—Tú. ¿Qué ha dicho? —Siempre se dirigía a mí de esa forma, con palabras bruscas y cortantes.
A fuerza de pasar tantas horas a su lado, poco a poco había aprendido a descifrar aquel galimatías. Me acercaba a su cara, y en lo que otros tomaban como una ininteligible sucesión de gemidos y balbuceos, yo lo oía pidiendo agua, la cuña, que le dieran la vuelta. Me había convertido en su intérprete de facto.
—Dice su hijo que le gustaría dormir un poco.
La anciana soltaba un suspiro y concluía que mejor así, pues de todos modos tenía que marcharse. Se inclinaba hacia delante, lo besaba en la frente y prometía volver pronto. Después de acompañarla hasta la calle, donde la esperaba su chófer, yo regresaba a la habitación del señor Wahdati, me sentaba en un banco al lado de su cama y disfrutábamos juntos del silencio. A veces buscaba mi mirada, meneaba la cabeza y sonreía con la boca torcida.
El trabajo para el que me habían contratado se había visto notablemente reducido —sólo me sentaba al volante para ir a comprar víveres una o dos veces a la semana—, por lo que no me parecía lógico pagar a otros sirvientes para que hicieran tareas que yo podía asumir. Se lo comenté al señor Wahdati, que me pidió con un ademán que me acercara más.
—Acabarás rendido.
—No, sahib. Será un placer.
Me preguntó si estaba seguro, y le dije que sí.
Se le humedecieron los ojos y sus dedos se cerraron débilmente en torno a mi muñeca. Había sido el hombre más estoico que he conocido nunca, pero desde que había sufrido el infarto cerebral hasta las cosas más triviales lo afligían sobremanera y lo conmovían hasta las lágrimas.
—Nabi, escucha.
—Sí, sahib.
—Coge dinero cada mes, el que quieras.
Le dije que no había ninguna necesidad de hablar de eso.
—Sabes dónde guardo el dinero.
—Debe usted descansar, sahib.
—Me da igual cuánto saques.
Le dije que estaba pensando en preparar un potaje de legumbres para el almuerzo.
—¿Qué me dice, le apetece un shorwa? Ahora que lo pienso, a mí tampoco me vendría mal.
Por esas fechas puse fin a las reuniones nocturnas con los demás sirvientes. Ya no me importaba lo que pensaran de mí; no consentiría que entraran en casa del señor Wahdati para divertirse a su costa. Así, tuve el inmenso placer de despedir a Zahid. También prescindí de los servicios de la mujer hazara que venía a hacer la colada. A partir de entonces, me encargué yo de lavar la ropa y tenderla. Cuidaba de los árboles, podaba los setos, cortaba el césped, sembraba flores y verduras. También me ocupaba del mantenimiento de la casa: sustituía las cañerías oxidadas, arreglaba los grifos que goteaban, pulía el suelo, limpiaba los cristales, sacudía el polvo de las cortinas, lavaba las alfombras.
Un día subí arriba, a la habitación del señor Wahdati, para quitar las telarañas de las molduras aprovechando que él dormía. Era verano y hacía un calor seco, sofocante. Había destapado del todo al señor Wahdati y le había remangado las perneras del pijama. Las ventanas estaban abiertas de par en par y el ventilador del techo giraba con un chirrido, pero de poco servía. El calor era insoslayable.
En la habitación había un armario bastante voluminoso que me había propuesto limpiar hacía tiempo, y ese día decidí ponerme manos a la obra. Abrí las puertas y empecé por los trajes, que fui desempolvando de uno en uno, por más que fuera muy improbable que el señor Wahdati volviera a llevar ninguna de aquellas prendas. Había pilas de libros sobre las que se había ido depositando el polvo, y que también limpié. Pasé un paño por los zapatos y los dispuse todos en perfecta hilera. Encontré una gran caja de cartón casi oculta bajo los dobladillos de varios abrigos largos. La saqué del armario y la abrí. Estaba repleta de los viejos cuadernos de dibujo del señor Wahdati, apilados uno sobre otro, convertidos en tristes reliquias de su vida pasada.
