Esa noche, el poema elegido me pilló por sorpresa. Hablaba de un hombre y su esposa, que vivían en una aldea y lloraban la muerte del hijo que el invierno les había arrebatado nada más nacer. Los invitados se quedaron arrobados con el poema, a juzgar por cómo asentían, por los murmullos de aprobación que recorrieron la sala y por el caluroso aplauso que le brindaron a Nila cuando ésta levantó los ojos del papel. Sin embargo, tras la sorpresa inicial, yo me sentí decepcionado al comprobar que la desgracia de mi hermana se había usado para entretener, y no pude evitar sentir que se había cometido alguna clase de vaga traición.
Un par de días después de la fiesta, Nila anunció que necesitaba un bolso nuevo. El señor Wahdati estaba leyendo el diario sentado a la mesa donde yo le había servido el almuerzo, una sopa de lentejas y pan.
—¿Necesitas algo, Suleimán? —preguntó Nila.
—No, aziz. Gracias —contestó él.
Rara vez lo oía dirigirse a su esposa con otra palabra que no fuera aziz, que significa «querida» o «cariño», y sin embargo nunca la pareja parecía tan alejada entre sí como cuando la pronunciaba, y nunca ese apelativo sonaba tan acartonado como cuando brotaba de los labios del señor Wahdati.
De camino a la tienda, Nila dijo que quería recoger a una amiga y me indicó cómo llegar a su casa. Aparqué en la calle y la vi alejarse hasta una casa de dos plantas con las paredes pintadas de un llamativo color rosa. En un primer momento dejé el motor en marcha, pero cuando habían pasado cinco minutos sin que hubiese regresado, lo apagué. Menos mal que lo hice, porque transcurrieron dos horas hasta que vi su delgada silueta avanzando con paso majestuoso en dirección al coche. Bajé para abrirle la puerta y cuando subió percibí, por debajo de su propio y familiar perfume, una segunda fragancia que evocaba vagamente el cedro y quizá el jengibre, un aroma que reconocí por haberlo olido en la fiesta, dos noches atrás.
—No he visto ninguno que me guste —dijo Nila desde el asiento de atrás, mientras se retocaba el pintalabios.
Entonces vio mi gesto de perplejidad en el espejo retrovisor. Apartó el pintalabios y me dedicó una caída de ojos.
—Me has llevado a dos tiendas distintas, pero no he encontrado ningún bolso que me guste.
Me sostuvo la mirada, a la espera. Comprendí que me había confiado un secreto. Estaba poniendo a prueba mi lealtad, pidiendo que tomara partido.
—Creo que a lo mejor fueron tres, las tiendas —repuse débilmente.
Ella sonrió.
—Parfois je pense que tu est mon seul ami, Nabi.
Parpadeé, confuso.
—He dicho que a veces creo que eres mi único amigo.
Me dedicó una sonrisa radiante, pero yo tenía el corazón encogido.
En lo quedaba de día me entregué a mis tareas a un ritmo muy inferior al habitual y con la mitad del brío que solía dedicarles. Cuando los hombres vinieron a tomar el té esa noche uno de ellos cantó para nosotros, pero su canto no logró animarme. Me sentía como si fuera yo el cornudo. Y me convencí de que la fascinación que aquella mujer ejercía sobre mí se había desvanecido al fin.
Pero al día siguiente me desperté y allí estaba, llenando mis aposentos una vez más, desde el suelo hasta el techo, filtrándose por las paredes, saturando el aire que respiraba, como el vaho. Era inútil, señor Markos.
No sabría precisar el instante en que la idea empezó a cobrar forma.
Tal vez ocurriera una ventosa mañana otoñal, mientras le servía el té a Nila. Me había inclinado sobre la mesa para cortarle una rebanada de pastel roat cuando la radio apoyada en el alféizar anunció que el invierno de 1952 se preveía más riguroso aún que el anterior. O tal vez ocurriera antes, el día que la llevé hasta la casa pintada de rosa chillón, o antes incluso, el día que le cogí la mano en el coche mientras lloraba.
