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Empieza a dolerle la cabeza.

Esa mañana, desafortunadamente, se retrasa con las visitas. Aparece un paciente con asma y sin hora, y hace falta someterlo a tratamientos respiratorios y monitorizar el flujo sanguíneo y la saturación de oxígeno. Un ejecutivo de mediana edad a quien Idris visitó por última vez tres años antes llega con síntomas de infarto de miocardio. Idris no puede salir a almorzar hasta pasado el mediodía. En la sala de reuniones donde comen los médicos, da apresurados bocados a un sándwich de pavo reseco mientras trata de ponerse al día con las notas. Contesta a las preguntas de sus colegas, las de siempre. ¿Es segura Kabul? ¿Qué opinan los afganos de la presencia estadounidense? Sus respuestas son muy breves; tiene la cabeza en otro sitio, en la señora Rasmussen, en mensajes de voz que precisan respuesta, en recetas a las que tiene que dar el visto bueno, en los tres pacientes metidos con calzador en su agenda de esa tarde, en la Evaluación de Colegas que le espera, en los operarios que sierran, taladran y dan martillazos en su casa. Hablar de Afganistán —y lo deja perplejo que haya ocurrido tan deprisa y tan imperceptiblemente— le produce de pronto la misma sensación que hablar de una película muy emotiva e intensa vista hace poco y cuyos efectos empiezan a menguar.

La semana resulta una de las más duras de su carrera profesional. Aunque era su intención hacerlo, no encuentra tiempo para hablar con Joan Schaeffer sobre Roshi. Pasa toda la semana de un humor de perros. En casa se muestra brusco con los chicos, molesto por el ruido y los operarios que no paran de entrar y salir. Su pauta de sueño aún tiene que volver a la normalidad. Recibe dos correos más de Amra con nuevas noticias sobre las condiciones en Kabul. Rabia Balkhi, el hospital de mujeres, ha vuelto a abrir. El gabinete de Karzai permitirá que las cadenas de televisión por cable transmitan programas, desafiando a los islámicos de la línea dura, que se habían opuesto a ello. En una posdata en el segundo correo, Amra le dice que Roshi está más encerrada en sí misma desde su marcha y vuelve a preguntarle si ha hablado ya con su jefa. Idris se aleja del teclado. Vuelve a sentarse ante él más tarde, avergonzado de que la nota de Amra lo haya irritado tanto, de que se haya sentido tentado de responderle en mayúsculas: «Lo haré a su debido tiempo.»

—Espero que te haya parecido bien.

Joan Schaeffer está sentada a su escritorio con las manos unidas en el regazo. Es una mujer enérgica y alegre, de cara redonda y áspero cabello cano. Lo mira por encima de las estrechas gafas de lectura ajustadas en la nariz.

—Entiendes que la cuestión no era ponerte en entredicho, ¿verdad?

—Sí, claro —contesta Idris—. Lo entiendo.

—Y no te sientas mal. Podría pasarle a cualquiera. A veces cuesta distinguir una neumonía de una insuficiencia cardíaca en una radiografía.

—Gracias, Joan. —Se levanta para irse, pero se detiene en la puerta—. Ah, hay algo que quiero hablar contigo.

—Claro, claro. Siéntate.

Idris vuelve a sentarse. Le habla de Roshi, de su herida y la falta de medios en el hospital de Wazir Akbar Khan. Le confía el compromiso que ha contraído con Amra y Roshi. Al decirlo en voz alta, siente el peso de su promesa de una forma que no sintió en Kabul cuando estaba en el pasillo con Amra, cuando ella lo besó en la mejilla. Lo inquieta descubrir que se siente como un comprador arrepentido.

—Madre mía, Idris —dice Joan negando con la cabeza—. Qué admirable por tu parte. Pero qué espanto, pobre niña. No puedo ni imaginármelo.

—Sí, lo sé. —Idris le pregunta si el grupo médico estaría dispuesto a cubrir la operación—. O las operaciones. Tengo la sensación de que necesitará más de una.

Joan exhala un suspiro.

