—Está hablando de Andreas —reveló Thalia sin inmutarse—. Apuesto a que sí. Tuvieron una gran pelea. Pásame la cinta y esas tijeras de ahí.
—¿Cómo es él? Además de rico, quiero decir.
—¿Quién, Andreas? Es un buen tipo. Viaja mucho. Cuando está en casa, siempre tenemos invitados. Gente importante, ministros, generales, ya sabes. Se sirven copas frente a la chimenea y se pasan toda la noche hablando, sobre todo de negocios y política. Yo los oigo desde mi habitación. Se supone que debo quedarme arriba cuando Andreas tiene compañía. No me dejan bajar. Pero me compra cosas. Paga a un profesor particular para que venga a darme clases a casa. Y me trata bastante bien.
Con cinta adhesiva fijó sobre el agujerito un trozo rectangular de cartón también pintado de negro.
Abajo reinaba ahora el silencio. Imaginé la escena. Madaline llorando sin emitir sonido alguno, jugueteando con un pañuelo como si fuera un trozo de plastilina, el gesto ausente. Mamá sin servir de mucha ayuda, contemplándola con frialdad y un rictus sombrío, como si algo agrio se le estuviera derritiendo bajo la lengua. Mamá no soporta que nadie llore en su presencia. Apenas puede mirar los ojos hinchados, los rostros suplicantes, desencajados. Considera el llanto una señal de debilidad, una estridente forma de llamar la atención que se niega a tolerar. Es incapaz de consolar a nadie. Ya de niño, me di cuenta de que no era su fuerte. Las penas hay que llevarlas por dentro, eso opina, y no hacer alarde de ellas. En cierta ocasión, cuando era pequeño, le pregunté si había llorado al morir mi padre.
—En el funeral, me refiero, en el funeral.
—No, no lo hice.
—¿Porque no estabas triste?
—Porque no era asunto de nadie si lo estaba o no.
—¿Llorarías si me muriera yo, mamá?
—Esperemos no tener que averiguarlo —había contestado.
Thalia cogió la caja de papel fotográfico y dijo:
—Trae la linterna.
Nos metimos en el armario ropero de mamá, tomando la precaución de cerrar la puerta y tapar las rendijas con toallas para impedir que la luz se colara. Una vez a oscuras, Thalia me pidió que encendiera la linterna, envuelta en varias capas de celofán rojo. Lo único que alcanzaba a ver de ella en aquel tenue resplandor rojizo eran sus esbeltos dedos mientras cortaba una hoja de papel fotográfico y la pegaba con cinta adhesiva a la cara interna de la caja, opuesta a la del agujero. Habíamos comprado el papel la víspera, en el bazar del señor Roussos. Al acercarnos al mostrador, éste había mirado a Thalia por encima de las gafas y había dicho «No vendréis a atracarme, ¿verdad?». Ella le había apuntado con el índice y había levantado el pulgar como si fuera el percutor.
Thalia cerró la tapa de la caja de zapatos y cubrió el orificio con el obturador. En la oscuridad, dijo:
—Mañana harás la primera foto de tu carrera.
No habría sabido decir si se burlaba de mí o no.
Nos decantamos por la playa. Dejamos la caja de zapatos sobre una roca lisa y la sujetamos con una cuerda; Thalia dijo que no podíamos permitirnos el menor movimiento cuando abriéramos el obturador. Luego se puso a mi lado y miró por encima de la caja como si lo hiciera a través de un visor.
—Es una toma perfecta —dijo.
—Casi. Necesitamos un sujeto.
Me miró, comprendió lo que insinuaba y contestó:
—Ni hablar. No pienso hacerlo.
Nos enzarzamos en un tira y afloja hasta que finalmente aceptó, a condición de que no se le viera la cara. Se quitó los zapatos, se encaramó a unos escollos cercanos y caminó sobre las rocas como un funámbulo, con los brazos extendidos a modo de vara. Entonces se sentó en un escollo, mirando hacia occidente, en dirección a Siros y Kitnos. Se sacudió la melena para que el pelo le cubriera las cintas que sujetaban la máscara por detrás. Me miró por encima del hombro.
—¡Acuérdate de contar hasta ciento veinte! —me advirtió a voz en grito.
Luego se volvió de nuevo hacia el mar.
Yo me agaché y miré por encima de la caja, hacia la espalda de Thalia, la constelación de rocas a su alrededor, los jirones de algas enmarañadas entre éstas, como serpientes muertas, el pequeño remolcador que cabeceaba a lo lejos, el oleaje que embestía la accidentada orilla para luego batirse en retirada. Levanté el obturador de cartón y empecé a contar.
«Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco...»
Estamos tumbados en la cama. En la pantalla del televisor, un par de acordeonistas se retan, pero Gianna los ha enmudecido. El sol de mediodía entra a tijeretazos por las persianas y dibuja rayas sobre los restos de la pizza Margarita que hemos pedido para almorzar del menú del servicio de habitaciones. Nos la ha servido un hombre alto, enjuto, con el pelo impecablemente alisado y peinado hacia atrás, de chaqueta blanca y corbata negra. Sobre el carrito descansaba una copa de champán con una rosa roja. El hombre ha levantado la campana semiesférica que cubría la fuente con un amplio y teatral ademán, como un mago que acabara de sacar un conejo de la chistera.
Esparcidas en torno a nosotros, entre las sábanas revueltas, están las fotos que le he enseñado a Gianna, instantáneas de mis viajes a lo largo del último año y medio. Belfast, Montevideo, Tánger, Marsella, Lima, Teherán. Le enseño las fotos de la comuna a la que me uní brevemente en Copenhague, donde conviví con un grupo de beatniks daneses, con sus camisetas hechas jirones y sus gorros de lana, que habían fundado una comunidad autogestionada en una antigua base militar.
—¿Dónde estás tú? —pregunta Gianna—. No sales en las fotos.
—Me gusta más estar al otro lado del objetivo —digo.
Es cierto. He tomado cientos de fotos, pero no aparezco en ninguna. Siempre pido doble copia cuando llevo los carretes a revelar. Una me la quedo yo, la otra se la envío a Thalia por correo.
Gianna me pregunta cómo me costeo los viajes y le explico que gracias al dinero de una herencia, lo que no es del todo falso, aunque la herencia no es mía, sino de Thalia. A diferencia de Madaline, que por motivos obvios ni siquiera constaba en el testamento, Thalia sí heredó el dinero de Andreas y me regaló la mitad de la herencia. Se supone que iba a emplearla para pagar mis estudios universitarios.
«Ocho. Nueve. Diez...»
Gianna se apoya en los codos y se estira por encima de mí en la cama, rozándome la piel con sus pechos pequeños, para alcanzar el paquete de tabaco. Enciende un cigarrillo. La había conocido la víspera, en la piazza di Spagna. Estaba sentado en los escalones de piedra que unen la plaza con la iglesia construida sobre la colina. Ella se acercó y me dijo algo en italiano. Se parecía a muchas de las chicas guapas y aparentemente ociosas que había visto paseándose en torno a las iglesias y plazas de Roma. Fumaban, hablaban en voz alta y se reían mucho. Negué con la cabeza y dije «lo siento» en inglés. Ella sonrió, musitó un «ah...» y luego añadió en un inglés macarrónico: «¿Fuego? Cigarrillo.» Volví a negar con la cabeza y le contesté, en un inglés no menos macarrónico, que no fumaba. Ella me dedicó una amplia sonrisa. Tenía una mirada alegre, vivaracha. El sol del mediodía dibujaba un halo en torno al óvalo de su rostro.