No hace falta.

Pero Abdulá ya se había escabullido a la estancia contigua, que hacía las veces de cocina y dormitorio de ambos hermanos. Clavado en el dintel de la puerta, un plástico empañado por la suciedad separaba la estancia de aquella en la que nos habíamos reunido. Yo jugueteaba con las llaves del coche, deseando haber podido avisar a mi hermana de la visita, darle la oportunidad de asearse un poco. Las paredes de adobe resquebrajado estaban negras de hollín, una capa de polvo cubría el colchón raído sobre el que se había sentado Nila, y la única ventana que había en la habitación estaba moteada de moscas muertas.

—Qué hermosa es esta alfombra —comentó Nila en tono alegre, acariciando el tapiz rojo intenso en que se repetía el motivo de una huella de elefante. Era el único objeto de algún valor que poseían Sabur y Parwana, y que se verían obligados a vender aquel mismo invierno.

—Pertenecía a mi padre —observó Sabur.

—¿Es una alfombra turcomana?

—Sí.

—Me encanta la lana de oveja que usan. Qué primor de artesanía.

Sabur asintió en silencio. No miró a Nila una sola vez, ni siquiera cuando se dirigió a ella.

La cortina de plástico se agitó y Abdulá regresó portando una bandeja con tazas de té que depositó en el suelo, delante de la invitada. Le sirvió una taza y se sentó frente a ella con las piernas cruzadas. Nila intentó mantener una conversación con el chico, formulándole preguntas sencillas a las que mi sobrino se limitó a contestar asintiendo con la cabeza rasurada, farfullando una o dos palabras, sosteniéndole la mirada con sus ojos color avellana, el gesto reservado. Yo me propuse hablar con el chico más tarde y llamarle la atención por sus modales. Lo haría de un modo amistoso, pues me caía bien, era serio y responsable por naturaleza.

—¿De cuánto tiempo estás? —le preguntó Nila a Parwana.

Sin levantar la cabeza, mi hermana contestó que su hijo nacería en invierno.

—Eres afortunada por estar esperando un bebé —dijo Nila—. Y por tener un hijastro tan educado. —Sonrió a Abdulá, que no se inmutó.

Parwana masculló algo que podría haber sido un «gracias».

—Y también tenéis una niña pequeña, si mal no recuerdo, ¿verdad? —añadió Nila—. ¿Pari, se llama?

—Está durmiendo —fue la lacónica respuesta de Abdulá.

—Ah. He oído decir que es encantadora.

—Ve a despertar a tu hermana —ordenó Sabur.

Abdulá vaciló, mirando a su padre primero, luego a Nila, hasta que finalmente se levantó a regañadientes para ir en busca de Pari.

Si tuviera el menor deseo, incluso en esta hora tardía, de buscar alguna clase de absolución, le diría que el vínculo que unía a Pari y Abdulá era el habitual entre hermanos. Pero no era así. Sabe Dios por qué se habían elegido el uno al otro. Era un misterio. Nunca en mi vida he visto semejante afinidad entre dos seres. A decir verdad, Abdulá era tan hermano de Pari como padre. Cuando ella era un bebé y se despertaba llorando por la noche, era él quien se levantaba de su jergón para pasearla. Fue él quien asumió la tarea de cambiarle la ropa sucia, acunarla hasta que volviera a dormirse, arroparla contra el frío. Tenía una paciencia infinita con ella. La llevaba consigo a todas partes, presumiendo de su hermana como si fuera el tesoro más codiciado sobre la faz de la tierra.

Cuando entró en la habitación con Pari, todavía amodorrada, Nila pidió cogerla en brazos. Abdulá se la entregó con una mirada de aguda desconfianza, como si alguna alarma instintiva se hubiese disparado en su interior.

—Oh, qué mona es... —se maravilló Nila, y su torpe balanceo delató la nula experiencia que tenía en el trato con niños.

Pari la miró con gesto confuso, se volvió hacia Abdulá y rompió a llorar. Éste se apresuró a cogerla de manos de Nila.

—¡Qué ojazos tiene! —exclamó ésta—. ¡Y esos mofletes! ¿A que es una monada, Nabi?

—Sí que lo es, bibi sahib —convine.

—Y además le han puesto un nombre perfecto: Pari. Es realmente hermosa como un hada.