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Amra le pregunta a Roshi en farsi cuál quiere ver. La niña elige El gigante de hierro.

—Ésa te encantará —aprueba Idris.

Le resulta difícil mirarla directamente. Los ojos se le van todo el rato al caos que tiene en la cabeza, el reluciente puñado de sesos, la maraña de venas y capilares.

Al fondo de ese pasillo no hay enchufes y Amra tarda un rato en encontrar un alargador, pero cuando Idris enchufa por fin el cable y aparece la imagen, Roshi sonríe. Y en su sonrisa, Idris ve qué poco sabe él del mundo a sus treinta y ocho años, de su ferocidad, de su crueldad, de su brutalidad sin límites.

Cuando Amra se disculpa y se marcha a ver otros pacientes, Idris se sienta junto a la cama de Roshi y ve la película con ella. El tío es una presencia silenciosa e inescrutable en la habitación. A media película se va la luz. Roshi se echa a llorar, y el tío se inclina en la silla y le coge la mano con torpeza. Susurra unas palabras en pastún, que Idris no entiende. Roshi hace una mueca y forcejea un poco. Idris le mira la manita, oculta bajo los dedos gruesos y de nudillos blancos del tío.

Idris se pone el abrigo.

—Volveré mañana, Roshi, y si quieres podremos ver otra película juntos. ¿Te gustaría?

Roshi se hace un ovillo bajo las sábanas. Idris mira al tío e imagina qué haría Timur con aquel hombre; a diferencia de él, Timur no tiene la capacidad de resistirse a las emociones. «Dame diez minutos a solas con él», diría.

Cuando sale, el tío lo sigue. Idris se queda de una pieza cuando lo oye decir:

—La verdadera víctima aquí soy yo, sahib. —Debe de haber visto la expresión de Idris, porque añade—: No, claro, la víctima es ella. Lo que quiero decir es que yo también lo soy. Usted ve que es así, por supuesto, porque es afgano. Pero estos extranjeros no entienden nada.

—Tengo que irme —dice Idris.

—Soy un mazdur, un simple jornalero. Gano un dólar en un buen día, sahib, quizá dos. Y tengo cinco hijos, uno de ellos ciego. Y ahora esto. —Suelta un suspiro—. A veces pienso, que Dios me perdone... me digo que quizá habría sido mejor que Alá dejase que Roshi... Bueno, ya me entiende. Habría sido lo mejor. Porque dígame, sahib, ¿qué muchacho se casaría con ella ahora? Nunca encontrará un marido. Y entonces, ¿quién va a cuidar de ella? Tendré que hacerlo yo. Tendré que ser yo, para siempre.

Idris se sabe acorralado. Saca la cartera.

—Lo que pueda darme, sahib. No para mí, por supuesto. Para Roshi.

Idris le tiende un par de billetes. El tío parpadea y levanta la vista del dinero.

—Doscien... —empieza, pero de pronto cierra la boca, como si le preocupara poner sobre aviso a Idris de que comete un error.

—Cómprele unos zapatos decentes —concluye Idris alejándose ya escaleras abajo.

—¡Que Alá le bendiga, sahib! —exclama el tío a sus espaldas—. Es usted un hombre bueno. Un hombre bueno y generoso.

Idris vuelve al día siguiente, y al otro. No tarda en convertirse en una rutina, y todos los días pasa tiempo con Roshi. Llega a conocer por su nombre a los camilleros, a los enfermeros de la planta baja, al portero, a los guardias mal alimentados y de aspecto cansado en las puertas del hospital. Intenta que sus visitas sean lo más secretas posible. En sus llamadas a casa, no le ha hablado a Nahil de Roshi. Tampoco le explica a Timur adónde va, por qué no lo acompaña en el viaje a Paghman o a reunirse con un funcionario del Ministerio del Interior. Pero Timur se entera de todas formas.

—Bien hecho —comenta—. Me parece una buena obra por tu parte. —Hace una pausa antes de añadir—: Pero ándate con cuidado.

—¿Quieres decir que deje de visitarla?

—Nos vamos dentro de una semana, hermano. Procura que no se encariñe demasiado.

