Mamá sonrió con gesto animoso y cogió un repollo.
A partir de entonces, Thalia y yo tuvimos que apañarnos solos. Se suponía que debíamos explorar la isla, jugar en la playa, divertirnos como se espera que lo hagan los niños. Mamá nos preparaba un bocadillo a cada uno y salíamos juntos después de desayunar.
A menudo, en cuanto nos perdían de vista, seguíamos caminos distintos. Ya en la playa, yo me daba un chapuzón, o me tumbaba en una roca con el torso al aire, mientras Thalia se dedicaba a recoger conchas marinas o intentaba jugar a cabrillas, aunque era imposible con tantas olas. Recorríamos los senderos, los caminos de tierra que serpenteaban entre los viñedos y los campos de cebada, sumido cada cual en sus pensamientos, pendiente cada cual de su propia sombra. Deambulábamos, más que otra cosa. Por entonces no había nada parecido a una industria turística en Tinos. Era una isla dedicada a la agricultura cuyos habitantes vivían de sus vacas y cabras, de los olivares y campos de trigo. Vencidos por el aburrimiento, acabábamos almorzando en cualquier rincón, sin despegar los labios, a la sombra de un árbol o molino de viento, contemplando entre bocados los barrancos, los matorrales, las montañas, el mar.
Un día me alejé en dirección al pueblo. Vivíamos en la costa sudoeste de la isla, y la capital, Tinos, quedaba sólo unos kilómetros más al sur. Allí había un abigarrado bazar, propiedad de un viudo con gesto huraño llamado señor Roussos. En el escaparate de su tienda era posible encontrar cualquier cosa, desde una máquina de escribir de los años cuarenta hasta un par de recias botas de cuero o un gorila de latón, así como veletas, un viejo macetero, cirios gigantes, crucifijos y, por supuesto, copias del icono de la Panagía Evangelistria que se conservaba en la iglesia local. El señor Roussos era aficionado a la fotografía y tenía un improvisado cuarto oscuro en la trastienda. Todos los años en agosto, cuando los peregrinos llegaban a Tinos para visitar el icono, les vendía carretes de película y se encargaba de revelar sus fotos.
Cerca de un mes antes yo había visto una cámara en el escaparate, sobre su desgastada funda de cuero rojizo. Me dejaba caer por allí cada pocos días sólo para contemplarla y me imaginaba en la India, con la funda de cuero colgada al hombro, sacando fotos de los arrozales y las plantaciones de té que había visto en la National Geographic. Aspiraba a cubrir la ruta inca. A lomos de un camello, a pie o en una vieja y polvorienta camioneta, me enfrentaría al calor hasta llegar al pie de la Gran Esfinge y las pirámides, que también captaría con mi cámara, y luego vería mis instantáneas publicadas en revistas de terso papel satinado. Eso fue lo que me llevó hasta el escaparate del señor Roussos aquella mañana, aunque la tienda no abriría en todo el día, y allí me planté, con la frente pegada al cristal, entregado a mis ensoñaciones.
—¿De qué tipo es?
Me aparté un poco y vi el reflejo de Thalia en el escaparate. Se secó la mejilla izquierda con el pañuelo.
—La cámara, digo.
Me encogí de hombros.
—Parece una Argus C3 —comentó.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Porque es la treinta y cinco milímetros más vendida del mundo desde hace tres décadas —replicó con cierto retintín—. Aunque nunca lo dirías por su aspecto. Mira que es fea... Parece un ladrillo. ¿Así que quieres ser fotógrafo?... Ya sabes, cuando seas mayor. Eso dice tu madre.
—¿Te lo ha dicho ella? —Me di la vuelta.
—¿Sí o no?
Me encogí de hombros. Me daba vergüenza que mamá hubiese hablado del tema con Thalia. Me preguntaba cómo lo habría dicho. Sabía sacar de su arsenal de palabras un modo aparentemente sesudo de burlarse de todo aquello que le parecía frívolo o grandilocuente. Era capaz de ridiculizar las aspiraciones de cualquiera ante sus propias narices. «Markos quiere ver mundo y captarlo todo con su objetivo.»
Thalia se sentó en la acera y se estiró la falda por encima de las rodillas. Hacía calor y el sol mordía la piel como si tuviera dientes. No se veía un alma, a excepción de una pareja de ancianos que avanzaba calle arriba con dificultad. El hombre, Demis no sé qué más, llevaba una gorra gris y una chaqueta de tweed marrón que parecía demasiado gruesa para esa época del año. En su rostro había un gesto de eterna estupefacción, como ocurre a veces con los ancianos, como si fueran incapaces de sobreponerse a la monstruosa sorpresa que es la vejez. No fue hasta años después, ya en la facultad de Medicina, cuando sospeché que aquel hombre tenía Parkinson. Los ancianos nos saludaron al pasar, y yo les devolví el saludo. Me percaté de que se fijaban en Thalia, de que aflojaban el paso brevemente y luego seguían adelante.
