N.W.: Me trasladé a Francia porque quería salvar a mi hija de cierta clase de vida.
E.B.: ¿A qué clase de vida se refiere?
N.W.: No quería verla convertida, en contra de su voluntad y su naturaleza, en una de esas tristes y diligentes mujeres a quienes les espera toda una vida de callada servidumbre, siempre temerosas de hacer, decir o aparentar lo que no deben. Mujeres que gozan de la admiración de algunos en Occidente, aquí en Francia por ejemplo, convertidas en heroínas por las duras vidas que llevan, admiradas desde lejos y por quienes no soportarían ni un solo día en su lugar. Mujeres que tienen que sofocar sus deseos y renunciar a sus sueños y que sin embargo, y esto es lo peor, monsieur Boustouler, cuando las ves, sonríen y fingen no abrigar el menor recelo, como si llevaran vidas envidiables. Pero si uno las mira bien, ve la expresión de desamparo, la desesperación que desmiente su aparente buen humor. Es patético, monsieur Boustouler. Yo no quería eso para mi hija.
E.B.: Supongo que ella comprende todo eso, ¿no?
Enciende otro cigarrillo.
N.W.: Bueno, los hijos nunca acaban de ser como uno esperaba, monsieur Boustouler.
En Urgencias, una enfermera malhumorada le indica a Pari que espere en el mostrador de admisiones, cerca de un perchero con ruedas lleno de tablillas y gráficos. A Pari le causa asombro que haya gente que invierta voluntariamente toda la juventud en formarse para una profesión que los hace acabar en sitios como ése. No consigue entenderlo. Detesta los hospitales. Odia ver a la gente en su peor momento, el repugnante olor, las camillas chirriantes, los pasillos con sus cuadros anodinos, los incesantes anuncios por megafonía.
El doctor Delaunay resulta ser más joven de lo que esperaba, de nariz y labios finos y rubio pelo rizado. La conduce fuera de Urgencias a través de la puerta de doble batiente que da al vestíbulo principal.
—Su madre ha llegado bastante ebria —le dice en tono confidencial—. No parece sorprendida.
—No lo estoy.
—Tampoco lo estaban varios miembros del personal de enfermería. Me dicen que prácticamente tiene cuenta aquí. Yo soy nuevo, nunca había tenido el placer de atenderla.
—¿Ha montado algún numerito?
—Digamos que estaba de malas pulgas —contesta él—, y se puso un poco melodramática, debería añadir.
Intercambian una breve sonrisa.
—¿Se recuperará?
—A corto plazo, sí —dice el doctor Delaunay—. Pero debo recomendar, y con insistencia, que beba menos. Esta vez ha tenido suerte, pero quién sabe qué pasará la próxima...
Pari asiente con la cabeza.
—¿Dónde está?
El médico la conduce de vuelta a la sala de Urgencias y dobla la esquina.
—Cama número tres. Pasaré dentro de poco con instrucciones para el alta.
Pari le da las gracias y va al encuentro de su madre.
—Salut, maman.
Maman esboza una sonrisa cansada. Tiene el pelo alborotado y lleva calcetines de colores distintos. Le han vendado la frente y en el brazo izquierdo tiene una vía conectada a un gotero de líquido incoloro. Lleva una bata de hospital, del revés, y no se la ha atado bien. Se le ha abierto un poco por delante, y Pari ve una pequeña parte de la gruesa y oscura cicatriz vertical de la cesárea. Hace unos años le preguntó a su madre por qué no tenía la cicatriz horizontal habitual, y ella contestó que en su momento los médicos le habían dado una explicación técnica que ya no recordaba. «Lo importante —dijo— es que consiguieron sacarte.»
—Te he fastidiado la cena —murmura ahora.
—Con los accidentes ya se sabe. He venido para llevarte a casa.