Idris asiente con la cabeza. Se pregunta si Timur no estará un poco celoso de su relación con Roshi; quizá hasta le reprocha que le haya arrebatado una oportunidad espectacular de hacerse el héroe. Timur, saliendo en cámara lenta del edificio en llamas, con un bebé en los brazos. La multitud prorrumpiendo en vítores. Idris no está dispuesto a permitir que Timur se pavonee de esa forma a expensas de Roshi.

No obstante, Timur tiene razón. Al cabo de una semana se irán a casa, y Roshi ha empezado a llamarlo «tío Idris». Si llega tarde, la encuentra muy inquieta. Ella le rodea la cintura con los brazos y el alivio se le ve en la cara. Le ha dicho que sus visitas son lo que espera con mayor ilusión. A veces le aferra una mano entre las suyas mientras ven una película. Cuando está lejos de ella, Idris piensa a menudo en el vello rubio de sus brazos, en sus ojos rasgados color avellana, en sus mejillas llenas, en sus bonitos pies, en cómo apoya la barbilla en las manos cuando le lee uno de los libros para niños que ha comprado en una librería que hay cerca del Liceo Francés. A veces se ha permitido imaginar brevemente cómo sería llevársela a Estados Unidos, cómo encajaría en casa, con sus hijos, Zabi y Lemar. Ese último año, Nahil y él han hablado de la posibilidad de tener un tercer hijo.

—¿Y ahora qué? —le pregunta Amra a Idris la víspera de su marcha.

Unas horas antes, Roshi le había dado a Idris un dibujo hecho a lápiz en una hoja de gráfica clínica: dos monigotes viendo la televisión. Él le había señalado la figura del pelo largo:

—¿Ésta eres tú?

—Y éste tú, tío Idris.

—¿O sea que antes tenías el pelo largo?

—Mi hermana me lo cepillaba todas las noches. Sabía hacerlo sin pegarme tirones.

—Debía de ser una buena hermana.

—Cuando me vuelva a crecer, podrás cepillármelo tú.

—Me gustaría.

—No te vayas, tío. No me dejes.

Ahora, Idris le responde a Amra:

—La verdad es que es una niña adorable.

Y lo es. Bien educada, y humilde. Con una punzada de culpa, piensa en Zabi y Lemar, allá en San José, que reniegan hace tiempo de sus nombres afganos, que se están convirtiendo rápidamente en pequeños tiranos, en los insolentes niños americanos que Nahil y él se habían prometido no criar.

—Es una superviviente —dice Amra.

—Ya.

Amra se apoya contra la pared. Pasa una camilla empujada por dos enfermeros. En ella va un niño pequeño con un vendaje ensangrentado en la cabeza y una herida abierta en el muslo.

—Han venido otros afganos de América, o de Europa —explica Amra—. Le hicieron fotos, la filmaron en vídeo. Hicieron promesas. Luego se fueron a casa y se las enseñaron a su familia. Como si fuera un animal del zoo. Lo permití porque pensé que la ayudarían. Pero se olvidaron de ella. Nunca volví a saber de ellos. Por eso te pregunto otra vez: ¿y ahora qué?

—Esa operación que necesita... Quiero hacerla realidad.

Ella lo mira, no muy convencida.

—Colaboramos con una clínica de neurocirugía. Hablaré con mi jefa de servicio. Haremos lo necesario para que vuele a California y se someta a la operación.

—Sí, pero ¿y el dinero?

—Conseguiremos que lo financien. En el peor de los casos, lo pagaré yo.

—¿De tu propia cartera?

Idris se ríe.

—Sí, pero se dice «de tu propio bolsillo».

—Tendremos que conseguir la autorización del tío.

—Si es que vuelve a aparecer.

Al tío no le han visto el pelo desde el día que Idris le dio los doscientos dólares, ni se ha vuelto a saber de él.

Amra le sonríe. Es la primera vez que Idris hace algo así. Lanzarse de cabeza a ese compromiso tiene algo estimulante, embriagador, hasta le produce euforia. Le insufla energía y lo deja casi sin aliento. Para su gran asombro, las lágrimas le cosquillean en los ojos.