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—Pero tú seguramente eres un buen tío.

—Si me lo cuentas, lo consideraré un regalo.

Así pues, se lo cuenta.

Roshi vivía con sus padres, dos hermanas y un hermanito pequeño en una aldea a un tercio del camino entre Kabul y Bagram. Un mes atrás, un viernes, acudió a visitarlos su tío, el hermano mayor de su padre. Los dos, padre y tío, llevaban casi un año peleados por la casa donde vivían Roshi y su familia; el tío pensaba que le correspondía a él por legítimo derecho, siendo como era el hermano mayor, pero el padre de ambos se la había dejado al más pequeño, su favorito. El día que el mayor acudió a visitarlos, sin embargo, todo fue bien.

—Dijo que quería poner fin a sus diferencias.

Como preparativos para la visita, la madre de Roshi había sacrificado dos pollos, dispuesto una gran fuente de arroz con pasas y comprado granadas frescas en el mercado. Cuando el tío llegó, él y el padre de Roshi se besaron en la mejilla; el padre lo abrazó con tanta fuerza que lo levantó de la alfombra. La madre lloró de alivio. La familia se sentó a comer. Todos repitieron varias veces. Se sirvieron las granadas. Después tomaron té verde y pequeños tofes. El tío se excusó y fue al retrete que había en el exterior.

Cuando volvió, empuñaba un hacha.

—De las de talar árboles —explica Amra.

El primero en caer fue el padre de Roshi.

—Roshi me contó que su padre ni se enteró de qué pasaba, no vio nada. Pero ella sí lo vio todo.

Un solo hachazo desde atrás, en la nuca. Casi lo decapitó. Luego le tocó a la madre, que trató de defenderse, pero la silenciaron varios tajos en la cara y el pecho. Para entonces los niños chillaban y corrían despavoridos. El tío les dio caza. Una de las hermanas de Roshi intentó huir hacia el pasillo, pero el tío la agarró del pelo y la derribó. La otra hermana consiguió llegar al pasillo. El tío salió tras ella y Roshi lo oyó echar abajo la puerta del dormitorio, luego los gritos y finalmente el silencio.

—Así las cosas, Roshi decide huir con su hermanito. Corren hasta la puerta principal, pero está cerrada con llave. La había cerrado el tío, por supuesto.

Se precipitaron entonces hacia el patio de atrás, presas del pánico y la desesperación, quizá olvidando que no tenía puerta, que no había salida y los muros eran demasiado altos para encaramarse a ellos. Cuando el tío salió de la casa y se abalanzó sobre ellos, Roshi vio cómo su hermanito de cinco años se arrojaba al tandur, donde su madre había horneado el pan sólo una hora antes. Lo oyó gritar entre las llamas, y entonces ella tropezó y cayó. Se volvió boca arriba justo a tiempo para ver el cielo azul y el hacha que se abatía sobre ella. Y ya no vio nada más.

Amra se interrumpe. Dentro de la casa, Leonard Cohen canta una versión en directo de Who by fire.

Aunque fuera capaz de hablar, y en ese momento no lo era, Idris no sabría qué decir. Podría haber dicho algo, dado alguna muestra de impotente indignación, si esa atrocidad hubiese sido obra de los talibanes, Al Qaeda o algún megalómano comandante muyahidín. Pero no puede culparse de ello a Hekmatyar, ni al ulema Omar, ni a Bin Laden, ni a Bush y su Guerra contra el Terror. El motivo corriente y prosaico que hay detrás de la masacre la vuelve de algún modo más terrible y deprimente. Le pasa por la cabeza la expresión «sin sentido», pero Idris la rechaza. Es lo que siempre dice la gente. «Un acto de violencia sin sentido», «Un asesinato sin sentido». Como si pudiera cometerse un asesinato sensato.

Piensa en la niña, Roshi, en el hospital, hecha un ovillo contra la pared y con los pies encogidos, en la expresión infantil de su rostro. En la hendidura de su coronilla afeitada, en la masa cerebral grande como un puño que asoma a la vista, ahí plantada como el nudo de un turbante sij.

—¿Te contó ella misma esa historia? —pregunta por fin.

Amra asiente sin vacilar.

