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Le agradezco asimismo las obras de reparación de la casa que ha emprendido. He pasado en ella la mayor parte de mi vida, es mi hogar, y estoy seguro de que pronto exhalaré mi último suspiro entre sus muros. He asistido con gran pena y consternación a su larga decadencia, y me ha supuesto una alegría inmensa verla pintada de nuevo, el muro del jardín reparado, los cristales de las ventanas reemplazados, y la galería, en la que tantas horas felices pasé, reconstruida. Gracias, amigo mío, por los árboles que ha plantado y las flores que brotan de nuevo en el jardín. Si he contribuido de algún modo a facilitar los servicios que presta usted a las gentes de esta ciudad, lo que ha tenido la bondad de hacer por esta casa es recompensa más que suficiente.

No obstante, y a riesgo de abusar de su generosidad, me tomaré la libertad de pedirle dos favores, uno para mí, otro para una tercera persona. Mi primera petición es que me entierre en el cementerio de Ashuqan-Arefan, en Kabul. No me cabe duda de que lo conoce. Entrando por la puerta principal, camine hacia el norte y enseguida verá la tumba de Suleimán Wahdati. Quiero que me entierre en una parcela cercana. Es lo único que pido en mi nombre.

La segunda petición es que intente usted encontrar a mi sobrina Pari una vez que yo haya muerto. Si aún vive, tal vez no le resulte difícil dar con ella; eso de internet es una herramienta fabulosa. Como puede comprobar, en el interior del sobre, junto con esta carta, se halla mi testamento; a ella le dejo en herencia la casa, el dinero y mis escasas pertenencias. Le ruego que le entregue ambas cosas, la carta y el testamento. Y por favor, dígale, dígale que no alcanzo a imaginar el sinfín de consecuencias que desencadenaron mis actos. Dígale que mi único consuelo ha sido la esperanza. La esperanza de que quizá, esté donde esté, haya encontrado toda la paz, la alegría, el amor y la felicidad que es posible hallar en este mundo.

Le doy las gracias, señor Markos. Que Dios lo proteja.

Su fiel amigo,

Nabi 

5

Primavera de 2003

La enfermera, que se llama Amra Ademovic, ha puesto sobre aviso a Idris y Timur. En un aparte, les ha dicho con su fuerte acento:

—Si nota vuestra reacción, por sutil que sea, ella se llevará un disgusto y yo os echaré a la calle. ¿Entendido?

Se encuentran al final de un largo pasillo en penumbra, en el ala de pacientes masculinos del hospital de Wazir Akbar Khan. Amra explicó que el único pariente que le quedaba a la chica —el único que iba a verla— era su tío, y no podría visitarla si estaba ingresada en el ala femenina. Así que la instalaron en el ala masculina, no en una habitación —se habría considerado indecente que compartiera una con hombres que no eran familia suya— sino allí, al final del pasillo, en tierra de nadie.

—Y yo que creía que los talibanes se habían ido —observa Timur.

—Es de locos, ¿verdad? —dice Amra, y suelta una risita de perplejidad.

Desde que ha vuelto a Kabul, hace una semana, Idris ha comprobado que ese tono de desenfadada exasperación es habitual entre los cooperantes extranjeros que han tenido que adaptarse a los inconvenientes y peculiaridades de la idiosincrasia afgana. Le resulta vagamente ofensivo que se permitan burlarse alegremente de su cultura, mostrarse condescendientes, por más que sus compatriotas no parezcan percatarse de ello, ni tomárselo a mal en caso contrario, por lo que seguramente él tampoco debería hacerlo.

—Pero a ti sí te dejan entrar. Tú vienes y vas —señala Timur.

Amra arquea una ceja.

—Yo no cuento. No soy afgana, así que es como si no fuera mujer. No me digas que no lo sabías.

Timur sonríe, sin darse por aludido.

—Amra... ¿Es un nombre polaco?

—Bosnio. Recordad, nada de caras raras. Esto es un hospital, no el zoo. Me lo habéis prometido —recalca con su acento eslavo.

—Sí, te lo hemos prometido —repite Timur, remedando su pronunciación.

