Me quedé sin aliento. Sólo con gran esfuerzo logré deshacer el nudo que se había formado en mi garganta, impidiéndome hablar.
—No. Te lo ruego, Suleimán.
«Me lo prometiste.»
—Todavía no. Vas a ponerte bien. Ya lo verás. Lo superaremos, como siempre hemos hecho.
«Me lo prometiste.»
¿Cuánto tiempo pasé allí sentado junto a él? ¿Cuántas veces intenté hacerle cambiar de idea? No sabría decírselo, señor Markos. Sí recuerdo que al final me levanté, rodeé la cama y me acosté a su lado. Volví su cuerpo para que quedara hacia mí. Era leve como un sueño. Le di un beso en sus labios secos y agrietados. Coloqué una almohada entre su rostro y mi pecho, y llevé la mano hasta su nuca. Lo estreché contra mí en un largo y fuerte abrazo.
De lo que ocurrió después, sólo recuerdo sus pupilas dilatadas.
Me acerqué a la ventana y me senté. La taza de té de Suleimán seguía en la bandeja, a mis pies. Recuerdo que era una mañana soleada. Los comercios no tardarían en abrir sus puertas, si es que no lo habían hecho ya. Los niños se encaminaban a la escuela. La polvareda empezaba a levantarse. Un perro correteaba calle arriba con aire indolente, escoltado por una oscura nube de mosquitos que revoloteaban en torno a su cabeza. Vi pasar una motocicleta con dos jóvenes. El que iba sentado a horcajadas detrás del conductor cargaba sobre un hombro una pantalla de ordenador, y sobre el otro, una sandía.
Apoyé la frente en el cristal tibio.
La nota que encontré en la mesilla de noche de Suleiman era un testamento por el cual me dejaba cuanto poseía. La casa, el dinero, sus pertenencias personales, incluso el coche, pese a hallarse en un estado ruinoso desde hacía mucho. Su carcasa seguía varada en el patio trasero, sobre los neumáticos desinflados, reducida a una triste y herrumbrosa mole.
Durante algún tiempo estuve completamente perdido, sin saber qué hacer. A lo largo de más de medio siglo había cuidado de Suleimán. Sus necesidades, su compañía, habían moldeado mi existencia cotidiana. Ahora era libre de hacer lo que quisiera, pero esa libertad se me antojaba ilusoria, pues me habían arrebatado aquello que más deseaba. Se supone que debemos trazarnos una meta en la vida y vivirla. Pero a veces, sólo después de haber vivido se percata uno de que su vida tenía una meta, una que seguramente nunca se le había pasado por la cabeza. Y ahora que yo había alcanzado mi meta me sentía perdido y sin rumbo.
Descubrí que no podía seguir durmiendo en la casa. A duras penas podía permanecer allí. Ahora que Suleimán no estaba, se me hacía inmensa. Y cada rincón, cada recoveco y rendija evocaban viejos recuerdos. Así que me instalé de nuevo en mi antigua casucha, al fondo del jardín. Llamé a unos operarios y les pagué para que la dotaran de corriente eléctrica; de ese modo tendría luz para leer y un ventilador para refrescarme en verano. En lo referente al espacio, no necesitaba demasiado. Mis pertenencias se reducían a poco más que una cama, algunas prendas de ropa y la caja que contenía los dibujos de Suleimán. Sé que esto le parecerá extraño, señor Markos. Sí, la casa y cuanto había en ella me pertenecían ahora por derecho, pero yo no me sentía realmente dueño de nada de todo aquello, y sabía que eso no iba a cambiar.
Leía bastante, libros que sacaba del viejo estudio de Suleimán y que devolvía al terminarlos. Planté unos tomates, algo de menta. Salía a pasear por el barrio, pero a menudo empezaban a dolerme las rodillas cuando aún no había recorrido dos manzanas y me veía obligado a dar media vuelta. A veces sacaba una silla al jardín y me quedaba allí sentado, sin hacer nada. Pero yo no era como Suleimán. No me gustaba la soledad.
Y entonces, un día del año 2002, llamó usted al timbre.
