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Nos sonreímos. Le dije que mi hermana Parwana solía decirme lo mismo. Me preguntó si recordaba el día que me había contratado, veinte años atrás, en 1947.

Lo recordaba, por supuesto. Llevaba algún tiempo trabajando a disgusto como ayudante de cocina en una casa cercana a la residencia del señor Wahdati. Cuando oí decir que necesitaba un cocinero —el suyo se había marchado tras casarse—, me presenté en su casa una tarde y llamé al timbre de la puerta.

—Como cocinero eras una auténtica nulidad —dijo Suleimán—. Ahora haces maravillas, Nabi, pero aquella primera comida... ¡santo cielo! Y la primera vez que me llevaste en coche pensé que me daría un infarto. —Hizo una pausa y rió entre dientes, sorprendido por su propio e involuntario chiste.

Eso me pilló completamente desprevenido, señor Markos. A decir verdad, me sentó como un mazazo, pues en todos aquellos años, Suleimán nunca se había quejado de mi pericia como cocinero o conductor.

—¿Y por qué me contrataste? —pregunté.

Se volvió hacia mí.

—Porque en cuanto entraste por la puerta me dije que nunca había visto nada tan hermoso.

Bajé los ojos al tablero de ajedrez.

—Supe, nada más conocerte, que tú y yo no éramos iguales, que lo que yo deseaba era imposible. Pero me quedaban nuestros paseos matutinos, las excursiones en coche, y no diré que tuviera suficiente con eso, pero era mejor que perderte. Aprendí a conformarme con tu cercanía. —Hizo una pausa, y añadió—: Creo que tú tampoco eres del todo ajeno a ese sentimiento, Nabi. Sé que no lo eres.

Yo no podía sostenerle la mirada.

—Necesito decirte, aunque sólo sea una vez, que te quiero desde hace mucho, muchísimo tiempo, Nabi. Por favor, no te enfades.

Negué con la cabeza. Durante varios minutos, ninguno de los dos pronunció una sola palabra. Lo que él había dicho se quedó flotando en el aire, el sufrimiento de toda una vida reprimida, la felicidad nunca alcanzada.

—Y si te lo digo ahora —continuó— es para que entiendas por qué quiero que te marches. Ve y búscate una esposa. Funda tu propia familia, Nabi, como todos los demás. Todavía estás a tiempo.

—Bueno —dije al fin, intentando aliviar la tensión con un comentario jocoso—, puede que lo haga un día de éstos. Y entonces te arrepentirás, al igual que el pobre desgraciado que tenga que lavarte los pañales.

—Todo te lo tomas a guasa.

Me fijé en un escarabajo que cruzaba con paso ligero una hoja verde grisáceo.

—No te quedes por mí. Eso es lo que trato de decirte, Nabi. No te quedes por mí.

—Eso es lo que tú crees.

—Te empeñas en tomártelo a broma —repuso en tono fatigado.

No quise replicar, aunque me había malinterpretado. Esa vez no lo decía en broma. Si seguía a su lado ya no era por él. Al principio, sí. En un primer momento me había quedado porque Suleimán me necesitaba, porque dependía de mí por completo. En el pasado había huido de alguien que me necesitaba, y los remordimientos me los llevaré conmigo a la tumba; no podía volver a hacerlo. Pero poco a poco, de un modo imperceptible, las razones por las que posponía mi partida habían ido cambiando. No sabría decirle cuándo ni cómo se produjo el cambio, señor Markos, sólo que ahora me quedaba por propia voluntad. Suleimán había dicho que debería casarme, pero lo cierto es que, al reflexionar sobre mi vida, me di cuenta de que ya tenía todo aquello que uno suele buscar en el matrimonio: comodidad material, compañía y un hogar en el que siempre era bienvenido, en el que me amaban y necesitaban. En cuanto a los impulsos físicos propios de todo hombre —que aún tenía, por supuesto, aunque menos frecuentes y apremiantes con el paso de los años—, podía seguir satisfaciéndolos como he explicado con anterioridad. En lo tocante a los hijos, si bien siempre me habían gustado los niños, nunca había experimentado la llamada del instinto paternal.

—Si prefieres ser como la mula y no casarte —dijo Suleimán—, debo pedirte algo. Pero a condición de que aceptes de antemano.