Cogí el primer cuaderno de la pila y lo abrí al azar. Casi me fallan las piernas. Lo hojeé todo. Lo dejé en la caja y abrí otro, y luego otro más, y así hasta llegar al último. Las páginas iban pasando ante mis ojos, acariciándome el rostro con su leve soplo, y en todas y cada una de ellas se repetía el mismo tema, dibujado al carboncillo. Allí estaba yo, secando el guardabarros delantero del coche, visto desde la ventana de la habitación de arriba. Allí estaba yo, apoyado en una pala cerca de la galería. Salía en todas aquellas páginas, anudándome los cordones de los zapatos, echando una cabezada, cortando leña, sirviendo el té, rezando, regando los setos. Allí estaba el coche, aparcado a orillas del lago Ghargha, y yo sentado al volante, la ventanilla bajada, un brazo colgado por fuera de la puerta, una figura apenas esbozada en el asiento trasero, los pájaros volando en círculos sobre nosotros.
«Eres tú, Nabi.»
«Siempre has sido tú.»
«¿No lo sabías?»
Miré al señor Wahdati. Dormía profundamente, tumbado de lado. Volví a dejar los cuadernos tal como estaban en la caja de cartón, la cerré y la guardé en su sitio, bajo los abrigos. Luego me fui de la habitación, cerrando la puerta despacio para no despertarlo. Enfilé el pasillo en penumbra y bajé las escaleras. Me visualicé caminando sin detenerme. Saliendo a la canícula de aquel día de verano, deshaciendo el camino de entrada, abriendo la verja, echando a andar calle abajo, doblando la esquina y siguiendo adelante sin volver la vista atrás.
¿Cómo iba a quedarme después de aquello?, me preguntaba. No me sentía asqueado ni halagado por mi hallazgo, señor Markos, pero sí perplejo. Traté de imaginar cómo serían las cosas en adelante, si me quedaba pese a saber lo que sabía. Aquello, lo que había descubierto en la caja, lo empañaba todo. Era imposible huir de algo así, ni pasarlo por alto. Sin embargo, ¿cómo iba a marcharme, estando él tan desvalido? No podía hacerlo, no sin antes buscar a alguien capaz de asumir mis tareas. Por lo menos le debía eso al señor Wahdati, pues siempre se había portado bien conmigo. Yo, en cambio, había maquinado a sus espaldas para ganarme el favor de su esposa.
Fui al comedor y me senté a la mesa de cristal. No sabría decirle cuánto tiempo estuve allí inmóvil, señor Markos, sólo que en algún momento lo oí moverse en el piso de arriba, y al parpadear me di cuenta de que la luz había cambiado, y entonces me levanté y puse a hervir agua para el té.
Un día subí a su habitación y le dije que tenía una sorpresa para él. Estábamos a finales de los años cincuenta, mucho antes de que la televisión llegara a Kabul. En aquella época pasábamos el rato jugando a las cartas y, desde hacía algún tiempo, al ajedrez, que él me había enseñado y para el que yo había resultado poseer cierto talento natural. También dedicábamos una cantidad de tiempo nada desdeñable a mis clases de lectura. Él se había revelado un maestro paciente. Cerraba los ojos mientras me oía leer y negaba suavemente con la cabeza cuando me equivocaba. «Otra vez», decía. Para entonces, su habla había mejorado de forma considerable. «Léelo otra vez, Nabi.» Gracias al ulema Shekib, yo sabía leer y escribir de forma rudimentaria cuando él me había contratado en 1947, pero fue a través de las enseñanzas de Suleimán que avancé de veras en el dominio de la lectura, y por consiguiente de la escritura. Él lo hacía para ayudarme, sin duda, pero también por su propio interés, ya que ahora podía pedirme que le leyera los libros que le gustaban. Él también podía leer por su cuenta, claro está, pero sólo a ratos, pues se cansaba con facilidad.