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Me asomé a la ventana y llamé al inútil de Zahid, que por una vez en su vida hizo algo de provecho. Me ayudó a ponerle unos pantalones de pijama al señor Wahdati, y entre los dos lo sacamos de la cama, lo llevamos escaleras abajo y lo acomodamos en el asiento de atrás del coche. Nila se subió a su lado. Le dije a Zahid que se quedara en la casa y cuidara de Pari. El jardinero amagó una protesta, así que le di una bofetada en la sien con todas mis fuerzas. Le dije que era un zopenco y que hiciera lo que se le ordenaba.

Entonces arranqué dando marcha atrás y nos fuimos a toda velocidad.

Transcurrieron dos semanas enteras hasta que pudimos llevar al señor Wahdati de vuelta a casa. Y entonces se desató el caos. Los familiares empezaron a llegar en hordas. Yo me pasaba buena parte de la jornada preparando té y comida para agasajar a algún tío, primo o anciana tía. El timbre de la puerta no paraba de sonar en todo el día, los zapatos de tacón repiqueteaban en el suelo de mármol del salón y los murmullos resonaban en el vestíbulo a medida que las visitas iban llegando una tras otra. Apenas había visto alguna vez a la mayoría de aquellas personas, y sabía que se presentaban allí más en señal de respeto por la distinguida madre del señor Wahdati que para ver al hombre enfermo y reservado con el que apenas los unía un vago parentesco. Ella, la madre, también vino a verlo, claro está, sin los perros, afortunadamente. Irrumpió en la casa sosteniendo un pañuelo en cada mano con los que se iba enjugando los ojos enrojecidos y la nariz. Se plantó junto a la cabecera de su hijo, llorando como una magdalena. Iba vestida de negro, lo que me consternó, como si ya lo diera por muerto.

Y así era en parte, pues la persona a la que todos conocíamos había dejado de existir. La mitad de su rostro era ahora una máscara sin vida. Apenas podía mover las piernas. Le quedaba algo de movilidad en el brazo izquierdo, pero el derecho no era más que flácida carne. Hablaba mediante gruñidos roncos y gemidos que nadie acertaba a descifrar.

El médico nos dijo que el señor Wahdati experimentaba las emociones igual que antes del infarto cerebral, y comprendía cuanto sucedía a su alrededor, pero de momento no podía actuar en consecuencia.

Sin embargo, eso no era del todo cierto. De hecho, al cabo de una semana poco más o menos, se las arregló para manifestar sin sombra de duda lo que opinaba de las visitas, incluida su madre. El señor Wahdati era, incluso en tales circunstancias, un ser esencialmente solitario. Y de nada le servían la compasión, el aire cariacontecido y las miradas apenadas de toda aquella gente al contemplar el triste espectáculo en que se había convertido. Cuando entraban en la habitación, blandía la mano izquierda con gesto airado, como si quisiera ahuyentarlos. Cuando le hablaban, volvía el rostro hacia otro lado. Si se sentaban a su lado, cerraba los dedos en torno a la sábana, gruñía y se golpeaba el costado con el puño hasta que se marchaban. Tampoco Pari se libraba de su rechazo, aunque lo manifestara de un modo mucho más sutil. La niña se ponía a jugar a las muñecas junto a la cabecera de su padre, y él me miraba con ojos suplicantes, anegados en lágrimas, la barbilla temblorosa, hasta que yo la sacaba de la habitación. El señor Wahdati no intentaba comunicarse con ella, pues sabía que su habla embrollada la ponía nerviosa.

Para Nila, el gran éxodo de las visitas supuso un alivio. Cuando los invitados llenaban cada rincón de la casa, se retiraba con Pari a la habitación de la niña, en el piso de arriba, mal que le pesara a su suegra, que sin duda —¿y quién podría culparla, en realidad?— esperaba que permaneciera junto a su hijo, cuando menos para guardar las apariencias. Por descontado, a Nila la traían sin cuidado las apariencias o lo que dijeran de ella. Que no era poco. «¿Qué clase de esposa es ésta?», oí clamar a la suegra más de una vez. Se quejaba a todo el que quisiera escucharla de la crueldad de Nila, decía que era una mujer desalmada. ¿Dónde estaba, ahora que su marido la necesitaba? ¿Qué clase de esposa abandonaba a su fiel marido, que tanto la quería?

Algo de razón tenía la anciana, claro está. Indudablemente era yo quien pasaba más tiempo a la cabecera del señor Wahdati, quien le daba las medicinas y saludaba a las visitas. Era conmigo con quien el médico hablaba más a menudo, y por tanto era a mí, y no a Nila, a quien todos preguntaban por el estado del señor Wahdati.

