Padre volvió a secarse la cara con la manga. Bebieron del odre por turnos. Cuando acabaron, Padre dijo:
—Estás cansado, hijo.
—No —contestó, pero sí lo estaba. Estaba agotado. Y le dolían los pies. No era fácil cruzar un desierto con sandalias.
—Sube —le dijo Padre.
En el carretón, Abdulá se sentó detrás de Pari, con la espalda contra los listones de madera y la espalda de su hermana oprimiéndole el vientre y el esternón. Mientras Padre los arrastraba, Abdulá contemplaba el cielo, las montañas, las prietas e interminables hileras de redondeadas colinas que la distancia suavizaba. Observaba la espalda de su padre, que tiraba de ellos cabizbajo y levantando nubecillas de arena rojiza con los pies. Pasó de largo una caravana de nómadas kuchi, una polvorienta procesión de campanillas tintineantes y camellos que gruñían. Una mujer de cabello trigueño y ojos perfilados con kohl le sonrió a Abdulá.
Su cabello le recordó al de su madre, y volvió a suspirar por ella, por su dulzura, su innata felicidad, su perplejidad ante la crueldad de la gente. Recordaba sus hipidos de risa y la tímida manera en que a veces ladeaba la cabeza. Su madre había sido una persona delicada, tanto de carácter como de complexión, una mujer menuda, de cintura de avispa y con una mata de cabello que siempre se le salía del velo. Abdulá solía preguntarse cómo un cuerpecito tan frágil podía albergar tanta alegría, tanta bondad. Pero no podía. Las derramaba por todas partes, se vertían de sus ojos. Padre era distinto. Dentro de Padre había dureza. Sus ojos contemplaban el mismo mundo que Madre y sólo veían indiferencia, trabajo duro e interminable. El mundo de Padre era implacable. Nada bueno era gratis, ni siquiera el amor. Uno pagaba por todo, y si eras pobre tu moneda era el sufrimiento. Abdulá observó la raya del cabello de su hermanita, su fina muñeca sobre el lado del carretón, y supo que, al morir, su madre le había transmitido algo a Pari. Una parte de su alegre devoción, de su candidez, de su imperturbable esperanza. Pari era la única persona en el mundo que nunca, jamás, le haría ningún daño. Algunos días Abdulá tenía la sensación de que era su única familia verdadera.
Los colores del día se disolvieron lentamente en el gris y las cumbres distantes se convirtieron en opacas siluetas de gigantes agazapados. Horas antes habían pasado por varias aldeas, la mayoría de ellas apartadas y polvorientas como Shadbagh. Casitas cuadradas de adobe, a veces al abrigo de la ladera de una montaña, con volutas de humo elevándose de los tejados. Cuerdas de tender, mujeres en cuclillas junto a las hogueras. Unos cuantos álamos, varios pollos, un puñado de vacas y cabras, y siempre una mezquita. La última aldea que pasaron se hallaba junto a un campo de adormidera, donde un anciano que trabajaba las vainas los saludó con un ademán. Gritó algo que Abdulá no consiguió entender. Padre le devolvió el saludo.
—¿Abolá? —dijo Pari.
—Dime.
—¿Tú crees que Shuja estará triste?
—Creo que estará bien.
—¿Nadie le hará daño?
—Es un perro grande, Pari. Sabe defenderse.
Shuja era grande, desde luego. Padre decía que en algún momento había sido un perro de pelea, pues alguien le había cortado las orejas y la cola. Si sabía o querría defenderse era otra cuestión. Cuando el perro había aparecido en Shadbagh, los niños le habían lanzado piedras, y lo pinchaban con ramas y radios de rueda de bicicleta oxidados. Shuja nunca los atacó. Con el tiempo, los críos de la aldea se cansaron de atormentarlo y lo dejaron en paz, aunque Shuja seguía mostrándose precavido, desconfiado, como si no hubiese olvidado sus malos tratos en el pasado.
En Shadbagh, Shuja evitaba a todo el mundo excepto a Pari. Ella lo hacía perder toda compostura. Su apego a la niña era inmenso y absoluto. Pari era su universo. Por las mañanas, cuando la veía salir de la casa, Shuja se ponía en pie de un salto y le temblaba todo el cuerpo. El muñón de su cola mutilada se movía frenéticamente, y él, como si bailara claqué pisando brasas. Daba brincos de alegría y describía círculos en torno a ella. Era la sombra de Pari el día entero, con el hocico pegado a sus talones, y por la noche, cuando se separaban, se tendía ante la puerta de la casa, tristón, a esperar a que llegara la mañana.
