A partir de entonces anduvo junto al carretón, que traqueteaba por el árido desierto, sujetando la mano de Pari. Intercambiaban furtivas miradas de regocijo, pero no se decían gran cosa, temiendo empeorar el humor de su padre y estropear su buena fortuna. Pasaban largos trechos los tres solos, sin otra cosa a la vista que gargantas cobrizas y despeñaderos de arenisca. El desierto se desplegaba en toda su amplitud, como si se hubiese creado sólo para ellos con su aire quieto y abrasador y su cielo alto y azul. Del terreno agrietado sobresalían relucientes rocas. Los únicos sonidos que oía Abdulá eran su propia respiración y el monótono chirriar de las ruedas del carretón rojo del que su Padre tiraba, siempre hacia el norte.
Al cabo de un tiempo se detuvieron a descansar a la sombra de un peñasco. Con un gemido, Padre dejó las varas del carretón en el suelo. Arqueó la espalda y esbozó una mueca con el rostro hacia el sol.
—¿Cuánto falta para Kabul? —quiso saber Abdulá.
Padre bajó la vista hacia ellos. Se llamaba Sabur. Era un hombre de tez morena y rostro duro, anguloso y huesudo, con una nariz aguileña como el pico de un halcón del desierto y ojos muy hundidos. Estaba flaco como un junco, pero una vida entera de trabajo le había fortalecido los músculos, que se le ceñían tan prietos como tiras de ratán en torno al brazo de una silla de mimbre.
—Llegaremos mañana por la tarde, si vamos a buen ritmo —respondió.
Se llevó el odre de piel de vaca a los labios y bebió un largo trago, con la nuez subiéndole y bajándole en la garganta.
—¿Por qué no nos ha llevado el tío Nabi? —preguntó Abdulá—. Tiene un coche. —Padre puso los ojos en blanco—. Así no habríamos tenido que caminar tanto.
Padre no contestó. Se quitó el casquete manchado de hollín y se secó el sudor de la frente con la manga de la camisa.
Pari señaló algo desde el carretón.
—¡Mira, Abolá! —exclamó con emoción—. ¡Otra!
El niño miró hacia donde indicaba su dedito y vio, a la sombra del peñasco, una pluma larga y gris como el carbón después de haber ardido. Fue hasta ella y la recogió por el astil. Sopló para quitarle las motas de polvo. De halcón, se dijo, dándole vueltas. O de paloma, o de alondra del desierto. Ese día había visto varias. No, ésa era de halcón. Volvió a soplar y se la tendió a Pari, quien se la arrebató encantada.
En casa, en Shadbagh, Pari guardaba bajo la almohada una vieja lata de té que le había dado Abdulá. Tenía el pasador oxidado, y en la tapa había un hindú con barba, turbante y larga túnica roja que sujetaba con ambas manos una humeante taza de té. La lata contenía la colección de plumas de Pari. Eran sus pertenencias más preciadas. Había plumas de gallo de un verde oscuro y un intenso burdeos; una pluma blanca de la cola de una paloma; otra de un gorrión, de un marrón terroso salpicado de manchas oscuras; y la que hacía sentir más orgullosa a Pari: una pluma de pavo real de un verde iridiscente y con un ojo grande y precioso en el extremo.
Esta última se la había regalado Abdulá dos meses antes. Había oído hablar de un chico de otra aldea cuya familia tenía un pavo real. Un día, cuando Padre estaba cavando zanjas en un pueblo al sur de Shadbagh, Abdulá fue hasta esa aldea, buscó al chico y le pidió una pluma del ave. La subsiguiente negociación se resolvió con el trueque de los zapatos de Abdulá por la pluma. Para cuando llegó de nuevo a Shadbagh, con la pluma de pavo real remetida en la cinturilla de los pantalones por debajo de la camisa, se le habían agrietado los talones y dejaba manchas de sangre en el suelo. Tenía pinchos y astillas clavados en las plantas. Cada paso le provocaba agudas punzadas en los pies.
Al llegar a casa, encontró a su madrastra, Parwana, en el exterior de la choza, agachada ante el tandur, preparando el pan del día. Abdulá se agazapó rápidamente tras el enorme roble que había junto a la casa y esperó a que acabara. Asomándose por detrás del tronco, la observó trabajar; era una mujer de hombros anchos y brazos largos, manos ásperas y dedos regordetes, una mujer de cara redonda y mofletuda, sin una pizca de la elegancia de la mariposa cuyo nombre llevaba.
