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Fue durante aquellos años, señor Markos, cuando la casa sufrió buena parte de los daños que vio usted con sus propios ojos cuando la visitó por primera vez en 2002. Cierto es que parte de esa decadencia se debía al paso del tiempo y al abandono en que se hallaba sumida. Para entonces, yo era un hombre mayor y ya no tenía fuerzas para cuidar de ella como en el pasado. Los árboles habían muerto tras varios años sin dar fruto, el césped había amarilleado y las flores se habían marchitado. Pero la guerra fue despiadada con aquella casa que en tiempos había sido tan hermosa. Las explosiones de las granadas hicieron añicos los cristales de las ventanas. Un misil redujo a escombros el muro del jardín orientado al este, así como buena parte de la galería donde Nila y yo habíamos charlado tantas veces. Otra granada dañó el tejado. Había agujeros de bala en las paredes.

Y luego vinieron los saqueos, señor Markos. Los milicianos irrumpían en la casa a su antojo y se apropiaban de cuanto les venía en gana. Se llevaron casi todos los muebles, las pinturas, las alfombras turcomanas, las esculturas, los candelabros de plata, los jarrones de cristal. Sacaron a golpe de cincel los azulejos de lapislázuli que embellecían las encimeras de los cuartos de baño. Una mañana me despertó un alboroto en el vestíbulo y encontré a un grupo de milicianos uzbekos arrancando la alfombra de la escalera con unos cuchillos de hoja curva. Me mantuve al margen, mirándolos. ¿Qué podía hacer? Otro anciano con una bala entre las cejas no les hubiera pesado en la conciencia.

Al igual que la casa, también Suleimán y yo acusábamos el paso de los años. A mí me fallaba la vista y las rodillas empezaron a dolerme casi a diario. Perdóneme la vulgaridad, señor Markos, pero el mero acto de orinar se convirtió en una prueba de resistencia. Como era de esperar, la decadencia golpeó a Suleimán con más fuerza que a mí. Se fue consumiendo hasta quedar reducido a un ser raquítico y de una fragilidad extrema. Había estado a punto de morir en dos ocasiones, la primera de las cuales coincidió con el momento álgido de los combates entre las facciones enfrentadas de Ahmad Sah Masud y Gulbuddin Hekmatyar, cuando los cadáveres yacían durante días en las calles sin que nadie los recogiera. Entonces tuvo una pulmonía que le sobrevino, según el médico, por aspirar su propia saliva. Pese a la escasez tanto de médicos como de medicinas, me las arreglé para proporcionarle los cuidados que necesitaba a fin de arrancarlo de las garras de una muerte casi segura.

Quizá debido a la reclusión forzosa y a la cercanía física, en aquellos tiempos discutíamos a menudo, Suleimán y yo. Discutíamos como lo hacen las parejas casadas, terca y acaloradamente, por naderías.

—Esta semana ya has hecho alubias.

—No es cierto.

—Sí que lo es. ¡El lunes!

Discutíamos por el número de partidas de ajedrez que habíamos jugado la víspera, o porque yo me empeñaba en dejar su vaso de agua sobre el alféizar de la ventana, donde le daba el sol.

—¿Por qué no me has pedido la cuña, Suleimán?

—¡Lo he hecho, cientos de veces!

—¿De qué me estás acusando, de estar sordo o de ser vago?

—No te molestes en elegir, ¡te acuso de ambas cosas!

—No sé cómo te atreves a llamarme vago, teniendo en cuenta que te pasas el día en la cama.

Y así podíamos seguir durante horas.

Cuando iba a darle de comer volvía la cara, negándose a probar bocado, hasta que me marchaba dando un portazo. Reconozco que a veces me vengaba haciéndolo sufrir. Me iba de casa. Cuando me preguntaba a voz en grito adónde iba, no le contestaba. Fingía marcharme para siempre. Por descontado, sólo iba a dar una vuelta a la manzana y a fumarme un pitillo —un hábito, el de fumar, que adquirí en mis años maduros—, aunque únicamente lo hacía cuando estaba enfadado. Podía pasar varias horas fuera, y si me había hecho perder los estribos no volvía hasta el anochecer. Pero siempre volvía. Entraba en su habitación sin pronunciar palabra, le daba la vuelta en la cama y le ahuecaba la almohada. En tales ocasiones evitábamos mirarnos a los ojos y ninguno de los dos despegaba los labios, a la espera de que el otro se ofreciera a hacer las paces.

