Dijo eso mirándola y esbozando una sonrisita subversiva; quizá sabía que se había saltado un poco las normas y juzgaba con cautela su reacción. Pari encendió un cigarrillo y mostró perfecto dominio de sí, como Bardot, como si los hombres le dijeran esa clase de cosas constantemente, pero por dentro estaba temblando. Supo que en aquella mesa acababa de cometerse un diminuto acto de traición. Algo un poco ilícito, no del todo inofensivo, pero también innegablemente emocionante. Cuando maman volvió, con el pelo recién cepillado y el pintalabios retocado, aquel furtivo momento compartido se esfumó y Pari sintió un breve rencor hacia su madre por haberse entrometido. Y al punto la abrumó el remordimiento.
Volvió a verlo alrededor de una semana después. Era por la mañana y ella se encaminaba a la habitación de maman con un tazón de café. Lo encontró sentado en el borde de la cama de maman, dándole cuerda a su reloj de pulsera. No sabía que él hubiese pasado la noche allí. Lo vio desde el pasillo, por la puerta entreabierta. Se quedó allí plantada, con el tazón en la mano y la boca completamente seca, y lo observó: la piel impecable de su espalda, el vientre ligeramente abultado, la oscuridad entre sus piernas medio oculta por las sábanas arrugadas. Él se puso el reloj, tendió la mano para coger un cigarrillo de la mesita de noche, lo encendió y entonces, como quien no quiere la cosa, volvió la mirada hacia ella. Como si hubiese sabido todo el rato que estaba allí. Le sonrió sin separar los labios. Entonces maman dijo algo desde la ducha y Pari se volvió en redondo. Fue un milagro que no se escaldara con el café.
Maman y Julien fueron amantes durante unos seis meses. Iban mucho al cine, y a visitar museos, y a pequeñas galerías de arte que exponían obras de pintores medio desconocidos y con nombres extranjeros que luchaban por abrirse camino. Un fin de semana fueron a la playa de Arcachon, cerca de Burdeos, y regresaron con los rostros bronceados y una caja de vino tinto. Julien la llevaba a actos de la facultad y maman lo invitaba a las lecturas de autores en la librería. Pari los acompañaba al principio —Julien le pedía que lo hiciera, y parecía complacer a maman— pero no tardó en buscar excusas para quedarse en casa. No quería ir, no podía hacerlo. Le resultaba insoportable. Decía que estaba demasiado cansada, o que no se encontraba bien. Decía que se iba a casa de su amiga Collette a estudiar. Amiga suya desde segundo curso, Collette era una chica enjuta y nerviosa de cabello largo y lacio y nariz aguileña. Le gustaba sorprender a la gente y decir cosas estrambóticas y escandalosas.
—Apuesto a que él se lleva una desilusión —dijo Collette un día— cuando tú no sales por ahí con ellos.
—Bueno, pues si es así, no lo demuestra.
—¿Y cómo quieres que lo demuestre? ¿Qué iba a pensar tu madre?
—¿A qué te refieres? —preguntó Pari, aunque lo sabía, por supuesto; lo sabía, pero quería oírselo decir.
—¿Que a qué me refiero? —El tono de Collette era malicioso, excitado—. Pues a que está con ella para llegar hasta ti. Es a ti a quien desea.
—Eso es asqueroso —repuso Pari con un estremecimiento.
—O a lo mejor os quiere poseer a las dos. A lo mejor le gusta acostarse con varias a la vez. Y si es ése el caso, igual te pido que intercedas por mí.
—Eres repulsiva, Collette.
A veces, cuando maman y Julien habían salido, Pari se desnudaba en el recibidor y se contemplaba en el espejo. Encontraba defectos en su cuerpo. Era demasiado larguirucho, se decía; demasiado alto y sin formas, demasiado... utilitario. No había heredado ninguna de las cautivadoras curvas de su madre. A veces iba así, desnuda, hasta la habitación de su madre y se tendía en la cama donde sabía que ella y Julien hacían el amor. Se quedaba allí con los ojos cerrados y el corazón palpitante, regodeándose en su propia temeridad, con una especie de hormigueo extendiéndosele por el pecho, el vientre y más abajo.
