—Te lo agradezco. —El div sonrió de oreja a oreja—. ¿Puedo preguntarte qué mal te he infligido para merecer la muerte?
—Me arrebataste mi hijo pequeño. Era lo que más quería en el mundo.
El div soltó un gruñido y se dio unos golpecitos en la barbilla.
—He quitado muchos niños a muchos padres —repuso.
Furioso, Baba Ayub empuñó la hoz.
—Entonces los vengaré a ellos también.
—Debo decir que tu valor me produce cierta admiración.
—Tú no sabes nada sobre el valor —replicó Baba Ayub—. Para que exista el valor tiene que haber algo en juego. Yo he venido aquí sin nada que perder.
—Aún puedes perder tu vida —le recordó el div.
—Eso ya me lo quitaste.
El div volvió a soltar un gruñido y estudió a Baba Ayub con expresión pensativa. Al cabo, dijo:
—De acuerdo. Te concederé batirte en duelo conmigo. Pero, primero, te pido que me sigas.
—Date prisa —repuso Baba Ayub—, se me ha acabado la paciencia.
El div se dirigía ya hacia un gigantesco corredor, así que no le quedó otra opción que seguirlo. Fue detrás del div a través de un laberinto de pasillos, de techos tan altos que casi rozaban las nubes y sostenidos por enormes columnas. Pasaron por muchos huecos de escaleras y cámaras suficientemente grandes para contener toda Maidan Sabz. Siguieron caminando hasta que por fin el div se detuvo en una espaciosa habitación, al fondo de la cual había una cortina.
—Acércate —pidió.
Baba Ayub así lo hizo, hasta que estuvo a su lado.
El div descorrió la cortina. Tras ella había un ventanal de cristal que daba a un gran jardín bordeado de cipreses y lleno de flores multicolores. Había estanques de azulejos azules, terrazas de mármol y exuberantes explanadas verdes. Baba Ayub vio setos bellamente recortados y fuentes que borboteaban a la sombra de granados. Ni en tres vidas enteras podría haber imaginado un lugar tan hermoso.
Pero lo que de verdad desarmó a Baba Ayub fue el espectáculo de los niños que corrían y jugaban felices en aquel jardín. Se perseguían unos a otros por los senderos y en torno a los árboles. Jugaban al escondite entre los setos. Baba Ayub buscó con mirada ansiosa y por fin encontró lo que buscaba. ¡Allí estaba! Su hijo Qais, vivo y con un aspecto inmejorable. Había crecido y tenía el cabello más largo de lo que su padre recordaba. Vestía una preciosa camisa blanca y unos bonitos pantalones. Y reía encantado mientras perseguía a un par de compañeros de juego.
—Qais —susurró Baba Ayub empañando el cristal con su aliento, y luego repitió el nombre de su hijo a pleno pulmón.
—No puede oírte —dijo el div—. Ni verte.
Baba Ayub empezó a dar saltos haciendo aspavientos con los brazos y golpeó con los puños el cristal, hasta que el div volvió a correr la cortina.
—No lo entiendo —dijo Baba Ayub—, creía que...
—Ésta es tu recompensa —interrumpió el div.
—Explícate —exigió Baba Ayub.
—Te sometí a una prueba.
—¿A una prueba?
—Una prueba de tu amor. Fue un reto muy severo, lo reconozco, y no creas que no sé lo mucho que te ha hecho sufrir. Pero has superado la prueba. Ésta es tu recompensa, y la suya.
—¿Y si no hubiera elegido? —exclamó Baba Ayub—. ¿Y si no hubiera querido saber nada de esa prueba tuya?
—Entonces todos tus hijos habrían muerto, pues habría caído sobre ellos la maldición de tener un padre débil; un cobarde que preferiría verlos morir a todos antes que llevar una carga en la conciencia. Has dicho que no tienes valor, pero yo lo veo en ti. Es necesario valor para hacer lo que has hecho, para que decidieras llevar esa carga sobre las espaldas. Y te honro por ello.
Baba Ayub blandió débilmente la hoz, pero se le escurrió de la mano y cayó al suelo de mármol con estrépito. Las rodillas le flaquearon y tuvo que sentarse.
