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—Creía que le quedaba un tío —señala Idris.

—Otro capullo. —Sacude la ceniza del cigarrillo—. Y bien, ¿por qué habéis vuelto, chicos?

Timur toma la palabra. En términos generales, lo que dice es más o menos cierto. Que son primos, que las familias de ambos huyeron del país tras la invasión soviética, que pasaron un año en Pakistán antes de instalarse en California a principios de los ochenta. Que no habían pisado suelo afgano desde hacía veinte años. Pero luego añade que han vuelto para «recuperar sus raíces», para «tomar contacto con la realidad» y «ser testigos» de las terribles secuelas de tantos años de guerra y destrucción. Quieren volver a Estados Unidos, dice, para despertar conciencias y recabar fondos, para aportar su granito de arena.

—Queremos aportar nuestro granito de arena —dice, pronunciando la manida frase con tal convicción que Idris siente vergüenza.

Huelga decir que en su relato Timur no revela el verdadero motivo de su regreso a Kabuclass="underline" han venido a reclamar la propiedad que pertenecía a sus padres, la casa en que Idris y él vivieron los primeros catorce años de su vida. El valor del inmueble se ha disparado, ahora que miles de cooperantes extranjeros llegan a Kabul y necesitan un lugar donde vivir.

Han estado ese mismo día en la casa, que ahora acoge a un variopinto y fatigado grupo de soldados de la Alianza del Norte. Cuando ya se marchaban, se han cruzado con un hombre de mediana edad que vive tres casas más allá, al otro lado de la calle, un cirujano plástico griego llamado Markos Varvaris, que los ha invitado a almorzar y se ha ofrecido para enseñarles el hospital de Wazir Akbar Khan, donde la ONG para la que trabaja tiene una delegación. También los ha invitado a una fiesta que se celebrará esa misma noche. Sólo han sabido de la existencia de la chica a su llegada al hospital, cuando han oído a dos camilleros hablar de ella en los escalones de entrada. Timur ha dado un codazo a su primo y le ha dicho:

—Hermano, tenemos que ir a echar un vistazo.

Amra parece aburrirse con el relato de Timur. Arroja la colilla al suelo y ciñe la goma elástica del moño con que se ha recogido el pelo rubio y ondulado.

—¿Qué, nos veremos en la fiesta esta noche?

El padre de Timur, tío de Idris, era quien los había mandado a Kabul. La casa familiar de los Bashiri había cambiado de manos varias veces en las dos últimas décadas de guerra. Haría falta tiempo y dinero para restablecer la legítima propiedad del inmueble. Los juzgados del país ya estaban atascados por miles de casos de disputas como aquélla. El padre de Timur les había dicho que tendrían que «maniobrar» a través de la densa y pesada burocracia afgana, un eufemismo para decir que tendrían que sobornar a los funcionarios adecuados.

—De eso me encargo yo —había dicho Timur, como si hiciera falta que lo dijera.

El padre de Idris había fallecido diez años antes, tras una larga lucha contra el cáncer. Murió en su casa, con su mujer, sus dos hijas e Idris junto a su lecho. Aquel día una multitud invadió la casa, tíos, primos, amigos y conocidos que se sentaron en los sofás y sillas del comedor, y cuando ya no quedó un solo asiento, en el suelo y la escalera. Las mujeres se reunieron en el comedor y la cocina y prepararon un termo de té tras otro. Idris, como único hijo varón, tuvo que firmar todos los papeles: para el médico que acudió a examinar a su padre y certificar el deceso, y para los educados hombres de la funeraria que llegaron con una camilla para llevarse el cuerpo.

Timur no se movió de su lado. Ayudó a Idris a contestar las llamadas telefónicas. Recibió al ingente número de personas que acudieron a presentar sus respetos. Pidió arroz y cordero al Abe’s Kebab House, un cercano restaurante afgano propiedad de un amigo de Timur, Abdulá, a quien Timur llamaba en broma tío Abe. Se ocupó de aparcar los coches de los visitantes ancianos cuando empezó a llover. Llamó a un amigo que trabajaba en la televisión afgana —a diferencia de Idris, Timur tenía buenos contactos en la comunidad afgana; según le había comentado a Idris, en la agenda de su móvil había más de trescientos nombres y números— y organizó que aquella misma noche se emitiera un comunicado televisivo.