—Podría dormir una semana entera. —Se le cierran los ojos, aunque sigue hablando, arrastrando las palabras—. Estaba sentada viendo la televisión. Tenía hambre, y he ido a la cocina a buscar un poco de pan con mermelada. Entonces he resbalado, no sé muy bien cómo ni con qué, pero al caer me he dado en la cabeza con el tirador del horno. Es posible que haya perdido el conocimiento un par de minutos. Siéntate, Pari. Me pones nerviosa ahí de pie.
Pari se sienta.
—El médico ha dicho que habías bebido.
Maman entreabre un ojo. Su afición a frecuentar a los médicos sólo se ve superada por lo mucho que le desagradan.
—¿Ese niñato? ¿Eso ha dicho? Le petit salaud. ¿Qué sabe él? Aún le huele el aliento a la teta de su madre.
—Siempre te lo tomas a broma, cada vez que saco el tema.
—Estoy cansada, Pari. Puedes regañarme en otro momento. La picota no va a ir a ningún sitio.
Se queda dormida, ahora sí. Empieza a roncar de forma muy desagradable, como sólo hace después de una borrachera.
Pari se sienta en el taburete junto a la cama para esperar al doctor Delaunay, e imagina a Julien sentado a una mesa con iluminación tenue, con la carta en la mano, explicándoles esa nueva crisis a Christian y Aurelie ante elegantes copas de burdeos. Se ha ofrecido a acompañarla al hospital, aunque con escaso entusiasmo, por pura formalidad. De todas maneras, no habría sido buena idea que lo hiciera. El doctor Delaunay habría visto entonces un comportamiento melodramático de verdad... Aun así, aunque Julien no hubiese podido ir con ella, desearía al menos que no hubiese salido a cenar sin ella. Todavía está un poco perpleja por su actitud. Podría haber elegido otra noche, cambiado la reserva. Pero Julien ha ido. Y no ha sido sólo un acto irreflexivo. No. Ha habido cierta mala intención en su gesto, algo deliberado, agresivo. Desde hace algún tiempo ella es consciente de que Julien tiene la capacidad de ser así. Últimamente se pregunta si además le gusta.
Fue en una sala de Urgencias no muy distinta de ésta donde maman conoció a Julien. Pasó hace poco más de diez años, en 1963, cuando Pari tenía catorce. Él había acompañado a un colega aquejado de migraña. Maman la había llevado a ella, que era la paciente en esa ocasión, porque se había hecho un esguince en el tobillo durante la clase de gimnasia en el colegio. Pari estaba tendida en una camilla cuando Julien entró empujando su silla y entabló conversación con maman. Pari no recuerda ahora qué se dijeron. Sí se acuerda de que Julien preguntó: «¿Paris, como la ciudad?» Y de que maman respondió lo de siempre: «No, sin la ese. En farsi significa “hada”.»
Aquella misma semana quedaron para cenar, una noche lluviosa, en un pequeño bistro cerca del boulevard Saint-Germain. Previamente, en casa, maman había protagonizado una larga escena de indecisión sobre qué ponerse, para decidirse al fin por un vestido azul pastel de cintura ceñida, guantes largos y zapatos puntiagudos con tacón de aguja. Y a pesar de todo, ya en el ascensor, le había dicho a Pari: «No queda demasiado Jackie Kennedy, ¿verdad? ¿Qué te parece?»
Antes de cenar fumaron cigarrillos, los tres, y maman y Julien bebieron jarras de cerveza helada. Luego Julien pidió una segunda ronda, y una tercera. Julien, con camisa blanca, corbata y una americana a cuadros, tenía los modales medidos y corteses de un hombre distinguido. Sonreía con soltura y reía sin esfuerzo. Tenía las sienes ligeramente salpicadas de gris, algo que Pari no había advertido a la luz mortecina de la sala de Urgencias, y calculó que rondaría la edad de su madre. Estaba muy al corriente de los temas de actualidad y pasó un rato hablando del veto de De Gaulle a la entrada de Inglaterra en el Mercado Común, y para sorpresa de Pari, casi consiguió volverlo interesante. Sólo reveló que había empezado a dar clases de Economía en la Sorbona cuando maman le preguntó a qué se dedicaba.