—Tu hijo no se acuerda de ti —prosiguió el div—. Ésta es ahora su vida, y ya has visto qué feliz es. Aquí se le proporcionan la mejor comida y las mejores ropas, amistad y cariño. Se lo instruye en las artes y las lenguas, en las ciencias y en el ejercicio de la sabiduría y la caridad. No le falta nada. Algún día, cuando sea un hombre, es posible que decida marcharse, entonces será libre de hacerlo. Intuyo que cambiará muchas vidas con su generosidad y dará felicidad a quienes estén sumidos en la desdicha.
—Quiero verle —dijo Baba Ayub—. Quiero llevármelo a casa.
—¿De veras?
Baba Ayub alzó la vista hacia el div.
La criatura se acercó a un armario que había cerca de la cortina y de un cajón sacó un reloj de arena. ¿Sabes qué es un reloj de arena, Abdulá? Sí, lo sabes. Bueno, pues el div cogió el reloj de arena, le dio la vuelta y lo dejó a los pies de Baba Ayub.
—Permitiré que te lo lleves a casa —dijo el div—. Si ésa es tu decisión, nunca podrá regresar aquí. Si decides no llevártelo, serás tú quien no podrá volver nunca. Cuando toda la arena se haya vertido, vendré a preguntarte qué has decidido.
Dicho esto, el div salió de la habitación dejándolo ante otra dolorosa elección.
«Me lo llevaré a casa», pensó Baba Ayub al instante. Era lo que más deseaba, con cada fibra de su ser. ¿No lo había imaginado mil veces en sus sueños? ¿Que volvía a abrazar al pequeño Qais, que lo besaba en la mejilla y volvía a sentir la suavidad de sus manitas entre las suyas? Sin embargo... Si se lo llevaba a casa, ¿qué clase de vida tendría en Maidan Sabz? Como mucho, la dura vida de un granjero, como la suya, y poco más. Eso si no moría por culpa de la sequía, como les pasaba a tantos niños en la aldea. «¿Podrías perdonarte entonces? —se dijo Baba Ayub—. ¿Sabiendo que lo arrancaste, por tus propias y egoístas razones, de una vida de lujo y oportunidades?» Por otra parte, si se marchaba sin Qais, ¿cómo soportaría saber que su hijo estaba vivo, saber dónde estaba y sin embargo tener prohibido verlo? ¿Cómo iba a soportar algo así? Baba Ayub se echó a llorar. Se sintió tan descorazonado que levantó el reloj de arena y lo arrojó contra la pared, donde se hizo añicos y derramó su fina arena por el suelo.
El div volvió a la habitación y encontró a Baba Ayub ante los cristales rotos, con los hombros hundidos.
—Eres una bestia cruel —declaró Baba Ayub.
—Cuando uno ha vivido tanto tiempo como yo, descubre que la crueldad y la benevolencia no son más que tonos distintos del mismo color. ¿Has tomado ya tu decisión?
Baba Ayub se enjugó las lágrimas, recogió la hoz y se la ató al cinto. Se dirigió lentamente hacia la puerta, cabizbajo.
—Eres un buen padre —dijo el div al verlo marcharse.
—Ojalá ardas en los fuegos del infierno por lo que me has hecho —repuso Baba Ayub con desaliento.
Había salido de la habitación y enfilaba ya el pasillo cuando el div lo alcanzó.
—Toma esto —dijo, tendiéndole un frasquito de cristal que contenía un líquido oscuro—. Bébetelo durante el viaje a casa. Adiós.
Baba Ayub cogió el frasquito y se marchó sin decir una palabra más.
Muchos días después, su esposa estaba sentada en el linde del campo de la familia buscándolo con la mirada, como había hecho Baba Ayub tantas veces esperando ver a Qais. Cada día que pasaba sus esperanzas de que su marido volviese menguaban. Los aldeanos ya hablaban de Baba Ayub en pasado. Ese día, estaba sentada allí en la tierra, con una plegaria en los labios, cuando vio una figura delgada que se dirigía a Maidan Sabz desde las montañas. Al principio lo confundió con un derviche perdido, un hombre flaco y harapiento, de ojos hundidos y semblante descarnado, y sólo cuando estuvo más cerca reconoció a su marido. El corazón le dio un vuelco de alegría y rompió a llorar de puro alivio.