Por la tarde, Timur llevó a Idris a la funeraria de Hayward. Para entonces llovía a cántaros y el tráfico en la autopista 680 en dirección norte era lento.

—Tenías un padre de primera, hermano. Era de los que ya no hay —dijo Timur con voz cascada mientras cogía el carril de salida del boulevard Mission. No cesaba de enjugarse las lágrimas con la palma de la mano libre.

Idris asintió con tristeza. Nunca había podido llorar en presencia de otras personas aunque tocara, como en los funerales. Lo consideraba una desventaja leve, como el daltonismo. Aun así y por irracional que fuera, sentía cierto rencor hacia Timur por quitarle protagonismo con sus idas y venidas y sus dramáticos sollozos. Como si el finado fuera su propio padre.

Los acompañaron hasta una habitación tranquila y tenuemente iluminada, con muebles grandes y pesados en tono oscuro. Los recibió un hombre de mediana edad con chaqueta negra y peinado con raya en medio. Olía a café caro. Con tono profesional, le dio el pésame a Idris y lo hizo firmar el formulario de autorización para el sepelio. Le preguntó cuántas copias desearía tener la familia del certificado de defunción. Una vez firmados todos los papeles, dejó delante de Idris, con mucho tacto, un folleto con el título de «Lista General de Precios». Idris lo abrió.

El director de la funeraria se aclaró la garganta.

—Estos precios, por supuesto, no se aplican si su padre era miembro de la mezquita afgana de Mission. Estamos asociados con ellos. Si es el caso, lo pagarían todo, los servicios completos. No tendría usted que pagar nada.

—Pues no tengo ni idea de si era miembro o no —repuso Idris. Sabía que su padre había sido un hombre religioso, pero privadamente. Rara vez asistía a la oración de los viernes.

—¿Les concedo unos minutos? Podrían llamar a la mezquita.

—No, amigo. No hace falta —intervino Timur—. No era miembro.

—¿Está seguro?

—Sí. Recuerdo haberlo hablado con él.

—Bien —contestó el director de la funeraria.

Una vez fuera, fumaron un cigarrillo junto al todoterreno. Había parado de llover.

—Un robo a mano armada —comentó Idris.

Timur escupió en un turbio charco de agua de lluvia.

—Vaya negocio que es la muerte. Hay que admitirlo. Siempre hay demanda. Joder, es mejor que vender coches.

En aquel momento, Timur era copropietario de un negocio de coches de segunda mano. Había ido de mal en peor hasta que Timur se hizo cargo de él junto con un amigo. En menos de dos años lo había convertido en una empresa rentable. Un hombre que se ha hecho a sí mismo, solía decir el padre de Idris de su sobrino. Idris, entretanto, se sacaba un salario de esclavo como internista residente, en su segundo curso de Medicina en la Universidad de California, en Davis. Su esposa desde hacía un año, Nahil, trabajaba treinta horas semanales como secretaria en un bufete de abogados mientras estudiaba para las pruebas de acceso a la facultad de Derecho.

—Esto es un préstamo —dijo Idris—. Lo entiendes, ¿no, Timur? Pienso devolvértelo.

—Tranquilo, hermano. Lo que tú digas.

No sería la primera vez ni la última que Timur acudía en ayuda de Idris. Cuando éste se casó, el regalo de boda de Timur fue un flamante Ford Explorer. Cuando Idris y Nahil compraron un apartamento en Davis, Timur fue uno de los avalistas del préstamo. En la familia, Timur era el favorito de los niños, de lejos. Si Idris tuviera que hacer alguna vez «una sola llamada», probablemente sería a Timur a quien telefonearía.

Y sin embargo...

Idris descubrió, por ejemplo, que toda la familia estaba al corriente de lo del aval del préstamo: Timur lo había ido contando. Y en la boda, Timur interrumpió la música y a la cantante para anunciar una cosa, y entonces a Idris y Nahil les entregaron las llaves del Explorer con gran ceremonia, en una bandeja de plata, ante un público encantado y en medio de los flashes de las cámaras. De ahí surgían los recelos de Idris, de tanto bombo y platillo, de la ostentación, la teatralidad sin escrúpulos, las bravuconadas. No le gustaba pensar así de su primo, pero tenía la sensación de que Timur era un hombre que redactaba sus propias notas de prensa, y sospechaba que su generosidad era un elemento más del complejo personaje que había creado para sí mismo.