Acabó, por supuesto. Lo de maman y Julien. Pari se sintió aliviada, pero no sorprendida. Al final, a maman los hombres siempre le fallaban. Siempre quedaban en un puesto desastroso, muy por debajo del ideal que ella se fijaba con ellos. Lo que empezaba con exuberancia y pasión acababa siempre con tensas acusaciones y palabras rencorosas, con ira y ataques de llanto y lanzamiento de utensilios de cocina. En desmoronamiento. En melodrama. Maman era incapaz de iniciar o poner fin a una relación sin excesos.
Entonces venía el previsible período en que maman le cogía de pronto el gusto a la soledad. Se quedaba en la cama con un viejo abrigo sobre el pijama, una presencia cansina, compungida y adusta en el apartamento. Pari sabía que más valía dejarla sola. Sus intentos de consolarla o hacerle compañía no eran bienvenidos. Aquel humor tan hosco duraba semanas. Con Julien, fue considerablemente más largo.
—Ah, merde! —exclama ahora maman.
Está sentada en la cama, todavía con la bata de hospital. La enfermera le está quitando la vía del brazo y el doctor Delaunay le ha dado a Pari los papeles del alta.
—¿Qué pasa?
—Acabo de acordarme. Dentro de un par de días me hacen una entrevista.
—¿Una entrevista?
—Es un artículo para una revista de poesía.
—Qué bien, maman.
—Acompañarán la entrevista con una foto. —Se señala los puntos en la frente.
—Estoy segura de que encontrarás alguna forma elegante de ocultarlos.
Maman exhala un suspiro y mira hacia otro lado. Cuando la enfermera acaba de quitarle la aguja, esboza una mueca y le ladra a la pobre mujer algo poco amable que no merece.
Fragmento de «El ruiseñor afgano»,
entrevista a Nila Wahdati, por Étienne Boustouler,
Parallaxe, n.º 84, p. 36, invierno de 1974
Echo otro vistazo al piso y en un estante de la librería me llama la atención una fotografía enmarcada. En ella se ve a una niña en cuclillas sobre un paisaje agreste, absorta en la tarea de coger algo, alguna clase de baya. Lleva un abrigo de color amarillo vivo abotonado hasta el cuello que contrasta con el gris plomizo del cielo encapotado. Al fondo se divisa una casa de labranza de piedra con los postigos cerrados y el tejado maltrecho. Le pregunto por la niña.
N.W.: Es mi hija, Pari. Como la ciudad pero sin la ese. Significa «hada». Esa foto se tomó en un viaje a Normandía que hicimos las dos. En 1957, creo. Debía de tener ocho años.
E.B.: ¿Vive en París?
N.W.: Estudia Matemáticas en la Sorbona.
E.B.: Estará usted orgullosa.
Nila Wahdati sonríe y se encoge de hombros.
E.B.: Me sorprende un poco que su hija se haya decantado por esa carrera, habiéndose volcado usted en el arte.
N.W.: No sé de dónde ha sacado esa habilidad. Todas esas fórmulas y teorías incomprensibles... Supongo que a ella no le resultan incomprensibles. Yo apenas sé multiplicar.
E.B.: Tal vez se trate de una forma de rebelión. Algo sabe usted sobre eso de rebelarse, si no me equivoco.
N.W.: Sí, pero yo lo hice como está mandado. Fumaba, bebía y tenía muchos amantes. ¿Cómo vas a rebelarte con las matemáticas?
Se ríe.
N.W.: Además, mi hija sería la típica rebelde sin causa. Le he dado plena libertad. Siempre ha tenido todo lo que ha deseado. Nunca le ha faltado de nada. Ahora está viviendo con alguien, un hombre bastante mayor que ella. Encantador como él solo, culto, divertido. Un narcisista redomado, por supuesto. Con un ego descomunal.
E.B.: No aprueba usted la relación.