Nuestras discusiones acabaron con la llegada de los talibanes, esos jóvenes de rostro anguloso, látigo en mano, barba cerrada y ojos perfilados con kohl. Su crueldad y sus excesos también han quedado sobradamente documentados, y una vez más no veo motivo para enumerárselos, señor Markos. Debo decir que los años en los que gobernaron Kabul supusieron para mí —ironías de la vida— una suerte de indulto personal. El objeto de su desdén y su fanatismo eran sobre todo los jóvenes, y en especial las pobres mujeres. Yo no era más que un anciano. Mi principal concesión a su régimen consistió en dejarme crecer la barba, lo que, a decir verdad, me ahorraba la meticulosa tarea del afeitado diario.

—No hay duda, Nabi —susurró Suleimán desde la cama—, has perdido tu atractivo. Pareces un profeta.

Por la calle, los talibanes pasaban junto a mí como si fuera una vaca que pastara. Yo contribuía a ello componiendo un gesto sumiso, bovino, con el que evitaba llamar la atención. Me estremezco sólo de pensar por quién habrían tomado a Nila y qué le habrían hecho. A veces, cuando la evocaba en mi memoria, riendo en una fiesta con una copa de champán en la mano, los brazos desnudos, las piernas largas y esbeltas, tenía la sensación de que era producto de mi imaginación. Como si nunca hubiese existido. Como si nada de todo aquello hubiese sido real, no sólo ella, sino tampoco yo, y Pari, y un Suleimán joven y sano, e incluso el tiempo y la casa en la que todos habíamos vivido.

Y luego, una mañana del año 2000, entré en la habitación de Suleimán con una bandeja de té y pan recién horneado, y enseguida supe que algo iba mal. Respiraba con dificultad. De pronto, su parálisis facial parecía más acentuada, y cuando intentó hablar lo que brotó de sus labios fue un sonido áspero y apenas más audible que un susurro.

—Voy en busca de un médico —le dije—. Tú espera. Te pondrás bien, como siempre.

Me disponía a marcharme, pero él me retuvo meneando la cabeza con vehemencia. Con los dedos de la mano izquierda, me hizo señas de que me acercara.

Me incliné hacia él y acerqué el oído a sus labios.

Intentó decirme algo una y otra vez, pero no acerté a descifrar una sola palabra.

—Lo siento, Suleimán —le dije—. Deja que vaya por el médico. No tardaré.

Volvió a negar con la cabeza, esta vez despacio, y las lágrimas empezaron a manar de sus ojos empañados por las cataratas. Abrió y cerró la boca sin producir sonido alguno. Señaló la mesilla de noche con la cabeza. Le pregunté si había allí algo que necesitara. Cerró los ojos y asintió.

Abrí el cajón superior. En su interior no había más que pastillas, sus gafas de leer, un viejo frasco de colonia, un bloc de notas, carboncillos que había dejado de usar años atrás. Estaba a punto de preguntarle qué se suponía que debía buscar cuando lo encontré debajo del bloc. Un sobre con mi nombre garabateado en el dorso. Reconocí la torpe caligrafía de Suleimán. Dentro había una hoja en la que había escrito un solo párrafo. Lo leí.

Miré a Suleimán, sus sienes hundidas, sus afiladas mejillas, sus ojos apagados.

Volvió a pedirme por señas que me acercara, y lo hice. Noté en el rostro su hálito frío, su respiración jadeante y entrecortada. Lo oí chasquear la lengua en la boca reseca mientras trataba de serenarse. No sé con qué fuerzas, acaso las últimas, se las arregló para susurrar algo a mi oído.