En el camino de vuelta a Kabul, Nila se dejó caer en el asiento trasero con la cabeza apoyada en el cristal. Guardó un largo silencio, hasta que de pronto empezó a llorar.
Yo detuve el coche a un lado de la carretera.
No dijo nada durante un buen rato. Los hombros se le agitaban al sollozar con el rostro escondido entre las manos, hasta que finalmente se sonó con un pañuelo.
—Gracias, Nabi —dijo entonces.
—¿Por qué, bibi sahib?
—Por haberme traído hasta aquí. Ha sido un privilegio conocer a tu familia.
—El privilegio es de ellos. Y mío. Es un honor para todos nosotros.
—Los hijos de tu hermana son preciosos.
Se quitó las gafas de sol y se enjugó los ojos con el pañuelo.
Dudé unos instantes. Había decidido guardar silencio, pero ella acababa de llorar en mi presencia, y la intimidad del momento pedía unas palabras amables.
—Pronto tendrá sus propios hijos, bibi sahib —le dije en voz queda—, inshalá, ya lo verá.
—Lo dudo. Ni siquiera Dios puede concederme ese deseo.
—Claro que puede, bibi sahib. ¡Con lo joven que es usted! Seguro que tendrá un hijo.
—No lo entiendes —repuso en tono fatigado. Nunca la había visto tan exhausta, tan despojada de energía—. No tengo nada. Me lo sacaron todo en la India. Estoy vacía por dentro.
No se me ocurrió nada que decir. Hubiese dado cualquier cosa por poder sentarme junto a ella en el asiento trasero y rodearla con mis brazos, consolarla con mis besos. Sin pensar en lo que hacía, tendí la mano hacia atrás y tomé la suya. Pensé que la retiraría, pero uno de sus dedos asió mi mano con gratitud y nos quedamos así en silencio, sin mirarnos el uno al otro, sino a la vasta llanura amarilla que nos rodeaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, surcada de acequias resecas, erizada de piedras y arbustos entre los que asomaba algún indicio de vida. Con la mano de Nila en la mía, contemplé las colinas y los postes del tendido eléctrico. Mis ojos siguieron la estela de un pesado camión de mercancías que avanzaba a lo lejos, levantando a su paso una nube de polvo, y de buen grado me hubiese quedado allí hasta que se hiciera de noche.
—Llévame a casa —dijo ella al fin, desasiendo la mano—. Quiero acostarme pronto.
—Sí, bibi sahib.
Me aclaré la garganta y accioné la palanca de cambios con un leve temblor en la mano.
Fue a su habitación y no salió en varios días. No era la primera vez. En ocasiones, acercaba una silla a la ventana del dormitorio de la planta superior y allí se quedaba, fumando, meneando un pie, asomada a la ventana con la mirada perdida. No despegaba los labios. No se quitaba el camisón. No se bañaba, no se peinaba ni se lavaba los dientes. Esta vez tampoco probaba bocado, y ese cambio en particular suscitó una inusitada alarma en el ánimo del señor Wahdati.
Al cuarto día, alguien llamó a la puerta. Salí a abrir a un hombre alto de edad avanzada que llevaba un traje perfectamente planchado y unos mocasines relucientes. Había en él algo imponente, intimidatorio incluso, ya que, más que estar de pie, se erguía sobre mí, me miraba como si no existiera y sostenía el bastón bruñido con ambas manos, como si fuera un cetro. Antes de que pronunciara una sola palabra, supe que era un hombre acostumbrado a que lo obedecieran.
—Tengo entendido que mi hija no se encuentra bien —dijo.
Así que era su padre. Nunca lo había visto hasta ese día.
—Sí, sahib. Me temo que así es —contesté.
—En ese caso, apártate, joven —dijo, adelantándome con brusquedad.
Fui al jardín, donde me entretuve cortando un leño para alimentar los fogones. Desde allí veía con claridad la ventana de la habitación de Nila, en la que se enmarcaba la figura de su padre, inclinándose hacia delante, acercando su rostro al de ella, posando una mano en su hombro. Ella se volvió con el gesto desencajado, como sobresaltada por el súbito estruendo de un petardo o una puerta que se cierra de golpe por efecto de la corriente o una ráfaga de viento.
Esa noche, Nila comió.