El fin de las visitas le ahorró una molestia a Nila, pero trajo consigo otra. Mientras había permanecido atrincherada tras la puerta de la habitación de Pari, había estado a salvo no sólo de su desabrida suegra, sino también del despojo humano en que se había convertido su esposo. Ahora que la casa había quedado desierta, se enfrentaba a unos deberes maritales para los que no podía haber persona menos predispuesta.

No podía hacerlo.

Y no lo hacía.

No digo que fuera cruel o insensible. He vivido muchos años, señor Markos, y si algo he aprendido es que debemos mostrarnos humildes y generosos al juzgar las pasiones y anhelos ajenos. Sí diré, en cambio, que un día entré en la habitación del señor Wahdati y encontré a Nila sollozando, postrada sobre el vientre de éste, con una cuchara todavía en la mano mientras el puré de lentejas daal se derramaba por su mentón hasta el babero que llevaba anudado al cuello.

—Deje que lo haga yo, bibi sahib —le dije con dulzura.

Cogí la cuchara de su mano, limpié la boca del señor Wahdati y me dispuse a darle de comer, pero él soltó un gemido, cerró los ojos con fuerza y volvió el rostro.

Poco después de ese incidente me encontré cargando un par de maletas escaleras abajo y entregándoselas a un chófer que las colocó en el maletero del coche, cuyo motor había dejado al ralentí. Luego ayudé a Pari, que llevaba puesto su abrigo amarillo preferido, a subir al asiento de atrás.

—Nabi, ¿vendrás con papá a visitarnos a París, como ha dicho mamá? —preguntó, dedicándome una sonrisa desdentada.

Le aseguré que lo haría en cuanto su padre estuviera mejor. Besé el dorso de sus manitas.

Bibi Pari, le deseo suerte y felicidad —dije.

Me crucé con Nila cuando ella ya estaba bajando los escalones de la entrada, con los ojos hinchados y el maquillaje corrido. Venía de la habitación del señor Wahdati, donde se había despedido de él.

Le pregunté cómo estaba.

—Aliviado, creo. —Y añadió—: Pero no me hago ilusiones. —Cerró la cremallera del bolso y se lo colgó en bandolera—. No le digas a nadie adónde vamos. Será lo mejor.

Le prometí que no lo haría.

Me dijo que me escribiría pronto. Luego me miró a los ojos, y creí ver en ellos verdadero afecto. Me acarició el rostro con la palma de la mano.

—Me alegro de que te quedes con él, Nabi.

Entonces se acercó y me abrazó, pegando su mejilla a la mía. Aspiré el olor de su pelo, su perfume.

—Eres tú, Nabi —me susurró al oído—. Siempre has sido tú. ¿No lo sabías?

No lo entendí. Y ella se apartó antes de que pudiera preguntárselo. Cabizbaja, se alejó rápidamente por el camino de acceso con los tacones de las botas repicando en el asfalto. Se subió al asiento trasero del taxi, al lado de Pari, se volvió para mirarme una sola vez y apoyó la palma de la mano en la ventanilla. Aquella mano blanca sobre el cristal fue lo último que vi de ella mientras el coche arrancaba.

La vi marchar y esperé a que el taxi torciera al final de la calle para cerrar la verja. Entonces me apoyé en ella y rompí a llorar como un niño.

Pese a los deseos del señor Wahdati, seguimos recibiendo alguna que otra visita, por lo menos durante un tiempo. Al final, sólo su madre venía a verlo, aproximadamente una vez a la semana. Chasqueaba los dedos para que le acercara una silla, y en cuanto se dejaba caer en ésta, junto a la cabecera de su hijo, emprendía un soliloquio de reproches contra su desaparecida nuera. Una ramera. Una mentirosa. Una borracha. Una cobarde que había huido sabía Dios adónde cuando su esposo más la necesitaba. El señor Wahdati soportaba esas diatribas en silencio, mirando impasible más allá de la silueta de su madre, hacia la ventana. Luego venía una interminable retahíla de dimes y diretes, en su mayoría tan banales que era un suplicio escucharlos. Que si una prima había discutido con su hermana porque había tenido la desfachatez de comprar exactamente la misma mesa de centro. Que si fulanito había tenido un pinchazo mientras volvía a casa desde Paghman el viernes anterior. Que si menganita lucía nuevo peinado. Y así, uno tras otro. A veces, el señor Wahdati emitía un gruñido y su madre se volvía hacia mí.