—Me gustaría. Pero, para serte franca, dudo que el consejo directivo lo aprobara, Idris. Lo dudo muchísimo. Ya sabes que llevamos estos últimos cinco años en números rojos. Y también habría cuestiones legales complicadas.

Joan guarda silencio, quizá esperando que Idris le replique, pero él no lo hace.

—Comprendo —dice.

—Deberías poder encontrar alguna organización humanitaria que haga esta clase de cosas, ¿no? Supondrá bastante trabajo, pero...

—Estudiaré esa posibilidad. Gracias, Joan. —Vuelve a levantarse y le sorprende sentirse menos agobiado, casi aliviado por su respuesta.

Tardan otro mes en acabar de instalarles el cine en casa, pero es una maravilla. La imagen que emite el proyector montado en el techo es muy nítida, y los movimientos en la pantalla de ciento dos pulgadas son sorprendentemente fluidos. El sonido envolvente 7.1, los ecualizadores gráficos y los paneles de absorción de sonido que han instalado en los cuatro rincones han obrado maravillas con la acústica. Ven Piratas del Caribe; los niños, encantados con la tecnología, se sientan a ambos lados de él y comen palomitas del cubo comunitario que tiene en el regazo. Los dos se duermen antes de la escena final de la interminable batalla.

—Yo los acuesto —le dice Idris a Nahil.

Se lleva a uno y luego al otro. Están creciendo, y sus delgados cuerpos se alargan con alarmante velocidad. Cuando los acuesta, cobra repentina conciencia del sufrimiento que le espera. Dentro de un año, dos como mucho, los chicos lo desplazarán. Se enamorarán de otras cosas, de otras personas, se avergonzarán de él y de Nahil. Recuerda con añoranza cuando eran pequeños e indefensos, tan absolutamente dependientes de él. Recuerda que a Zabi lo aterrorizaban las bocas de alcantarilla y daba grandes y torpes rodeos para evitarlas. Una vez, cuando estaban viendo una película antigua, Lemar le había preguntado si él ya vivía en la época en que el mundo era en blanco y negro. Ese recuerdo le arranca una sonrisa. Besa a sus hijos en la mejilla.

Se queda sentado en la oscuridad, observando cómo duerme Lemar. Piensa que ha juzgado a sus chicos con demasiada ligereza, que no ha sido justo con ellos. Y también ha sido demasiado duro consigo mismo. No es ningún criminal. Todo lo que tiene se lo ha ganado. En los noventa, cuando casi todos sus conocidos andaban de discotecas y persiguiendo mujeres, él estaba enterrado en los libros o se arrastraba por pasillos de hospital a las dos de la madrugada, renunciando a horas de sueño y ocio, a las comodidades. De los veinte a los treinta había entregado su vida a la medicina. No le debe nada a nadie. ¿Por qué ha de sentirse mal? Ésta es su familia. Ésta es su vida.

Ese último mes, Roshi se ha convertido en algo abstracto para él, como el personaje de una obra. El vínculo entre ambos se ha vuelto más débil. La inesperada intimidad que sintió en aquel hospital, tan intensa y urgente, ha ido menguando, apagándose. La experiencia ha perdido fuerza. Comprende que la intensa determinación que se apoderó de él no fue en realidad más que una ilusión, un espejismo. Fue víctima de la influencia de algo parecido a una droga. La distancia entre él y la niña se le antoja inmensa ahora, infinita e insuperable, y la promesa que le hizo le parece insensata, un error imprudente, una interpretación terriblemente mala del alcance de sus propias capacidades, de su voluntad y su forma de ser. Más vale olvidarse de ello. No es capaz de hacerlo, sencillamente. En las últimas dos semanas ha recibido tres correos más de Amra. Leyó el primero y no contestó. Los otros dos los borró sin leerlos.

En la librería hay una cola de doce o trece personas. Va del escenario improvisado hasta el expositor de revistas. Una mujer alta y de cara redonda reparte post-its amarillos a los que esperan para que anoten su nombre y el mensaje personal que quieran en la dedicatoria. En la cabeza de la cola, una dependienta ayuda a la gente a abrir los libros por la portadilla.