Idris está entre los primeros, y sostiene un ejemplar del libro en la mano. La mujer que le precede, de unos cincuenta años y cabello rubio muy corto, le pregunta:
—¿Lo ha leído?
—No.
—En nuestro club de lectura lo leeremos el mes que viene. Me toca a mí elegir.
—Ah.
La mujer frunce el entrecejo y se lleva una mano al pecho.
—Qué historia tan conmovedora, tan estimulante... Apuesto a que harán una película.
Idris le ha dicho la verdad. No ha leído el libro, y duda que lo haga nunca. No cree tener agallas para verse en esas páginas. Pero otros sí lo leerán, quizá millones de personas. Y cuando lo hagan, él quedará expuesto. Todo el mundo lo sabrá. Nahil, sus hijos, sus colegas. Se le revuelve el estómago con sólo pensarlo.
Abre otra vez el libro, pasa la página de los agradecimientos y la de la biografía del coautor, que es quien lo ha escrito en realidad. Vuelve a mirar la fotografía de la solapa. No hay rastro de la herida. Si tiene una cicatriz, y ha de tenerla, queda oculta por el pelo negro, largo y ondulado. Roshi lleva una blusa con diminutas cuentas doradas, un colgante con el nombre de Alá, pendientes de bolitas de lapislázuli. Está apoyada contra un árbol, mirando sonriente a la cámara. Idris piensa en los monigotes que le había dibujado. «No te vayas. No me dejes, tío.» No detecta en esa joven ni un solo indicio de la trémula criaturita que había conocido seis años antes tras una cortina.
Echa una ojeada a la dedicatoria.
«A los dos ángeles de mi vida: mi madre Amra y mi tío Timur. Sois mis salvadores. Os lo debo todo.»
La cola avanza. A la mujer del corto pelo rubio le firman su ejemplar. Luego se aparta, e Idris, con el corazón desbocado, da un paso adelante. Roshi alza la mirada. Lleva un chal afgano sobre una blusa de manga larga de tono calabaza y unos pequeños pendientes ovales de plata. Tiene los ojos más oscuros de lo que él recordaba y en su cuerpo han aparecido ya curvas femeninas. Lo mira sin pestañear y, aunque no da muestras de reconocerlo y esboza una sonrisa educada, hay cierta diversión distante en su expresión, algo juguetón y malicioso que revela que no se siente intimidada. Todo eso supera a Idris, y de pronto todas las palabras que tenía preparadas —incluso las había escrito y ensayado por el camino— se esfuman. No consigue decir nada. Sólo puede quedarse allí plantado, con aire vagamente ridículo.
La dependienta se aclara la garganta.
—Señor, si me da su ejemplar, se lo abriré por la portadilla y Roshi le firmará un autógrafo.
El libro. Idris baja la mirada y comprueba que lo tiene entre las manos crispadas. No ha ido hasta ahí para que se lo firmen, por supuesto. Sería mortificante y grotesco, después de todo lo ocurrido. Pero se ve tendiéndoselo a la dependienta, quien lo abre con gesto experto por la página precisa, y ve cómo la mano de Roshi garabatea algo bajo el título. Él dispone de sólo unos segundos para decir algo, no porque vaya a mitigar lo injustificable, sino porque cree que se lo debe. Pero cuando la dependienta le devuelve el libro, Idris no encuentra palabras. Ojalá tuviese un ápice del valor de Timur. Vuelve a mirar a Roshi, que ya mira más allá de él, al siguiente en la cola.
—Soy... —empieza.
—Perdone, señor, pero tenemos que pasar al siguiente —dice la dependienta.
Idris agacha la cabeza y abandona la cola.
Tiene el coche en el aparcamiento de la librería. El trayecto hasta él es el más largo de su vida. Abre la puerta y se detiene un momento antes de subir. Con unas manos que no han parado de temblar, vuelve a abrir el libro. Roshi no ha garabateado su firma. Le ha escrito dos frases, en inglés.
