—¿Eres profesor? Vaya, cuánto glamour.
—Qué va —repuso él—. Deberías asistir a una clase. Te quitaría rápidamente esa idea de la cabeza.
—Quizá lo haga.
Pari advirtió que maman ya estaba achispada.
—Igual me cuelo un día de éstos, para verte en acción.
—¿En acción? Recuerda que doy clases de Teoría Económica, Nila. Si vienes, te encontrarás con que mis alumnos me consideran un imbécil.
—Lo dudo, la verdad.
Pari pensó lo mismo. Supuso que buena parte de las alumnas de Julien deseaban acostarse con él. Durante toda la cena intentó que no la pillaran mirándolo. Tenía una cara que parecía salida de una vieja película de cine negro, una cara hecha para filmarla en blanco y negro, con las sombras paralelas de una persiana proyectándose en ella y el humo de un cigarrillo elevándose en espiral a su lado. Un mechón de cabello con forma de paréntesis se las apañaba siempre para caerle sobre la frente con bastante encanto, demasiado quizá. Quizá pendía realmente ahí de modo no premeditado, pero Pari se fijó en que él nunca se molestaba en apartarlo.
Julien se interesó por la pequeña librería de la que maman era propietaria y directora. Estaba en la otra orilla del Sena, cruzado el Pont d’Arcole.
—¿Tienes libros sobre jazz?
—Bah oui —repuso maman.
Fuera la lluvia arreciaba y el bistro se tornó más bullicioso. El camarero les sirvió hojaldres de queso y brochetas de jamón, y siguió una extensa conversación entre maman y Julien sobre Bud Powell, Sonny Stitt, Dizzy Gillespie y el favorito de Julien, Charlie Parker. Maman le dijo que a ella le gustaba más el estilo West Coast de Chet Baker y Miles Davis, ¿había escuchado Julien Kind of Blue? A Pari la sorprendió que a maman le gustara tanto el jazz y que estuviera familiarizada con tantos músicos. Pari sintió, y no por vez primera, una admiración infantil por maman mezclada con la inquietante sensación de que en realidad no la conocía del todo. Lo que no la sorprendió fue la seducción sin esfuerzo que maman estaba llevando a cabo con Julien. Estaba en su elemento. No le costaba nada atraer la atención de los hombres. Los dejaba anonadados.
Pari la observó proferir murmullos juguetones, soltar risitas ante las bromas de Julien, ladear la cabeza mientras enroscaba un mechón de cabello. Volvió a maravillarse de que fuera tan joven y guapa; maman sólo era veinte años mayor que ella. Tenía un cabello oscuro y largo, pecho generoso, ojos preciosos y un rostro que cohibía por su lustre de facciones clásicas, regias. Y a Pari aún la asombraba más lo poco que se parecía ella a su madre con sus ojos claros y solemnes, la larga nariz, la sonrisa de dientes separados y los pechos pequeños. Si estaba dotada de alguna hermosura, era más modesta y prosaica. Estar con su madre siempre le recordaba que su propia belleza se había tejido con una hebra más corriente. A veces era la propia maman quien se lo recordaba, aunque siempre lo ocultara en un caballo troyano de cumplidos.
—Tienes suerte, Pari —solía decirle—. No tendrás que luchar tanto para que los hombres te tomen en serio. A ti te prestarán atención. Demasiada belleza enreda las cosas. —Pari se reía—. No, escúchame. No estoy diciendo que hable por experiencia. Por supuesto que no. Sólo es una observación.
—Estás diciendo que no soy guapa.
—Estoy diciendo que más te vale no serlo. Además, eres mona, y con eso basta y sobra, je t’assure, ma chérie. Es mejor, incluso.
Pari creía que tampoco se parecía mucho a su padre. Había sido un hombre alto, de cara seria, labios finos, mentón puntiagudo y frente alta. Pari tenía varias fotografías suyas en su habitación, de su infancia en la casa de Kabul. Había caído enfermo en 1955, que fue cuando maman y ella se mudaron a París, y había muerto poco después. A veces, Pari se encontraba contemplando una de esas viejas fotos, en especial una en blanco y negro de ellos dos, padre e hija, de pie ante un viejo coche americano. Él estaba apoyado en el parachoques con ella en brazos, y ambos sonreían. Recordaba una ocasión en que él había dibujado jirafas y monos de cola larga para ella en el lateral de un armario. La había dejado pintar uno de los monos, sosteniéndole la mano, guiando con paciencia sus pinceladas.
Ver el rostro de su padre en esas fotografías despertaba una vieja sensación en Pari, una sensación que experimentaba desde hacía tanto tiempo como podía recordar: la de que en su vida había una ausencia, de algo o de alguien, que era fundamental para su propia existencia. A veces era una sensación vaga, como un mensaje enviado a través de una enorme distancia y por caminos envueltos en sombra, una señal débil en el dial de una radio, remota, trémula. Otras veces sentía esa ausencia con tanta claridad, tan íntima y cercana, que el corazón le daba un vuelco. Le ocurrió una vez en la Provenza, dos años antes, cuando vio un roble gigantesco ante la puerta de una granja. Y otra vez en el jardín de las Tullerías, cuando vio a una joven madre arrastrar a su hijo en un pequeño carretón Radio Flyer rojo. Pari no lo entendía. En cierta ocasión había leído una historia sobre un turco de mediana edad que había padecido una repentina y profunda depresión cuando su hermano gemelo, cuya existencia desconocía, había sufrido un infarto fatal durante una excursión en canoa por la selva amazónica. Era la forma más cercana que había tenido nadie de expresar lo que ella sentía.
Una vez, le había hablado de ello a maman.
«Bueno, no es ningún misterio, mon amour —había respondido maman—. Echas de menos a tu padre. Ha desaparecido de tu vida. Es natural que te sientas así. Por supuesto que es eso. Ven aquí, dale un beso a maman.»
La respuesta de su madre había sido perfectamente razonable, pero insatisfactoria. Pari creía en efecto que se sentiría más completa si su padre siguiera vivo, si estuviera allí con ella. Pero también recordaba haber tenido esa sensación de pequeña, cuando vivía con sus padres en la gran casa de Kabul.
Poco después de que hubiesen acabado de cenar, maman se excusó y fue al cuarto de baño del bistro, y Pari se quedó unos minutos a solas con Julien. Hablaron sobre una película que Pari había visto la semana anterior, con Jeanne Moreau en el papel de una jugadora, y también sobre la escuela y sobre música. Cuando ella hablaba, Julien apoyaba los codos en la mesa y se inclinaba un poco hacia delante, escuchándola con vivo interés, frunciendo el cejo y sonriendo a la vez y sin apartar la vista de ella un instante. Sólo lo hace para impresionar, se dijo Pari, está fingiendo. Un número bien ensayado, un papel que representaba con las mujeres, y que había decidido usar ahora para jugar con ella un rato y divertirse a sus expensas. Sin embargo, bajo aquella implacable mirada suya, ella no había podido evitar que se le acelerara el pulso y tensara el vientre. Se encontró hablando en un ridículo tono artificial y sofisticado que no se parecía en nada a su forma normal de hablar. Era consciente de estar haciéndolo pero no podía parar.
Julien le contó que había estado casado una vez, brevemente.
—¿De verdad?
—Hace unos años. Cuando tenía treinta. En aquella época vivía en Lyon.
Se había casado con una mujer mayor que él. La cosa no había durado porque ella era muy posesiva. Julien no había revelado eso antes, cuando maman estaba en la mesa.
—Fue una relación física, en realidad —añadió—. C’était complètement sexuel. Ella quería poseerme.