—Igual es importante.
Julien suelta un suspiro.
Cuando la puerta del ascensor se cierra tras él, se apoya contra la pared del pasillo. Hunde las manos en los bolsillos de la trenca y por un instante parece un personaje de una novela policíaca de Melville.
—Sólo será un segundo —dice Pari.
Julien le lanza una mirada escéptica.
El apartamento de Julien es pequeño. En seis zancadas, Pari ha cruzado el recibidor, pasado de largo la cocina y ya está sentada en el borde de la cama tendiendo la mano hacia el teléfono que hay sobre la única mesita de noche que les cabe. Sin embargo, la vista es espectacular. Ahora llueve, pero en un día despejado, por la ventana que mira al este se ve la mayor parte de los arrondissements XIX y XX.
—Oui, allô? —pregunta.
Contesta una voz de hombre.
—Bonsoir. ¿Es usted mademoiselle Pari Wahdati?
—¿De parte de quién?
—¿Es usted la hija de madame Nila Wahdati?
—Sí.
—Soy el doctor Delaunay. Llamo por su madre.
Pari cierra los ojos. Antes del temor habitual experimenta una breve punzada de culpa. Ya ha recibido esa clase de llamadas, demasiadas para llevar la cuenta; en realidad, desde que era una adolescente, e incluso antes: en cierta ocasión, en quinto curso, estaba en pleno examen de geografía cuando el profesor tuvo que interrumpirla, hacerla salir al pasillo, y explicarle en susurros qué había ocurrido. Las llamadas le resultan familiares, pero la repetición no ha supuesto despreocupación por su parte. Con cada llamada piensa «Esta vez sí, se acabó», y con cada llamada cuelga y corre junto a su madre. Con su jerga de economista, Julien le ha dicho que si pone fin a la oferta de atención es muy posible que la demanda cese también.
—Ha sufrido un accidente —dice el doctor Delaunay.
Pari se acerca a la ventana y escucha la explicación del médico. Enrosca y desenrosca el cable del teléfono en torno a un dedo mientras él describe la visita de su madre al hospital, el corte en la frente, los puntos de sutura, la vacuna antitetánica, la cura que ha de llevar a cabo con agua oxigenada, antibióticos por vía tópica y vendas. Pari recuerda de pronto aquella vez, cuando tenía diez años, que había llegado a casa del colegio y se había encontrado veinticinco francos y una nota manuscrita en la mesa de la cocina: «Me he ido a Alsacia con Marc, supongo que te acuerdas de él. Volveré en un par de días. Sé buena chica. (¡No te acuestes tarde!) Je t’aime. Maman.» Pari se había quedado de pie en la cocina, temblando y con los ojos húmedos, diciéndose que no era tan grave, que dos días no era tanto tiempo.
El médico le ha preguntado algo.
—¿Perdone?
—Le decía que si va a venir a recogerla usted, mademoiselle. La herida no es grave, pero comprenderá que es mejor que no se vaya sola a casa. También podemos pedirle un taxi.
—No. No hace falta. Estaré ahí dentro de media hora.
Se sienta en la cama. Julien va a enfadarse, y probablemente se sentirá avergonzado ante Christian y Aurelie, cuyas opiniones parecen importarle mucho. Pari no tiene ganas de salir al pasillo y enfrentarse a Julien. Y tampoco de ir hasta Courbevoie y enfrentarse a su madre. Preferiría tenderse y quedarse dormida escuchando cómo el viento arroja perdigones de lluvia contra la ventana.
Enciende un pitillo, y cuando Julien entra en la habitación a su espalda y pregunta «No vienes, ¿verdad?», no contesta.
Fragmento de «El ruiseñor afgano», entrevista
a Nila Wahdati, por Étienne Boustouler,
Parallaxe, n.º 84, p. 33, invierno de 1974
E.B.: Tengo entendido que en realidad es usted mitad afgana y mitad francesa.
N.W.: Mi madre era francesa, sí. Parisina.
E.B.: Pero conoció a su padre en Kabul. Usted nació allí.
