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—Porque somos afganos, y porque yo soy su médico —dice, pero sólo es parte de la verdad. El motivo principal, supone, es que él es primo de Timur, y fue Timur quien, años atrás, le dejó el dinero a Abdulá para abrir el restaurante.

Una vez en casa, Idris se sorprende al principio al comprobar que han arrancado la moqueta del vestíbulo y el salón, que las escaleras están desnudas, con los clavos y los tablones visibles. Entonces se acuerda de que están en plena reforma, reemplazando las moquetas por madera noble, amplias tablas de cerezo de un color que, según el contratista, se llama Tetera de Cobre. Han lijado las puertas de los armarios de cocina y hay un agujero donde antes estaba el microondas. Nahil le dice que el lunes trabajará sólo media jornada porque ha quedado con la gente del parquet y Jason.

—¿Jason? —De pronto se acuerda: Jason Speer, el tipo de los sistemas de cine en casa.

—Viene a tomar medidas. Ya nos ha conseguido un altavoz de graves y un proyector con descuento. Mandará a tres operarios el miércoles, para que empiecen a trabajar.

Idris asiente con la cabeza. El cine en casa había sido idea suya, siempre lo había deseado. Pero ahora semejante idea lo avergüenza. Se siente desconectado de todo eso: de Jason Speer, de los armarios nuevos y los suelos de color Tetera de Cobre, de las zapatillas de baloncesto de ciento sesenta dólares de sus hijos, del cubrecama de chenilla en su habitación, de la energía con la que Nahil y él han luchado por esas cosas. Los frutos de su ambición le parecen frívolos ahora, no hacen sino recordarle el abismo brutal entre su vida y lo que ha visto en Kabul.

—¿Qué te pasa, cariño?

—Es la diferencia horaria —contesta Idris—. Me hace falta una siesta.

El sábado, aguanta todo el recital de guitarra, y al día siguiente la mayor parte del partido de fútbol de Zabi. Durante el segundo tiempo tiene que escabullirse al aparcamiento para dormir media hora. Afortunadamente, Zabi no se da cuenta. El domingo por la noche acuden unos cuantos vecinos a cenar. Hacen circular fotografías del viaje de Idris y aguantan educadamente la hora del vídeo sobre Kabul que Nahil insiste en ponerles contraviniendo los deseos de Idris. Durante la cena, le hacen preguntas sobre el viaje, le piden su opinión sobre la situación en Afganistán. Entre sorbo y sorbo del mojito, sus respuestas son breves.

—No consigo imaginar cómo son las cosas allí —comenta Cynthia, una profesora de Pilates del gimnasio al que va Nahil.

—Kabul es... —Idris busca las palabras adecuadas— un lugar con mil tragedias por kilómetro cuadrado.

—Tiene que haber sido todo un shock cultural, estar allí.

—Pues sí. —Idris no revela que el verdadero shock cultural lo ha experimentado al volver.

Finalmente, la conversación se centra en una reciente oleada de robos de correo en el vecindario.

Tendido en la cama esa noche, Idris pregunta:

—¿Tú crees que hace falta todo esto?

—¿Todo esto? —repite Nahil.

Él la ve reflejada en el espejo del lavabo, donde se cepilla los dientes.

—Esto. Todas estas cosas.

—No las necesitamos, si te refieres a eso —responde ella.

Escupe en el lavabo y hace gárgaras.

—¿No te parece excesivo?

—Hemos trabajado mucho, Idris. Acuérdate de las pruebas de acceso a Medicina y Derecho, de los años de facultad para los dos, de los tuyos como médico residente. Nadie nos ha regalado nada. No tenemos que pedir perdón por nada.

—Por el precio de ese sistema de cine en casa podríamos haber construido una escuela en Afganistán.

Nahil entra en el dormitorio y se sienta en la cama para quitarse las lentillas. Tiene un perfil precioso. Idris adora que su frente apenas se curve donde empieza la nariz, sus pómulos altos, su largo cuello.

—Entonces haz las dos cosas —dice su mujer; se vuelve y el colirio la hace parpadear—. No veo por qué no.

