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Hvala —dice Amra—. Gracias. —Se pone de puntillas y le da un beso en la mejilla.

—Me he tirado a una de las chicas holandesas —suelta Timur—. Las de la fiesta.

Idris vuelve la cabeza. Estaba mirando por la ventanilla, maravillado por las abigarradas cumbres marrón claro del Hindu Kush, allá abajo. Mira a Timur, que viaja en el asiento del pasillo.

—La morena. Me tragué medio Viagra y la monté hasta la llamada a la oración de la mañana.

—Por Dios, ¿no vas a madurar nunca? —responde Idris, molesto porque, una vez más, Timur le cuente sus infidelidades, su mala conducta, sus travesuras infantiles.

Timur esboza una sonrisita.

—Recuerda, primo, que lo que pasa en Kabul...

—Por favor, no acabes esa frase.

Timur se ríe. Al fondo del avión parece haber una pequeña fiesta. Alguien canta en pastún, alguien toca un plato de poliestireno como si fuera una tambura.

—No puedo creer que hayamos encontrado al viejo Nabi —murmura Timur—. Madre mía.

Idris hurga en busca del somnífero que lleva por si acaso en el bolsillo de la camisa y se lo traga sin agua.

—El mes que viene pienso volver —añade Timur cruzando los brazos y cerrando los ojos—. Y probablemente harán falta un par de viajes más, pero debería bastarnos con eso.

—¿Te fías de ese tal Faruq?

—Qué va, joder. Por eso vuelvo.

Faruq es el abogado que ha contratado Timur. Su especialidad es ayudar a los afganos que han vivido en el exilio a reclamar sus propiedades perdidas en Kabul. Timur habla sobre el papeleo que va a reunir y presentar Faruq, sobre qué juez espera que lleve el caso, un primo segundo de la mujer de Faruq. Idris vuelve a inclinarse hacia la ventanilla y espera a que haga efecto la pastilla.

—¿Idris? —musita Timur.

—Dime.

—Vaya mierda hemos visto, ¿eh?

«Lo tuyo es pura perspicacia, hermanito.»

—Ajá —murmura Idris.

—Mil tragedias por kilómetro cuadrado, tío.

Idris no tarda en cabecear y ver borroso. A punto de dormirse, piensa en su despedida de Roshi: él cogiéndole la mano y diciéndole que volverían a verse muy pronto, ella sollozando suavemente, casi en silencio, contra su estómago.

De camino a casa desde el aeropuerto de San Francisco, Idris recuerda con cariño el frenético caos del tráfico de Kabul. Se le hace extraño conducir el Lexus por los ordenados carriles de la autopista 101 Sur, sin baches, con sus letreros siempre tan útiles, con todo el mundo tan educado, poniendo los intermitentes y cediendo el paso. Sonríe al acordarse de los taxistas adolescentes y temerarios en cuyas manos pusieron Timur y él sus vidas en Kabul.

En el asiento de al lado, Nahil no para de hacer preguntas. Sobre si era segura Kabul y qué tal la comida y si enfermó, sobre si hizo fotografías y vídeos de todo. Idris se esfuerza en describirle las escuelas bombardeadas, la gente que busca cobijo en edificios sin techo, el barro, los mendigos, los apagones, pero es como si intentara describir música. No consigue trasmitir su esencia, su sonido. Se le escapan los detalles más llamativos y vívidos de Kabul —el gimnasio culturista entre las ruinas, por ejemplo, con una imagen de Schwarzenegger en la ventana— y sus descripciones le parecen insípidas, genéricas, como salidas de un reportaje rutinario de una agencia de noticias.

En el asiento de atrás, los niños le siguen la corriente y prestan atención un rato, o al menos fingen hacerlo. Idris nota que se aburren. Entonces Zabi, que tiene ocho años, le pide a Nahil que ponga la película en el DVD portátil. Lemar, dos años mayor, intenta escuchar un poco más, pero Idris no tarda en oír el zumbido de un coche de carreras en la Nintendo DS.