—¿Tienes cámara? —preguntó ella.
—No.
—¿Alguna vez has sacado una foto?
—No.
—Y quieres ser fotógrafo.
—¿Tan raro te parece?
—Un poco.
—Y si dijera que quiero ser policía, ¿también te parecería extraño? ¿Sólo porque nunca he esposado a nadie?
Supe, por cómo se le suavizó la mirada, que si pudiera estaría sonriendo.
—Eres bastante listo para ser un idiota —repuso—. Te daré un consejo: ni se te ocurra mencionar la cámara delante de mi madre, o te la comprará. Se desvive por complacer. —Se secó la mejilla con el pañuelo—. Pero dudo que Odelia lo aprobara. Supongo que eso ya lo sabes.
Me sentí impresionado, y también un poco incómodo, por lo mucho que Thalia parecía haber captado en tan poco tiempo. Quizá fuera por la máscara, pensé, que le otorgaba la ventaja de ver sin ser vista, la libertad de observar a placer, de estudiar y escudriñar.
—Seguramente te obligaría a devolverla.
Solté un suspiro. Tenía razón. Mamá nunca aceptaría una reparación tan fácil, y menos habiendo dinero de por medio.
Thalia se levantó y se sacudió el polvo del trasero.
—Dime una cosa: ¿tienes una caja en casa?
Madaline tomaba una copa de vino en la cocina con mamá mientras Thalia y yo estábamos arriba, pintando una caja de zapatos con rotuladores negros. La caja pertenecía a Madaline y contenía un par de flamantes zapatos de tacón verde lima, todavía envueltos en papel de seda.
—¿Dónde demonios pensaba ponérselos? —pregunté.
Oía a Madaline abajo, hablando de un curso de arte dramático cuyo profesor le había pedido, a modo de ejercicio, que se metiera en la piel de un lagarto inmóvil sobre una piedra. En cuanto lo dijo, resonó una carcajada de regocijo, la suya.
Cuando terminamos de darle la segunda capa, Thalia dijo que deberíamos darle otra más, para asegurarnos de no haber dejado ningún resquicio sin pintar. El negro debía ser homogéneo y cubrir la caja por completo.
—Una cámara no es más que eso —dijo—, una caja negra con un agujero para dejar pasar la luz y algo que la absorba. Dame la aguja.
Le tendí una de las agujas de costura de mamá. Me mostraba escéptico, por no decir incrédulo, respecto a las posibilidades de aquella cámara casera. Dudaba incluso que sirviera para algo. ¿Qué se podía esperar de una caja de zapatos y una aguja?
Pero Thalia había abrazado el proyecto con tal fe y seguridad en sí misma que me sentí obligado a no desechar la posibilidad de que funcionara contra todo pronóstico. Me hizo pensar que ella sabía cosas que yo ignoraba.
—He hecho unos cálculos —dijo, al tiempo que perforaba cuidadosamente la caja—. Sin una lente, no podemos hacer el agujero en la cara más pequeña de la caja, porque es demasiado larga. Pero de ancho nos viene perfecta. La clave está en hacer un orificio de la medida adecuada. He calculado medio milímetro aproximado... Ya está. Ahora necesitamos un obturador.
En el piso de abajo, la voz de Madaline se había convertido en un susurro apremiante. No alcanzaba a oír lo que decía, pero me percaté de que hablaba más despacio que antes, esmerándose en la vocalización de cada palabra, y la imaginé inclinada hacia delante, con los codos en las rodillas, sosteniendo la mirada de mamá sin pestañear. A lo largo de los años he tenido ocasión de familiarizarme de un modo íntimo con ese tono. Cuando alguien habla así, lo más probable es que esté reconociendo, confesando o revelando alguna calamidad. Es el sello distintivo de los militares que se encargan de notificar las bajas a los familiares, de los abogados que desgranan ante su cliente las bondades de un acuerdo extrajudicial, de los maridos infieles, de los policías a las tres de la madrugada. ¿Cuántas veces lo habré empleado yo mismo aquí, en los hospitales de Kabul? ¿Cuántas veces he conducido a familias enteras hasta una habitación tranquila, les he pedido que tomen asiento y he sacado una silla para mí mismo, pensando que daría cualquier cosa por no mantener aquella conversación, haciendo acopio de valor para darles la noticia en ese mismo tono?