Unos días más tarde, me mandó llamar otra vez y me anunció que iba a dar una fiesta. Cuando el señor Wahdati vivía solo, rara vez se celebraban fiestas en la casa, si es que alguna hubo. En cambio, desde que Nila se había instalado con él, las organizaba dos o tres veces al mes. La víspera de la fiesta, me daba instrucciones detalladas acerca de los aperitivos y los platos que debía preparar, y yo iba al mercado para comprar todas las vituallas. Entre éstas, tenían un peso especial las bebidas alcohólicas, que nunca hasta entonces había tenido que buscar, pues el señor Wahdati era abstemio, aunque sus motivos nada tenían que ver con la religión; sencillamente le desagradaban sus efectos. Nila, sin embargo, estaba familiarizada con ciertos establecimientos, «farmacias», los llamaba en broma, donde por el equivalente al doble de mi salario era posible comprar a hurtadillas una botella de «medicina». Era una tarea que yo desempeñaba con sentimientos encontrados, pues no me gustaba ser el que le servía el pecado en bandeja. Pero, como siempre, complacer a Nila estaba por encima de todo lo demás.
Debe usted comprender, señor Markos, que cuando dábamos una fiesta en Shadbagh, ya fuera con motivo de una boda o una circuncisión, las celebraciones tenían lugar en dos casas separadas, una para las mujeres, otra para nosotros los hombres. En las fiestas de Nila, en cambio, hombres y mujeres se mezclaban sin el menor reparo. Al igual que ella, la mayor parte de las invitadas llevaban vestidos que dejaban a la vista sus brazos desnudos y también buena parte de las piernas. Fumaban y bebían como ellos, en copas mediadas de bebidas incoloras o de tonalidades rojas o cobrizas, y contaban chistes y se reían a carcajadas y tocaban sin amago de pudor los brazos de hombres que, según me constaba, estaban casados con alguna otra dama presente en la fiesta. Yo pasaba sosteniendo pequeñas fuentes con bolani y lola kabob, cruzando de punta a punta la estancia repleta de humo, yendo de un grupo de invitados a otro mientras sonaba el tocadiscos. La música no era afgana, sino algo a lo que Nila llamaba jazz, una clase de música que, según supe décadas después, también usted aprecia, señor Markos. A mis oídos, aquel tintineo aleatorio del piano y el extraño gemido de las trompetas sonaba como un galimatías disonante. Pero a Nila le encantaba, y en numerosas ocasiones la oí exhortando a sus invitados a que no dejaran de escuchar esta o aquella grabación. Se pasaba toda la noche copa en mano y bebía lo suyo, sin apenas probar en cambio los platos que yo servía.
El señor Wahdati no se esforzaba demasiado en entretener a sus invitados. Hacía acto de presencia y poco más. Se apostaba en un rincón con gesto ausente y allí permanecía toda la velada, agitando un vaso de soda y respondiendo con una sonrisa cortés, sin despegar los labios, cada vez que alguien intentaba entablar conversación con él. Y, como de costumbre, se excusaba en cuanto los invitados empezaban a pedirle a Nila que recitara sus poemas.
Ésa era mi parte favorita de la noche, con diferencia. Cuando empezaba el recital, siempre buscaba algún pretexto que me permitiera estar cerca de ella. Allí me quedaba, sin mover un solo músculo, con un paño colgado del antebrazo, intentando no perderme detalle. Los poemas de Nila no se parecían a ninguno de los que yo había oído en mi infancia y juventud. Como bien sabe, los afganos amamos nuestra poesía, y hasta los más humildes sabemos recitar de memoria versos de Hafez, Khayyam o Saadi. ¿Recuerda usted, señor Markos, cuando me dijo el año pasado lo mucho que apreciaba a los afganos? Al preguntarle yo por qué, usted se echó a reír y contestó: «Porque hasta las pintadas reproducen versos de Rumi.»
Pero los poemas de Nila desafiaban la tradición. No obedecían a las reglas de la métrica ni respetaban la rima. Tampoco versaban sobre los temas habituales, como los árboles, las flores en primavera o el canto del bulbul. Nila escribía sobre el amor, y no me refiero a los anhelos místicos de Rumi o Hafez, sino al amor carnal. Escribía sobre amantes que susurraban entre almohadas, que se acariciaban mutuamente. Escribía sobre el placer. Yo jamás había oído esa clase de lenguaje en labios de una mujer. Me quedaba paralizado mientras su voz ligeramente ronca se iba desvaneciendo, alejándose hacia el vestíbulo, con los ojos cerrados y las orejas en llamas, imaginando que leía sólo para mí, que nosotros éramos los amantes del poema, hasta que alguien pedía té o huevos fritos y el hechizo se rompía. Entonces Nila pronunciaba mi nombre y yo acudía presto.