—Pero ¿qué os pasa, niños? —los regaña Nahil—. Vuestro padre acaba de volver de Kabul. ¿No sentís curiosidad? ¿No tenéis preguntas que hacerle?

—No importa —dice Idris—. Déjalos.

Sin embargo, sí le molesta su falta de interés, su risueña ignorancia de la arbitraria lotería genética que les ha concedido sus privilegiadas vidas. De pronto se siente distanciado de su familia, incluso de Nahil, cuyas preguntas se centran sobre todo en los restaurantes y en la falta de agua corriente en las casas. Su expresión al mirarlos es ahora acusadora, como debió de serlo la de los habitantes de Kabul cuando él llegó a la ciudad.

—Estoy muerto de hambre —declara.

—¿Qué te apetece? —pregunta Nahil—. ¿Sushi, comida italiana? En Oakridge han abierto una nueva charcutería.

—¿Qué tal un poco de comida afgana? —propone él.

Se dirigen al Abe’s Kebab House, en la zona este de San José, cerca del antiguo mercadillo de Berryessa. El dueño, Abdulá, es un hombre canoso de poco más de sesenta años, con un bigote imperial y manos grandes y fuertes. Es paciente de Idris, y su mujer también. Cuando la familia entra en el restaurante, Abdulá los saluda desde la caja. El Kebab House es un pequeño negocio familiar. Sólo tiene ocho mesas, cubiertas por manteles de vinilo muchas veces pegajosos; hay menús plastificados, pósters de Afganistán en las paredes y una vieja vitrina expendedora de refrescos en un rincón. Abdulá recibe a los comensales, se ocupa de la caja, limpia. Al fondo está su esposa, Sultana; ella es la responsable de la magia. Idris la ve en la cocina, inclinada sobre algo que desprende vapor, con los ojos entornados y el cabello recogido bajo una redecilla. Le han contado a Idris que ella y Abdulá se casaron en Pakistán a finales de los setenta, tras la llegada al poder de los comunistas en su país. Les concedieron asilo en Estados Unidos en 1982, el año en que nació su hija, Pari.

Es ella quien les toma nota. Pari es simpática y atenta, tiene la tez clara de su madre y el mismo brillo de emotiva tenacidad en los ojos. Su cuerpo es extrañamente desproporcionado, esbelto y delicado de cintura para arriba, pero de anchas caderas y gruesos muslos y tobillos. Lleva una de sus habituales faldas amplias.

Idris y Nahil piden cordero con arroz integral y bolani. Los niños se deciden por kebabs de chapli, lo más parecido a una hamburguesa que encuentran en la carta. Mientras esperan, Zabi le cuenta a su padre que su equipo de fútbol ha llegado a la final. Juega de lateral derecho. El partido es el domingo. Lemar dice que él tiene un recital de guitarra el sábado.

—¿Qué tocarás? —pregunta Idris, empezando a acusar la diferencia horaria.

Paint it black.

—Qué guay.

—No sé si has ensayado bastante —interviene Nahil con cauteloso reproche.

Lemar deja caer la servilleta de papel que estaba enrollando.

—¡Mamá! ¿Lo dices en serio? ¿No ves los deberes que tengo todos los días? ¡Tengo mucho que hacer!

A media comida, Abdulá se acerca a saludar enjugándose las manos en el delantal. Pregunta si les gusta lo que les han servido, si puede traerles algo más.

Idris le cuenta que Timur y él acaban de volver de Kabul.

—¿Qué anda haciendo Timur yan? —quiere saber Abdulá.

—Nada bueno, como de costumbre.

Abdulá sonríe. Idris sabe cuánto cariño le tiene a Timur.

—Bueno, ¿y qué tal va el negocio del kebab?

Abdulá suspira.

—Doctor Bashiri, si quisiera soltarle una maldición a alguien, le diría «Que Dios te conceda un restaurante».

Ambos ríen brevemente.

A la salida del restaurante, cuando suben al todoterreno, Lemar dice:

—Papá, ¿le da comida gratis a todo el mundo?

—Claro que no —contesta Idris.

—Entonces, ¿por qué no quiere tu dinero?

«Eso se llama amabilidad», casi se le escapa a Idris.