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—Mienten —afirmó Collette con vehemencia—. Dicen que utilizan métodos humanitarios. ¡Humanitarios! ¿Has visto cómo les abren el cráneo a garrotazos? ¿Has visto esos picos? Las mayoría de esos pobres animales ni siquiera ha muerto todavía cuando les clavan los ganchos y los izan a bordo. Los despellejan vivos, Pari. ¡Vivos!

El modo en que Collette pronunció estas últimas palabras, recalcándolas, hizo que Pari sintiera ganas de excusarse. No habría sabido decir por qué, pero sí sabía que en los últimos tiempos apenas podía respirar en compañía de Collette, entre sus reproches y su batería de denuncias.

Sólo una treintena de estudiantes habían acudido a la manifestación. Corría el rumor de que Brigitte Bardot en persona iba a hacer acto de presencia, pero al final resultó no ser más que eso, un rumor. Collette estaba decepcionada por la escasa repercusión de la convocatoria. Entabló una acalorada discusión con un joven delgado, paliducho y con gafas llamado Eric que, según dedujo Pari, era el encargado de organizar la marcha. Pobre Eric. Pari se compadeció de él. Todavía furibunda, Collette encabezó la marcha. Pari la seguía a regañadientes desde la retaguardia, junto a una chica de pecho liso que voceaba consignas con una especie de euforia nerviosa. Pari no despegaba los ojos del asfalto y hacía lo posible por no llamar la atención.

En una esquina, alguien le dio unos golpecitos en el hombro.

—Diría que te mueres por ser rescatada.

Julien llevaba una chaqueta de tweed encima del jersey, vaqueros y bufanda de lana. Tenía el pelo más largo y había envejecido con elegancia, de un modo que algunas mujeres de su edad podrían considerar injusto y exasperante. Seguía siendo delgado y atlético pese a las patas de gallo, las sienes más encanecidas y un leve hastío en la mirada.

—Así es —reconoció ella.

Se besaron en la mejilla, y cuando él le preguntó si le apetecía ir a tomar un café, Pari aceptó.

—Tu amiga parece enfadada. Mejor dicho, furibunda.

Pari miró hacia atrás y vio a Collette junto a Eric, todavía gritando y agitando el puño, pero también, por absurdo que fuera, mirándolos a ambos con ira homicida. Pari reprimió una carcajada que habría producido daños irreparables, se encogió de hombros a modo de disculpa y se escabulló.

Entraron en un pequeño café y se sentaron junto a la ventana. Julien pidió café y un milhojas de crema para cada uno. Pari vio cómo se dirigía al camarero con el cordial aplomo que tan bien recordaba y notó el mismo aleteo en el estómago que sentía siendo poco más que una niña, cuando él iba a recoger a maman. De pronto se avergonzó de sus uñas roídas, el rostro sin maquillar, el pelo rizado que le colgaba sin gracia a ambos lados de la cara, y deseó habérselo secado después de la ducha, pero llegaban tarde y Collette la esperaba dando vueltas por el piso como una fiera enjaulada.

—No te hacía de las que salen a la calle a protestar —observó Julien, encendiéndole un cigarrillo.

—Y no lo soy. He venido más por culpa que por convicción.

—¿Culpa? ¿Te refieres a las focas?

—A Collette.

—Ah. Entiendo. ¿Sabes?, tu amiga me da un poquito de miedo.

—Nos pasa a todos.

Rieron al unísono. Julien alargó la mano y le tocó la bufanda, pero luego la apartó.

—Decir que estás hecha una mujer sería una obviedad, así que no lo haré. Pero sí te diré que estás radiante, Pari.

Ella se cogió la solapa de la gabardina.

—¿Con mi disfraz de inspector Clouseau, quieres decir?

Collette le había dicho que era un hábito estúpido, el de las bromitas autodestructivas con las que Pari intentaba disimular su inseguridad ante los hombres por los que se sentía atraída. Sobre todo cuando le hacían algún cumplido. No era la primera vez, y mucho menos la última, que envidiaba a maman por su naturalidad y su confianza en sí misma.

—Y ahora me dirás que de casta le viene al galgo —aventuró.

Ah, non. Por favor. Demasiado evidente. Como sabes, piropear a una mujer es todo un arte.

—No, no lo sé. Pero estoy segura de que tú sí.

El camarero sirvió los hojaldres y el café. Pari se centró en observar las manos de éste mientras disponía las tazas y platos sobre la mesa. Notó sus propias manos sudorosas. Sólo había tenido cuatro amantes en su vida, una cifra modesta, lo sabía, y más si se comparaba con maman a su edad, o incluso con Collette. Era demasiado observadora, demasiado sensible, demasiado complaciente y adaptable, y en general mucho más estable y menos exigente que cualquiera de las dos. Pero éstas no eran las cualidades que volvían locos a los hombres. Y no había querido a ninguno de sus cuatro amantes, por más que a uno le mintiera diciéndole lo contrario. Sin embargo, en secreto, por debajo de todas y cada una de esas relaciones, había mantenido vivo el recuerdo de Julien y su hermoso rostro que parecía poseer luz propia.

Mientras comían, él le habló de su trabajo. Comentó que había dejado de dar clases tiempo atrás. Durante unos años, había trabajado en sostenibilidad de la deuda para el FMI. Según dijo, lo mejor de la experiencia había sido la oportunidad de viajar.

—¿Adónde?

—A Jordania, a Iraq... Luego me tomé un par de años sabáticos para escribir un libro sobre las economías sumergidas.

—¿Te lo han publicado?

—Eso dicen. —Sonrió—. Ahora trabajo para una empresa privada de consultoría, aquí en París.

—Yo también quiero viajar —dijo Pari—. Collette no para de decir que deberíamos ir a Afganistán.

—Sospecho por qué lo dice.

—Pues he estado dándole vueltas. A lo de volver allí, quiero decir. Lo del hachís me da igual, pero sí que me gustaría recorrer el país, conocer el lugar donde nací. Tal vez buscar la casa donde viví con mis padres.

—No sabía que tuvieras esa inquietud.

—Me pica la curiosidad. Al fin y al cabo, apenas me acuerdo de nada.

—Me suena que una vez me hablaste de un cocinero que teníais allí.

Pari se sintió secretamente halagada. Que Julien recordara algo que ella le había comentado tanto tiempo atrás indicaba que había pensado en ella durante los años transcurridos desde entonces. Pari debió de ocupar sus pensamientos más de una vez.

—Sí. Se llamaba Nabi. También era el chófer. Conducía el coche de mi padre, un gran automóvil americano azul con el techo de color canela. Recuerdo que tenía una cabeza de águila sobre el capó.

Más tarde, Julien le preguntó por los estudios y ella le contó que había decidido centrarse en las variables complejas. Él la escuchó con una atención que maman jamás le había dedicado; a ella todo aquello parecía resultarle soporífero y no comprendía la pasión de Pari por los números. Era incapaz de fingir siquiera un atisbo de interés. Hacía bromas desenfadadas con las que parecía reírse de su propia ignorancia: «Oh, la la —decía, sonriendo—, ¡mi cabeza, mi cabeza! ¡Da vueltas como una peonza! Te propongo un trato, Pari: yo iré por un té y tú mientras tanto vuelves a la tierra, d’accord?» Se reía y Pari le seguía la corriente, pero percibía cierto tono incisivo, una especie de reproche latente en las palabras de su madre, la sugerencia de que aquella erudición se le antojaba esotérica y su empeño en cultivarla una frivolidad. ¡Una frivolidad! Desde luego tenía su gracia viniendo de una poetisa, aunque Pari jamás se lo habría echado en cara.