Una noche, Idris y Nahil tuvieron una discusión sobre él cuando cambiaban las sábanas de la cama.
—Todo el mundo quiere caerles bien a los demás —dijo ella—. ¿Tú no?
—Vale, pero yo no pagaría por ese privilegio.
Ella le dijo que estaba siendo injusto, y desagradecido también, después de todo lo que Timur había hecho por ellos.
—No lo entiendes, Nahil. Sólo digo que es de mal gusto pegar tus buenas obras en un tablón de anuncios. Lo correcto es hacerlas sin armar revuelo, con dignidad. La generosidad es algo más que firmar cheques en público.
—Bueno —concluyó Nahil sacudiendo la sábana con brusquedad—, pues ayuda lo suyo, cariño.
—Hermano, me acuerdo de este sitio —dice Timur alzando la vista hacia la casa—. ¿Cómo se llamaba el dueño?
—Wahdati, creo —responde Idris—. Se me ha olvidado el nombre de pila. —Piensa en las incontables ocasiones en que habían jugado allí de niños, en la calle frente a esa verja, y sólo ahora, décadas después, entran por él por primera vez.
—El Señor y sus designios —murmura Timur.
Se trata de una casa corriente de dos plantas. En el barrio de Idris en San José habría concitado las iras de la comunidad de propietarios, pero según los criterios de Kabul es una propiedad de lujo, con un amplio sendero de entrada, una verja metálica y altos muros. Cuando un guardia armado los conduce al interior, Idris comprueba que, como tantas cosas en Kabul, la casa conserva vestigios de un antiguo esplendor bajo los destrozos de que ha sido objeto, y de los que hay abundantes pruebas: orificios de bala y grietas zigzagueantes en las paredes manchadas de hollín, ladrillos expuestos en amplias zonas de enlucido desprendido, arbustos resecos en el sendero, árboles pelados en el jardín, césped amarillento. Más de la mitad de la galería que da al jardín trasero ha desaparecido. Pero como ocurre también con tantas cosas en Kabul, Idris ve indicios de un lento y vacilante renacimiento. Alguien ha empezado a pintar la casa, ha plantado rosales en el jardín, ha reconstruido, aunque con cierta torpeza, un pedazo que faltaba en el muro que mira al este. Hay una escalera de mano apoyada contra un lado de la casa, lo que lleva a Idris a pensar que están reparando el tejado. Las obras para restituir la parte desaparecida de la galería parecen haber dado comienzo.
Se encuentran con Markos en el vestíbulo. Tiene cabello cano con entradas y ojos azul claro. Lleva ropa afgana de color gris y una kufiyya a cuadros blancos y negros ceñida con elegancia al cuello. Los hace pasar a una habitación ruidosa y llena de humo.
—Tengo té, vino y cerveza. ¿O preferís algo más fuerte?
—Indícame dónde y ya sirvo yo —repuso Timur.
—Vaya, me caes bien. Allí, junto al equipo de música. No hay peligro con el hielo, por cierto. Está hecho con agua embotellada.
—Gracias a Dios.
Timur se halla en su elemento en esta clase de reuniones, e Idris no puede evitar cierta admiración ante la soltura con que se comporta, los comentarios ingeniosos que hace sin esfuerzo, el encanto y la seguridad que derrocha. Lo sigue hasta el bar, donde Timur sirve copas para los dos de una botella rojo rubí.
Unos veinte invitados están sentados en cojines por toda la habitación. Una alfombra afgana rojo burdeos cubre el suelo. La decoración es sobria, de buen gusto, una muestra más de lo que Idris considera «el estilo chic de los expatriados». Un CD de Nina Simone suena a bajo volumen. Todos beben y casi todos fuman, y hablan de la nueva guerra en Iraq, de lo que supondrá para Afganistán. En un televisor en el rincón se ve el canal internacional de la CNN, sin volumen. Una imagen nocturna de Bagdad en plena operación Shock and Awe se ilumina con constantes fogonazos verdes.
Una vez se han hecho con sendos vodkas con hielo, se les une Markos con un par de jóvenes alemanes de aspecto serio que trabajan para el Programa Mundial de Alimentos. Como muchos de los cooperantes que Idris ha conocido en Kabul, le resultan ligeramente intimidantes, curtidos, muy difíciles de impresionar con nada.
—Qué casa tan bonita —le comenta a Markos.
—Pues díselo al dueño.
Markos cruza la habitación y vuelve con un anciano delgado que aún conserva una espesa mata de pelo entrecano peinado hacia atrás. Lleva una barba cuidadosamente recortada y tiene las mejillas hundidas de quienes han perdido prácticamente toda la dentadura. Viste un raído traje verde aceituna que le queda grande y que debió de estar de moda en los años cuarenta. Markos le sonríe con afecto.
—¿Nabi yan? —exclama Timur, y de pronto Idris lo reconoce también.
El anciano les devuelve la sonrisa con timidez.
—Discúlpenme, ¿nos conocemos?
—Soy Timur Bashiri —se presenta en farsi—. ¡Mi familia vivía en la misma calle que usted!
—Dios mío —musita el anciano—. ¿Timur yan? Y tú debes de ser Idris yan.
Idris asiente con la cabeza, sonriendo.
Nabi los abraza a los dos. Los besa en la mejilla, todavía sonriente, y los mira con cara de incredulidad. Idris se acuerda de Nabi empujando a su patrón, el señor Wahdati, calle arriba y calle abajo en una silla de ruedas. A veces aparcaba la silla en la acera para verlos jugar al fútbol con los niños del vecindario.
—Nabi yan vive en esta casa desde 1947 —interviene Markos rodeando los hombros del anciano con un brazo.
—¿De modo que ahora es el dueño de este sitio? —pregunta Timur.
Nabi sonríe ante su cara de sorpresa.
—Serví al señor Wahdati en esta casa desde 1947 hasta su fallecimiento en el 2000. Y tuvo la generosidad de dejarme la casa en su testamento, sí.
—No me diga que se la dejó a usted —insiste Timur con incredulidad.
Nabi asiente con la cabeza.
—Pues sí.
—¡Pues vaya pedazo de cocinero debía de ser!
—Y tú, si me permites decirlo, eras un poco pillastre.
Timur suelta una risita.
—Nunca me interesó mucho seguir el buen camino, Nabi yan. Eso se lo dejo a mi primo aquí presente.
Haciendo girar el vino en la copa, Markos le comenta a Idris:
—Nila Wahdati, la esposa del antiguo dueño, era poetisa, y de cierto renombre, por lo visto. ¿Habéis oído hablar de ella?
Idris niega con la cabeza.
—Sólo sé que cuando yo nací ya se había marchado del país.
—Vivía en París con su hija —interviene uno de los alemanes, Thomas—. Murió en 1974. Se suicidó, tengo entendido. Tenía problemas con el alcohol, o por lo menos eso leí. Hace un par de años me pasaron una traducción al alemán de sus primeros poemas, y la verdad es que me parecieron muy buenos. De contenido sorprendentemente sexual, por lo que recuerdo.
Idris asiente, volviendo a sentirse un poco fuera de lugar, en esta ocasión porque un extranjero le ha dado una lección sobre una autora afgana. Un poco más allá, oye a Timur enfrascado en una animada discusión con Nabi sobre los precios de los alquileres. En farsi, por supuesto.
—¿Tiene idea de lo que podría pedir por un sitio como éste, Nabi yan? —le pregunta al anciano.