Unos años antes, Idris había descubierto que Nahil tenía apadrinado a un chico colombiano llamado Miguel. No se lo había contado, y como era ella quien se encargaba del correo y la economía de la casa, Idris había pasado años sin saberlo, hasta que un día la había visto leyendo una carta de Miguel. Una monja la había traducido del español. Incluía una fotografía de un chico alto y nervudo ante una cabaña con techo de paja y con una pelota de fútbol en las manos, sin otra cosa detrás que vacas flacuchas y montañas verdes. Nahil había empezado a mandarle dinero a Miguel cuando estudiaba Derecho. Sus cheques llevaban ya once años cruzándose con las fotos del chico y sus cartas de agradecimiento traducidas por monjas.

Nahil se quita los anillos.

—¿De qué va esto? No me digas que estar allí te ha provocado eso que llaman la culpa del superviviente.

—Es sólo que veo las cosas de manera un poco distinta.

—Vale, pues sácale partido a eso. Pero deja de mirarte el ombligo.

La diferencia horaria no lo deja dormir esa noche. Lee un poco, ve un rato una reposición de El ala oeste de la Casa Blanca y acaba en el ordenador, en la habitación de invitados que Nahil ha convertido en despacho. Ha recibido un correo electrónico de Amra, quien espera que haya llegado a casa sano y salvo y que su familia esté bien. En Kabul ha estado lloviendo «con furia», escribe, y en las calles el barro llega a los tobillos. La lluvia ha causado inundaciones y unas doscientas familias han sido evacuadas en helicóptero en Shomali, al norte de Kabul. El apoyo de la ciudad a la guerra de Bush en Iraq y el temor a represalias de Al Qaeda han provocado que se refuercen las medidas de seguridad. La última línea reza: «¿Has hablado ya con tu jefa?»

Bajo el texto de Amra hay pegado un breve párrafo de Roshi, transcrito por Amra. Dice así:

Salam, tío Idris:

Inshalá hayas llegado bien a América. Estoy segura de que tu familia se siente muy feliz de verte. Todos los días pienso en ti. Todos los días veo las películas que me compraste. Me gustan todas. Me pone triste que no estés aquí para verlas conmigo. Me encuentro bien y Amra yan me cuida mucho. Por favor, di salam a tu familia de mi parte. Inshalá nos veamos pronto en California.

Te saluda atentamente,

Roshana

Idris contesta a Amra, le da las gracias, escribe que lamenta lo de las inundaciones. Confía en que las lluvias remitan pronto. Le dice que hablará de Roshi con su jefa esa semana. Debajo, escribe:

Salam, Roshi yan:

Gracias por tu amable mensaje. Me ha hecho muy feliz tener noticias tuyas. Yo también pienso mucho en ti. Se lo he contado todo a mi familia y tienen muchas ganas de conocerte, especialmente mis hijos, Zabi yan y Lemar yan, quienes hacen muchas preguntas sobre ti. Todos estamos deseando tu llegada. Te mando todo mi cariño.

Tío Idris

Apaga el ordenador y se va a la cama.

El lunes, cuando entra en su consulta, se encuentra con una ristra de mensajes telefónicos. Las recetas desbordan la bandeja, a la espera de su aprobación. Tiene más de ciento sesenta correos electrónicos por leer y el buzón de voz está lleno. Echa un vistazo a su agenda en el ordenador y comprueba consternado que, en toda la semana, le han metido con calzador más pacientes entre hora y hora de visita. Peor incluso, esa tarde tendrá que ver a la temida señora Rasmussen, una mujer especialmente desagradable y conflictiva con síntomas indefinidos que no responden a tratamiento alguno. La mera idea de verse ante esa paciente hostil lo hace sudar. Y, por último, uno de los mensajes de voz es de su jefa de servicio, Joan Schaeffer: le cuenta que una paciente a quien él diagnosticó una neumonía justo antes del viaje a Kabul resultó padecer en realidad una insuficiencia cardíaca congestiva. El caso se analizará la semana próxima en la Evaluación de Colegas, una videoconferencia mensual que presencian todos los centros, durante la cual se utilizan errores cometidos por médicos anónimos para ilustrar cuestiones de aprendizaje. Idris sabe que lo del anonimato no funciona: al menos la mitad de los presentes en la sala sabrá quién es el médico culpable.