Idris mira de reojo a la enfermera, temeroso de que tales confianzas, ciertamente imprudentes y del todo innecesarias, puedan ofenderla, pero al parecer Timur ha vuelto a salirse con la suya. A Idris le fastidia ese don de su primo, tanto como lo envidia. Timur siempre le ha parecido tosco, carente de imaginación y sutileza. Sabe que engaña a su mujer y al fisco. Es propietario de una empresa inmobiliaria en Estados Unidos y a Idris no le cabe duda de que está metido hasta el cuello en algún tipo de estafa relacionada con la concesión de hipotecas. Pero Timur es extremadamente sociable, y sus faltas siempre resultan redimidas por su buen humor, una irrefrenable simpatía y un aire inocente con el que cautiva a cuantos lo conocen. El atractivo físico también ayuda: cuerpo atlético, ojos verdes, hoyuelos al sonreír. Timur, opina Idris, es un hombre adulto que disfruta de los mismos privilegios que un niño.

—Bien —dice Amra—. Vamos allá.

Aparta la sábana que alguien ha fijado al techo a modo de improvisada cortina y los hace pasar.

La niña —Roshi, la ha llamado Amra, un diminutivo de Roshana— aparenta nueve años, a lo sumo diez. Está sentada en una cama con armazón metálico, tiene la espalda apoyada contra la pared y las rodillas flexionadas contra el pecho. Idris baja la vista al instante y reprime una exclamación. Como era de prever, Timur es incapaz de semejante alarde de contención. Chasquea la lengua y dice «oh, oh, oh» una y otra vez, en un sonoro y apenado susurro. Idris mira a Timur de soslayo y no le sorprende ver sus ojos arrasados en teatrales y temblorosas lágrimas.

La niña se remueve y emite una especie de gruñido.

—Muy bien, se acabó. Nos vamos —ordena Amra con dureza.

Fuera, en los ruinosos escalones de la entrada, la enfermera saca un paquete de Marlboro del bolsillo del uniforme azul claro. Timur, cuyas lágrimas se han desvanecido con la misma rapidez con que habían brotado, acepta un cigarrillo y enciende ambos, el de Amra y el suyo. Idris está mareado, tiene el estómago revuelto. Se nota la boca reseca. Teme vomitar y ponerse en evidencia, confirmando así la opinión que Amra tiene de él, de ambos: exiliados que vienen con los bolsillos llenos y los ojos como platos a regodearse en la desgracia ajena, ahora que los hombres del saco se han ido.

Idris esperaba que Amra los regañara, o por lo menos a Timur, pero sus palabras suenan más a flirteo que a reproche. Tal es el efecto que ejerce Timur sobre las mujeres.

—¿Y bien? —dice con coquetería—, ¿qué tienes que decir en tu defensa... Timur?

En Estados Unidos, Timur se hace llamar Tim. Se cambió el nombre tras el 11-S y sostiene que desde entonces vende casi el doble. Según le ha asegurado a Idris, esas dos letras de menos le han reportado más beneficios que ningún título universitario, en el supuesto de que hubiese ido a la universidad. Pero no lo hizo; Idris es el intelectual de la familia Bashiri. Sin embargo, desde que han llegado a Kabul, Idris lo ha oído presentarse como Timur a secas. Se trata de una duplicidad inofensiva, y podría considerarse incluso necesaria. Pero le irrita.

—Te pido disculpas por lo que ha pasado ahí dentro —dice Timur.

—Puede que te castigue.

—Tranquila, gatita.

Amra se vuelve hacia Idris.

—Así que él es un vaquero y tú... tú eres el callado, el sensible. Eres... cómo se dice... ¿el introvertido?

—Idris es médico —señala Timur.

—¿De veras? Pues te habrás quedado con los pelos de punta, después de ver este hospital.

—¿Qué le ha pasado? —pregunta Idris—. A Roshi, me refiero. ¿Quién le ha hecho eso?

El rostro de Amra se endurece. Cuando habla, lo hace en un tono de maternal determinación.

—Yo he luchado por ella. He luchado contra el gobierno, la burocracia hospitalaria, el capullo del neurocirujano. He luchado por ella una y otra vez. Y no pienso rendirme. No tiene a nadie más.