—Se acuerda muy claramente. Todos los detalles. Puede contarte todos los detalles. Ojalá consiga olvidar, porque tiene pesadillas.

—Y el hermano, ¿qué fue de él?

—Demasiadas quemaduras.

—¿Y el tío?

Amra se encoge de hombros.

—Nos dicen que nos andemos con ojo. En mi trabajo nos aconsejan que tengamos cuidado, que seamos profesionales. Encariñarse demasiado no es buena idea. Pero Roshi y yo...

La música se interrumpe de pronto. Otro apagón. Todo queda a oscuras, salvo por la luz de la luna. Idris oye a la gente quejarse en el interior de la casa. Al cabo de un momento se encienden linternas halógenas.

—Lucho por ella —concluye Amra sin alzar la mirada—. Sin pausa.

Al día siguiente, Timur se va con los alemanes a la ciudad de Istalif, famosa por su cerámica.

—Deberías venir.

—Prefiero quedarme y leer un poco —contesta Idris.

—En San José leerás todo lo que quieras, hermano.

—Necesito descansar. Anoche bebí demasiado.

Cuando los alemanes pasan a recoger a Timur, Idris se queda un rato en la cama contemplando un cartel publicitario de los años sesenta colgado en la pared. Muestra un cuarteto de turistas rubias y sonrientes de excursión por el lago Band-e-Amir, una reliquia de su propia infancia en Kabul, antes de las guerras, antes de que todo se desintegrara. Poco después de mediodía sale a dar un paseo. Se detiene a almorzar en un pequeño restaurante, donde toma un kebab. No consigue disfrutar de la comida por culpa de todos los jóvenes y sucios rostros que se agolpan contra el cristal para observarlo comer. Es agobiante. Desde luego, aquello se le da mucho mejor a Timur que a él. Timur es capaz de convertirlo en un juego. Hace formar en fila a los niños mendigos, profiriendo silbidos como un sargento de instrucción, y saca unos billetes del fajo de las propinas. Cuando les tiende los billetes, uno por uno, entrechoca los talones y hace el saludo militar. A los críos les encanta. Lo saludan a su vez, lo llaman «Tío». A veces se le encaraman por las piernas.

Al salir del restaurante, Idris coge un taxi y pide que lo lleven al hospital.

—Pero pare primero en un bazar —añade.

Cargado con la caja, recorre el pasillo entre paredes garabateadas y con láminas de plástico por puertas; se cruza con un anciano que lleva un parche en el ojo y arrastra los pies descalzos, pasa ante habitaciones en las que hace un calor agobiante y no hay bombillas. Por todas partes flota un olor acre, a cuerpos enfermos. Al fondo del pasillo, se detiene ante la cortina y la descorre. Se le encoge el corazón cuando ve a la niña sentada en el borde de la cama. Amra está arrodillada ante ella, lavándole los dientes.

Al otro lado de la cama hay un hombre flaco y descarnado, de tez curtida, barba de chivo y pelo corto e hirsuto. Cuando Idris entra, el hombre se levanta en el acto, se lleva una palma al pecho y se inclina. Idris vuelve a sorprenderse por la facilidad con que la gente sabe al instante que es un afgano occidentalizado, por cómo el tufo a dinero y poder le proporciona privilegios injustificados en esa ciudad. El hombre se presenta como el tío de Roshi, por parte de madre.

—Has vuelto —dice Amra, y hunde el cepillo en un cuenco con agua.

—Espero que no haya problema.

—¿Por qué va a haberlo? —responde ella.

Idris se aclara la garganta.

Salam, Roshi.

La niña mira a Amra, como pidiéndole permiso. Su voz es un susurro vacilante, agudo.

Salam.

—Te traigo un regalo.

Idris abre la caja. Cuando saca el televisor y el aparato de vídeo, los ojos de Roshi se iluminan. Le enseña las cuatro películas que ha comprado. En la tienda, casi todo eran filmes indios, de acción o de artes marciales, con Jet Li y Jean-Claude Van Damme, y tenían todos los de Steven Seagal. Pero ha conseguido encontrar E.T., Babe, el cerdito valiente, Toy Story y El gigante de hierro. Las ha visto todas con sus hijos.