Sea como sea, en cuanto la idea germinó en mi mente, no hubo manera de expurgarla.
Déjeme decirle, señor Markos, que siempre actué con la conciencia tranquila, convencido de que mi propuesta nacía de la buena fe y con los mejores propósitos. De que, pese al sufrimiento que generaría a corto plazo, a la larga beneficiaría a todos los implicados. Pero también tenía otros motivos menos honorables, más egoístas, entre los que pesaba de un modo especial el deseo de ofrecerle a Nila algo que ningún otro hombre —ni su marido, ni el propietario de aquella gran casa de color rosa— podría darle.
En primer lugar hablé con Sabur. En mi descargo he de decir que, de haber creído que aceptaría mi dinero, de buena gana se lo hubiese dado como parte del trato. Sabía que lo necesitaba, me había hablado de su dificultad para encontrar trabajo. Le habría pedido al señor Wahdati que me avanzara la paga para que mi cuñado pudiera sacar adelante a su familia durante el invierno. Pero, al igual que muchos de mis compatriotas, Sabur adolecía de orgullo, un mal tan nefasto como invencible. Jamás habría aceptado mi dinero. Al casarse con Parwana, incluso había puesto fin a las pequeñas remesas que yo le enviaba hasta entonces. Era un hombre, y como tal se encargaría de atender a las necesidades de su familia. Y habría de morir haciéndolo antes de cumplir los cuarenta. Cayó fulminado un día mientras cosechaba remolacha azucarera en una plantación cercana a Baghlan. Oí decir que murió empuñando la hoz con las manos ensangrentadas y llenas de ampollas.
Yo no he sido padre, y por tanto no voy a fingir que comprendo las angustiosas deliberaciones que condujeron a la decisión de Sabur. Tampoco estaba al tanto de lo que se dijeron los Wahdati en torno a esta cuestión. Al revelarle la idea a Nila, sólo le pedí que, cuando se lo comentara a su marido, diera a entender que la idea había sido suya, no mía. Sabía que él se resistiría. Jamás había vislumbrado en el señor Wahdati el menor atisbo de instinto paternal. De hecho, había llegado a preguntarme si la esterilidad de Nila no habría influido en su decisión de casarse con ella. Fuera como fuese, procuraba mantenerme al margen de la tensión que se respiraba entre ambos. Al acostarme por la noche, sólo veía las lágrimas que habían brotado de los ojos de Nila cuando se lo había dicho, y cómo había tomado mis manos entre las suyas y me había mirado con infinita gratitud y —estaba seguro— algo muy parecido al amor. Sólo pensaba en que le había ofrecido algo que hombres mucho mejor situados que yo no podrían ofrecerle. Sólo pensaba en cómo me había entregado a ella en cuerpo y alma, y de lo feliz que eso me hacía. Y pensaba, y confiaba —tonto de mí— en que quizá empezara a verme como algo más que su fiel sirviente.
Cuando por fin el señor Wahdati dio su brazo a torcer —lo que no me extrañó, pues Nila era una mujer imponente—, informé de ello a Sabur y me ofrecí a llevarlos a él y la niña hasta Kabul. Nunca he llegado a comprender por qué decidió hacer el viaje a pie desde Shadbagh. Ni por qué consintió que Abdulá los acompañara. Quizá se aferraba al poco tiempo que le quedaba con su hija. Quizá buscó una forma de penitencia en las penalidades del viaje. O quizá, como muestra de orgullo, se negó a subirse al coche del hombre que había comprado a su hija. Pero el día señalado allí estaban los tres, cubiertos de polvo, esperándome cerca de la mezquita, tal como habíamos acordado. Mientras los llevaba en coche hasta la casa de los Wahdati, intenté mostrarme dicharachero por el bien de los niños, ajenos a su destino y a la terrible escena que los aguardaba.