Cierra el libro, y los ojos también. Supone que debería sentirse aliviado, pero una parte de él desea otra cosa. Quizá que ella le hubiese puesto mala cara, que le hubiese dicho algo infantil, lleno de odio y desprecio. Un estallido de rencor. Quizá habría sido mejor algo así. Pero en cambio se lo ha quitado de encima de forma limpia y diplomática. Y le ha dejado esa nota: «No te preocupes. Tú no apareces.» Un gesto bondadoso. O quizá, para ser más exactos, un gesto caritativo. Debería sentir alivio, pero duele. Siente el impacto del golpe, como un hachazo en la cabeza.
Ve un banco cerca de allí, bajo un olmo. Va hasta él y deja el libro. Vuelve al coche y se sienta al volante, tarda un buen rato en ser capaz de darle al contacto y marcharse.
6
Febrero de 1974
Nota del editor,
Parallaxe, n.º 84, p. 5, invierno de 1974
Queridos lectores:
Hace cinco años, cuando iniciamos la publicación de números trimestrales que incluían entrevistas a poetas poco conocidos, no podíamos haber previsto que se volverían tan populares. Muchos de ustedes pidieron más entregas, y fueron de hecho sus cartas entusiastas las que allanaron el camino para que esos números se convirtieran en una tradición anual en Parallaxe. Esas semblanzas se han convertido ahora también en favoritas de nuestros colaboradores habituales. Han conducido al descubrimiento, o redescubrimiento, de algunos poetas muy valiosos y a un reconocimiento, aunque tardío, de su obra.
Sin embargo, una sombra de tristeza viene a empañar este número. Nuestro poeta protagonista del trimestre es Nila Wahdati, una poetisa afgana a quien Étienne Boustouler entrevistó el pasado invierno en Courbevoie, cerca de París. Tengo la certeza de que coincidirán conmigo en que madame Wahdati le ofreció al señor Boustouler una de las entrevistas más reveladoras y sorprendentemente francas que se han publicado nunca. Fue con enorme tristeza como nos enteramos de su prematura muerte, no mucho después de que se llevara a cabo esa entrevista. La comunidad de los poetas la echará de menos. Deja una hija.
La coincidencia es asombrosa. La puerta del ascensor se abre con un tintineo en el momento preciso, exacto, en que empieza a sonar el teléfono. Pari lo oye sonar en el apartamento de Julien, que está al principio del estrecho pasillo apenas iluminado y es el más cercano al ascensor. Sabe intuitivamente quién llama. Y Julien también, por la expresión de su cara.
Julien, ya dentro del ascensor, dice:
—Déjalo sonar.
Detrás de él está la rubicunda y estirada vecina de arriba. Mira a Pari con mal talante e impaciencia. Julien la llama la chèvre, por los pelillos como de chivo que tiene en la barbilla.
—Venga, Pari —dice él—. Ya vamos tarde.
Julien ha reservado mesa para las siete en un nuevo restaurante en el XVI arrondissement, que tiene ya cierta fama por su poulet braisé, su sole cardinale y su hígado de ternera al vinagre de jerez. Han quedado con Christian y Aurelie, viejos amigos de Julien de la universidad, de sus tiempos de estudiante, no de profesor. Se supone que han de encontrarse para el aperitivo a las seis y media, y ya son las seis y cuarto. Aún tienen que caminar hasta la estación del metro, ir hasta la parada de Muette y luego recorrer las seis manzanas que la separan del restaurante.
El teléfono sigue sonando.
La mujer cabra tose.
—¿Pari? —insiste Julien, con tono más firme.
—Probablemente es maman —dice Pari.
—Sí, ya me lo imagino.
Por absurdo que parezca, Pari piensa que maman, con su eterno don para el dramatismo, ha elegido ese instante específico para llamar, para acorralarla y hacerle tomar esa decisión: entrar en el ascensor con Julien o contestar la llamada.