Le dije que no podía pedirme eso.

—Y sin embargo, te lo pido.

Le sostuve la mirada.

—Siempre puedes negarte —dijo.

Me conocía bien. Me sonrió con la boca torcida. Yo se lo prometí y él formuló su petición.

¿Qué puedo decirle, señor Markos, de los años que siguieron? Conoce usted de sobra la historia reciente de este desdichado país. No hace falta que reviva para usted aquellos tiempos funestos. La sola idea me resulta abrumadora, y además el sufrimiento de nuestras gentes ha quedado ya bastante documentado por plumas mucho más sabias y elocuentes que la mía.

Lo resumiré en una sola palabra: guerra. Mejor dicho, guerras. No una ni dos, sino muchas guerras, grandes y pequeñas, justas e injustas, guerras protagonizadas por supuestos héroes y villanos cuyos roles eran intercambiables, y en las que cada nuevo héroe venía a confirmar que más vale malo conocido que bueno por conocer. Los nombres iban cambiando, al igual que los rostros, y a todos maldigo por siempre jamás por los bombardeos, los misiles, las minas terrestres, los francotiradores, las contiendas mezquinas, las matanzas, las violaciones y los saqueos. Pero basta ya. La tarea es tan ingrata como inabarcable. Ya me tocó vivir aquellos tiempos, y no tengo intención de revivirlos en estas páginas más allá de lo estrictamente necesario. Lo único bueno que saqué de aquellos años fue cierto sentimiento de consuelo respecto a la pequeña Pari, que hoy debe de ser toda una mujer. Aliviaba mi conciencia el hecho de saberla a salvo, lejos de aquella barbarie.

Como usted bien sabe, señor Markos, en realidad los años ochenta no fueron tan terribles para los habitantes de Kabul, puesto que la mayor parte de los combates tenían lugar en las zonas rurales. Aun así fue una época de éxodo, y muchas familias del vecindario hicieron las maletas y abandonaron el país rumbo a Pakistán o Irán, con la esperanza de poder establecerse en algún lugar de Occidente. Recuerdo como si fuera ayer el día que el señor Bashiri vino a despedirse de nosotros. Le estreché la mano y le deseé lo mejor. También me despedí de su hijo Idris, que a sus catorce años era un chico alto y desgarbado con el pelo largo y una sombra de vello cobrizo sobre el labio superior. Le dije que echaría mucho de menos verlos a él y a su primo Timur remontando cometas o jugando al fútbol en la calle. Quizá recuerde usted el día, muchos años más tarde, en que volvimos a coincidir con los dos primos, señor Markos, convertidos para entonces en hombres hechos y derechos, en una fiesta que dio usted en la primavera de 2003.

Fue en los años noventa cuando los combates llegaron finalmente a las calles de la ciudad. Kabul cayó presa de hombres que parecían haber salido del vientre de sus madres rodando kalashnikov en ristre, vándalos todos ellos, ladrones armados hasta los dientes que se arrogaban cargos altisonantes. Cuando los misiles empezaron a surcar el cielo, Suleimán se encerró en casa y se negó a marcharse. Rechazaba tozudamente cualquier información sobre lo que estaba ocurriendo más allá de aquellas cuatro paredes. Desconectó el televisor. Arrinconó la radio. Los diarios no tenían ninguna utilidad para él. Me pidió que no llevara a casa ninguna noticia de la guerra. Apenas sabía quién luchaba contra quién, ni qué bando iba ganando o perdiendo, como si albergara la esperanza de que, haciendo caso omiso de la guerra, ésta fuera a devolverle el favor.

Huelga decir que no fue así. La calle en que vivíamos, y que en tiempos había sido un remanso de tranquilidad, orden y limpieza, se convirtió en un campo de batalla. Había mellas de balazos en todas las casas. Los misiles pasaban silbando por encima de nuestras cabezas. Las granadas propulsadas caían a uno y otro lado de la calle, abriendo cráteres en el asfalto. Por la noche, las balas trazadoras surcaban el cielo con sus destellos rojiblancos hasta la llegada del alba. A veces disfrutábamos de una breve tregua, unas pocas horas de silencio, que rompían las súbitas explosiones, las ráfagas de disparos que se cruzaban en todas direcciones, los gritos de la gente en la calle.