Para entonces, la Alianza del Norte había derrotado a los talibanes y los americanos habían llegado a Afganistán. Miles de cooperantes acudían a Kabul desde todos los rincones del mundo para ayudar a construir hospitales y escuelas, reparar carreteras y sistemas de riego, brindando así cobijo, pan y trabajo a sus habitantes.
El traductor que lo acompañaba era un joven afgano que llevaba una chaqueta de un intenso color morado y gafas de sol. Preguntó por el amo de la casa, y cuando dije que lo tenían delante, usted y él intercambiaron una mirada fugaz.
—No; me refiero al dueño —repuso con una sonrisita suficiente.
Los invité a ambos a tomar el té.
La conversación que entablamos a continuación, mientras tomábamos té verde en lo que quedaba de la galería, se desarrolló en farsi. Como sabe, en los once años transcurridos desde entonces he aprendido algo de inglés, en buena medida gracias a su orientación y generosidad. Por medio del traductor, usted me hizo saber que era natural de la isla griega de Tinos, cirujano de profesión, y que formaba parte de un equipo médico que había viajado a Kabul para operar a niños que habían sufrido daños en la cara. Mencionó que sus colegas y usted estaban buscando una residencia, una casa de huéspedes, como se dice ahora.
Me preguntó cuánto le cobraría por el alquiler de la casa.
—Nada —contesté.
Aún recuerdo cómo parpadeó, desconcertado, cuando el joven de la chaqueta morada le tradujo la respuesta. Repitió la pregunta, acaso creyendo que no la había entendido bien.
El traductor se deslizó hasta el borde de la silla y se inclinó hacia delante para hablarme en tono confidencial. Me preguntó si había perdido la cordura, si tenía la menor idea de la cantidad de dinero que su equipo estaba dispuesto a pagarme o de los alquileres que se estaban pidiendo en Kabul. Me aseguró que aquella casa era una mina de oro.
Yo le dije que se quitara las gafas de sol cuando hablara con una persona mayor. Luego le ordené que hiciera su trabajo, que consistía en traducir, no en dar consejos, y volviéndome hacia usted referí, de entre mis muchas razones, la única que no me importaba mencionar:
—Ha abandonado usted su tierra —dije—, sus amigos, su familia, y ha venido aquí, a esta ciudad dejada de la mano de Dios, para ayudar a mi país y a mis compatriotas. ¿Cómo iba a aprovecharme de usted?
El joven traductor, al que nunca volví a ver en su compañía, se llevó las manos a la cabeza y se echó a reír, tal era su consternación. Este país ha cambiado. No siempre ha sido así, señor Markos.
A veces, por la noche, desde la penumbra y la intimidad de mis aposentos, veo luces encendidas en la casa. Los veo a usted y sus amigos —sobre todo la valiente señorita Amra Ademovic, a la que admiro enormemente por su gran corazón— en la galería o en el jardín, comiendo, fumando o bebiendo vino. También oigo su música, que a veces reconozco como jazz y me recuerda a Nila.
Ya no vive, eso lo sé seguro. Me enteré por la señorita Amra. Le había hablado de los Wahdati y le había comentado que Nila era poetisa. El año pasado encontró en internet una revista francesa que había editado en formato digital una antología de sus mejores artículos de los últimos cuarenta años. Había uno sobre Nila. Según el artículo, había muerto en 1974. Pensé en todos los años que había esperado en vano recibir una carta de una mujer que llevaba muerta mucho tiempo. No me sorprendió del todo enterarme de que se había quitado la vida. Ahora sé que algunas personas sienten la desgracia como otros aman: de un modo íntimo, intenso y sin remedio.
Permítame que ponga fin a estas líneas, señor Markos.
Mi hora se acerca. Cada día que pasa me noto más débil. Ya no me queda mucho. Doy gracias a Dios por ello. También se las doy a usted, señor Markos, no sólo por su amistad, por venir a verme todos los días, sentarse a tomar el té y compartir conmigo las nuevas que le envían desde Tinos su madre o Thalia, su amiga de la infancia, sino también por compadecerse de mi pueblo y por la inestimable ayuda que presta a los niños afganos.