Abdulá deseaba ser capaz de quererla como había querido a su madre. Madre, que había muerto desangrada dando a luz a Pari, tres años y medio antes, cuando Abdulá tenía siete. Madre, cuyo rostro apenas recordaba ya, que le asía la cabeza entre las manos y se la llevaba al pecho, y le acariciaba la mejilla cada noche antes de que se durmiera y le cantaba una canción de cuna.
Encontré un hada pequeñita y triste
bajo la sombra de un árbol de papel.
Era un hada pequeñita y triste
y una noche el viento se la llevó.
Ojalá pudiera querer a su nueva madre de la misma manera. Quizá Parwana deseaba en el fondo lo mismo, ser capaz de quererlo a él tal como quería a Iqbal, su hijo de un año, cuya cara besaba constantemente, cuyos más leves estornudos y toses eran siempre motivo de preocupación. O como había querido a su primer hijo, Omar. Parwana lo adoraba. Pero Omar había muerto de frío tres inviernos atrás. Tenía dos semanas de vida. Parwana y Padre apenas le habían puesto un nombre. Fue uno de los tres bebés que aquel invierno brutal se llevó en Shadbagh. Abdulá recordaba a Parwana abrazando el cuerpecito inmóvil y envuelto en pañales de Omar, sus espasmos de dolor. Recordaba el día que lo enterraron en lo alto de la colina, un montículo diminuto en la tierra helada, bajo un cielo plomizo, con el ulema Shekib diciendo las plegarias, el viento arrojándoles nieve y hielo a la cara.
Abdulá suponía que Parwana se pondría furiosa cuando se enterara de que había cambiado su único par de zapatos por una pluma de pavo real. Padre había trabajado duro al sol para comprárselos. Le iba a caer una buena cuando Parwana lo descubriera. Quizá incluso le pegara, pensó. Lo había sacudido ya unas cuantas veces. Tenía unas manos fuertes y grandes —de levantar durante tantos años a su hermana inválida, imaginaba Abdulá— que sabían blandir un palo de escoba o propinar un buen bofetón.
No obstante, en su honor había que decir que no parecía sentir ninguna satisfacción cuando lo zurraba. Tampoco era incapaz de mostrarse tierna con sus hijastros. En cierta ocasión le había cosido a Pari un vestido en plata y verde de una pieza de tela que Padre trajo de Kabul. En otra le había enseñado a Abdulá, con sorprendente paciencia, a cascar dos huevos simultáneamente sin romper las yemas. Y una vez les había mostrado a los dos cómo retorcer farfollas de maíz para convertirlas en muñequitas, como había hecho con su propia hermana cuando eran pequeñas. Y luego les enseñó a hacer vestidos para las muñecas con pequeños retazos de tela.
Pero Abdulá sabía que sólo eran gestos, actos dictados por el deber, extraídos de un pozo bastante menos lleno de cariño que el que surtía a Iqbal. Si una noche se incendiara la casa, Abdulá sabía muy bien a qué niño pondría a salvo Parwana cuando saliera corriendo. No lo pensaría dos veces. Al final, todo se reducía a algo bien simple: Pari y él no eran sus hijos. La mayoría de la gente quiere más a los suyos. No era culpa de Parwana que él y su hermana no fueran de su sangre. Eran vestigios de otra mujer.
Esperó a que Parwana entrara con el pan, pero casi enseguida la vio salir otra vez de la cabaña con Iqbal en un brazo y un montón de ropa sucia bajo el otro. La observó alejarse hacia el río y aguardó a que desapareciera de la vista para escabullirse hacia la casa, con un dolor punzante en los pies a cada paso. Una vez dentro, se sentó y se puso las viejas sandalias de plástico, el único calzado que ahora tenía. Sabía que no había hecho algo muy sensato. Sin embargo, cuando se arrodilló junto a Pari, la sacudió dulcemente para despertarla de la siesta y sacó la pluma de detrás de la espalda, como un mago, todo mereció la pena: por cómo su cara expresó sorpresa y luego alegría, por cómo le llenó de besos las mejillas, y por cómo rió cuando Abdulá le hizo cosquillas en la barbilla con la suave punta de la pluma; y de repente ya no le dolían los pies.