N.W.: Sí. Se conocieron allí en 1927. En una cena formal en el palacio real. Mi madre acompañaba a su padre, mi abuelo, a quien habían enviado a Kabul para asesorar al rey Amanulá sobre sus reformas. ¿Ha oído hablar de él, del rey Amanulá?
Estamos en la sala de estar del apartamento de Nila Wahdati en el trigésimo piso de un edificio residencial en la población de Courbevoie, al noroeste de París. La habitación es pequeña, está poco iluminada y cuenta con pocos elementos decorativos: un sofá de color azafrán, una mesita, dos altas librerías. La poetisa está sentada de espaldas a la ventana, que ha abierto para ventilar el humo de los cigarrillos que fuma sin parar.
Nila Wahdati declara tener cuarenta y cuatro años. Es una mujer increíblemente atractiva; quizá ha dejado atrás la cúspide de su belleza, pero no muy atrás. Pómulos altos y regios, cutis bonito, cintura estrecha. Tiene unos ojos inteligentes y provocadores, y una mirada penetrante que te pone a prueba y te juzga, y al mismo tiempo te hace sentir que juega contigo, siempre cautivándote. Sospecho que esa mirada sigue siendo un arma de seducción temible. No lleva maquillaje salvo el pintalabios, que se le ha corrido levemente. Un pañuelo de colores le cubre la frente, y viste una blusa morada desvaída y vaqueros, sin zapatos ni calcetines. Aunque sólo son las once de la mañana, bebe un chardonnay que se sirve de una botella sin enfriar. Me ha ofrecido amablemente una copa, que yo he rechazado.
N.W: Fue el mejor rey que han tenido nunca.
El comentario me parece interesante por su forma de expresarlo.
E.B.: ¿Que han tenido? ¿No se considera afgana?
N.W.: Digamos que me he divorciado de mi mitad más problemática.
E.B.: Siento curiosidad por el motivo.
N.W.: Si hubiera tenido éxito, me refiero al rey Amanulá, es posible que le hubiera dado una respuesta diferente.
Le pido que se explique.
N.W.: Verá, resulta que el rey se despertó una mañana y declaró su intención de convertir el país, entre gritos y protestas si hacía falta, en una nación más moderna y progresista. ¡Por Dios! Para empezar, nadie volvería a llevar velo, anunció. ¡Imagínese, monsieur Boustouler, una mujer en Afganistán arrestada por llevar un burka! Cuando su esposa, la reina Soraya, apareció en público con el rostro descubierto... Oh la la. Los pulmones de los ulemas se inflaron de suficientes suspiros para hacer volar mil Hindenburgs. ¡Y se acabó la poligamia! Eso, comprenda usted, en un país donde los reyes tenían legiones de concubinas y nunca llegaban a ver siquiera a la mayoría de los hijos que tan frívolamente engendraban. A partir de ahora, declaró, ningún hombre podrá obligaros a contraer matrimonio. Y se acabó lo de ponerles precio a las novias, valientes mujeres de Afganistán, y el matrimonio con niñas, y aún hay más: todas iréis a la escuela.
E.B.: De modo que era un visionario.
N.W.: O un imbécil. Siempre me ha parecido que la línea que los separa es peligrosamente fina.
E.B.: ¿Qué le ocurrió?
N.W.: La respuesta es tan irritante como predecible, monsieur Boustouler. Pues la yihad, por supuesto. Los ulemas, los jefes tribales, declararon la yihad contra él. ¡Imagínese mil puños clamando al cielo! El rey había hecho moverse la tierra, pero estaba rodeado por un océano de fanáticos, y ya sabrá usted qué pasa cuando el lecho del océano se estremece, monsieur Boustouler. Un tsunami de rebelión barbada arremetió contra el pobre rey y se lo llevó, haciendo inútiles aspavientos, para escupirlo en las costas de la India, luego en Italia y por último en Suiza, donde salió arrastrándose del barro y murió convertido en un viejo desilusionado en el exilio.
E.B.: ¿Y el país que emergió? Supongo que a usted no le gustó demasiado.
N.W.: Y lo mismo pasó a la inversa.
E.B.: De ahí su traslado a Francia en 1955.