—¿Abolá?
—Dime.
—Cuando sea mayor, ¿viviré contigo?
Abdulá observó el sol naranja que descendía hacia el ocaso, rozando el horizonte.
—Si quieres... Pero no querrás.
—¡Sí que querré!
—Querrás tener tu propia casa.
—Pero podemos ser vecinos.
—A lo mejor.
—¿No vivirás muy lejos?
—¿Y si te cansas de mí?
Pari le propinó un codazo en el costado.
—¡No me cansaré!
Abdulá sonrió para sí.
—Vale, muy bien.
—¿Estarás cerca?
—Sí.
—¿Hasta que seamos viejos?
—Muy viejos.
—¿Para siempre?
—Sí, para siempre.
Pari se volvió para mirarlo desde la parte delantera del carretón.
—¿Me lo prometes, Abolá?
—Para siempre jamás.
Más tarde, Padre cargó con Pari a la espalda y Abdulá cerró la marcha empujando el carretón vacío. Mientras caminaba, se sumió en una especie de trance, sin pensar en nada. Sólo era consciente de cómo subían y bajaban sus propias rodillas, del sudor que le goteaba por el borde del casquete. De los piececitos de Pari rebotando contra las caderas de Padre. Consciente tan sólo de las sombras de su padre y su hermana que se alargaban en el grisáceo lecho del desierto, y que se alejaban de él si aminoraba la marcha.
El tío Nabi le había encontrado ese último empleo a Padre; el tío Nabi era el hermano mayor de Parwana, así que en realidad era el «tiastro» de Abdulá. Trabajaba de cocinero y chófer en Kabul. Una vez al mes, cogía el coche y viajaba de Kabul a Shadbagh para hacerles una visita, con su llegada anunciada por un staccato de bocinazos y los gritos de una horda de niños de la aldea que perseguían el gran vehículo azul con el techo de color canela y llantas relucientes. Daban palmadas en el guardabarros y las ventanillas hasta que él paraba y se apeaba sonriente, el apuesto tío Nabi con sus largas patillas y el pelo negro y ondulado peinado hacia atrás, vestido con un traje chaqueta color aceituna que le quedaba grande, camisa blanca y mocasines marrones. Todo el mundo salía a verlo, porque conducía un coche, aunque perteneciera a su patrón, y porque llevaba traje y trabajaba en la gran ciudad, Kabul.
En su última visita, el tío Nabi le había hablado a Padre del empleo. Los ricos para quienes trabajaba iban a construir un anexo en su casa —una casita de invitados en el jardín de atrás, con baño incluido, separada del edificio principal— y el tío había sugerido que contrataran a Padre, que sabía apañarse con una obra. Dijo que le pagarían bien y que tardaría más o menos un mes en completar el encargo.
Padre sabía apañarse con una obra, desde luego. Había trabajado en muchas. Desde que Abdulá recordaba, siempre andaba por ahí buscando trabajo, llamando a puertas en busca de encargos para la jornada. Una vez, había oído cómo Padre le decía al patriarca de la aldea, el ulema Shekib: «Si hubiese nacido animal, ulema sahib, te juro que habría sido mula.» A veces se llevaba a Abdulá a sus trabajos. En cierta ocasión habían recolectado manzanas en un pueblo que quedaba a un día entero de camino de Shadbagh. Abdulá recordaba a su padre encaramado a la escalera hasta el ocaso, con los hombros encorvados, la arrugada nuca ardiendo al sol, la piel curtida en los antebrazos, los gruesos dedos arrancando las manzanas una por una. En otro pueblo habían hecho ladrillos para una mezquita. Padre le había enseñado a recoger buena tierra, la más profunda y de tono más claro. La habían tamizado juntos y añadido paja, y luego Padre le había explicado con paciencia cómo calcular la proporción de agua para que la mezcla no quedase demasiado líquida. Aquel último año, Padre había llevado piedras a cuestas, paleado tierra y probado suerte con el arado, y también había trabajado con una cuadrilla de carreteras poniendo asfalto.