Me quedé traspuesto y me desperté con los golpecitos que me daba Gianna en el costado.
—La tua ragazza? —pregunta. Ha encontrado la foto de Thalia en la playa, la que le había sacado años atrás con nuestra cámara casera—. ¿Tu novia?
—No —contesto.
—¿Tu hermana?
—No.
—La tua cugina? ¿Tu prima, sí?
Niego en silencio.
Observa la foto de nuevo, dando rápidas caladas al cigarrillo.
—¡No! —dice con brusquedad, airada, para mi sorpresa—. Questa è la tua ragazza! Tu novia. Ya lo creo que sí, ¡eres un mentiroso! —Y entonces, ante mi mirada atónita, enciende el mechero y prende fuego a la foto.
«Catorce. Quince. Dieciséis. Diecisiete...»
Estamos a medio camino de la parada del autobús cuando me doy cuenta de que he perdido la foto. Les digo que tengo que volver atrás. No me queda otra. Tengo que volver. Alfonso, un huaso de complexión nervuda y carácter hermético que nos acompaña como guía informal por tierras chilenas, mira a Gary con gesto inquisitivo. Gary es estadounidense. Es el macho alfa del trío. Tiene el pelo rubio pajizo y marcas de acné en las mejillas. No hay más que verle la cara para saber que ha vivido en condiciones extremas. Ahora mismo está de un humor de perros, agravado por el hambre, la privación de alcohol y el desagradable sarpullido que le ha salido en la pantorrilla por haberse rozado con una rama de litre la víspera. Los había conocido a ambos en un concurrido bar de Santiago donde, tras la sexta ronda de piscolas, Alfonso había sugerido que nos fuéramos de excursión a la cascada del Salto de Apoquindo, donde su padre solía llevarlo de pequeño. Habíamos emprendido la caminata al día siguiente y pasado la noche acampados en las inmediaciones del salto de agua. Habíamos fumado porros mientras el agua nos atronaba los oídos, bajo un cielo inmenso cuajado de estrellas. Ahora deshacíamos a duras penas lo andado hasta San Carlos de Apoquindo para coger el autobús de vuelta.
Gary aparta la ancha ala del sombrero y se enjuga la frente con un pañuelo.
—Son tres horas más de camino, Markos —apunta.
—Tres horas, ¿comprendes? —insiste Alfonso, en español.
—Lo sé.
—¿Y aun así vas a volver?
—Sí.
—¿Por una foto? —inquiere Alfonso.
Asiento en silencio. No se lo explico porque no lo entenderían. Ni yo mismo estoy seguro de entenderlo.
—Sabes que te perderás —me advierte Gary.
—Seguramente.
—Entonces te deseo suerte, amigo —responde, tendiéndome la mano.
—Es un griego loco —sentencia Alfonso.
Me río. No es la primera vez que me llaman griego loco. Nos estrechamos la mano. Gary se ciñe las correas de la mochila y ambos reanudan la marcha por el camino que serpentea entre los pliegues de la montaña. Gary dice adiós con la mano sin mirar atrás justo antes de tomar una curva cerrada. Yo vuelvo por donde hemos venido. Hacerlo me lleva no tres sino cuatro horas, porque, tal como había predicho Gary, me pierdo. Para cuando llego al campamento, estoy agotado. Busco la foto por todas partes, en vano. Hurgo a patadas debajo de los arbustos, entre las piedras, con una creciente sensación de pánico. Y de pronto, justo cuando me dispongo a resignarme y aceptar lo impensable, vislumbro un destello blanco entre la maleza, sobre una suave pendiente. Encuentro la foto atrapada en la maraña de una zarza. La libero y le sacudo el polvo con los ojos arrasados en lágrimas, tal es mi alivio.
«Veintitrés. Veinticuatro. Veinticinco...»
En Caracas duermo bajo un puente. En Bruselas me hospedo en un albergue juvenil. A veces decido tirar la casa por la ventana y paso la noche en un buen hotel, me doy largas duchas calientes, me afeito, me siento a comer en albornoz. Veo la tele en color. Las ciudades, las carreteras, los campos, la gente a la que conozco por el camino, todo ello empieza a desdibujarse. Me digo que estoy buscando algo, pero tengo la sensación creciente de vagar sin rumbo, a la espera de que me ocurra algo, algo que lo cambiará todo, algo que vendría a ser la culminación de toda una vida.
«Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Treinta y seis...»
Mi cuarto día en la India. Avanzo a trompicones por un camino de tierra, entre reses extraviadas, mientras el mundo entero se tambalea bajo mis pies. Llevo todo el día vomitando. Tengo la piel amarilla como un sari, y la sensación de que unas manos invisibles me la arrancan a tiras. Cuando ya no puedo dar un paso más, me dejo caer al borde del camino. Al otro lado, un anciano remueve algo en una gran olla metálica. Junto a él descansa la jaula de un loro azul y rojo. Un vendedor ambulante pasa por delante de mí empujando una carretilla repleta de botellas vacías verdosas. Eso es lo último que recuerdo.
«Cuarenta y uno. Cuarenta y dos...»
Me despierto en una estancia de grandes dimensiones. Se respira un aire viciado a causa del calor y de algo parecido al olor del melón putrefacto. Estoy tendido en una cama individual con armazón de acero y un somier duro, sin resortes, del que sólo me separa un colchón no más grueso que un libro de bolsillo. La habitación se halla repleta de camas como la mía. Veo brazos descarnados colgando a los lados, piernas oscuras y delgadas como palillos que asoman bajo sábanas sucias, bocas abiertas y desdentadas. Ventiladores de techo inmóviles. Paredes manchadas de moho. A mi lado hay una ventana por la que entra un aire tórrido y bochornoso, y la luz del sol que me hiere los ojos. El enfermero, un fornido musulmán de gesto ceñudo que atiende al nombre de Gul, dice que quizá me muera de hepatitis.
«Cincuenta y cinco. Cincuenta y seis. Cincuenta y siete...»
Pido mi mochila.
—¿Qué mochila? —responde Gul con indiferencia.
Todas mis cosas han desaparecido. La ropa, el dinero, la cámara.
—Eso de ahí es lo único que dejó el ladrón —dice Gul en su inglés embrollado, señalando el alféizar.
Es la foto. La cojo. Thalia, su pelo ondeando en la brisa, las olas rompiendo y espumeando en torno, sus pies desnudos sobre la roca, el inmenso Egeo ante sí. Se me forma un nudo en la garganta. No quiero morir allí, entre extraños, tan lejos de ella. Encajo la foto en el resquicio que hay entre el cristal y el marco de la ventana.
«Sesenta y seis. Sesenta y siete. Sesenta y ocho...»
El chico de la cama de al lado tiene el rostro de un anciano: demacrado, consumido, desahuciado. Un tumor del tamaño de una pelota abulta su vientre. Siempre que un enfermero lo toca ahí, cierra los ojos con fuerza y abre la boca en un gemido mudo, desesperado. Uno de los enfermeros intenta darle unos comprimidos, pero el chico vuelve la cabeza a uno y otro lado, y de su garganta brota un sonido áspero, como de madera raspada. Finalmente, el enfermero le abre la boca a la fuerza y lo obliga a tragar los comprimidos. Cuando éste se marcha, el chico vuelve la cabeza despacio hacia mí. Nuestras miradas se cruzan, salvando el espacio que separa su cama de la mía. Una pequeña lágrima brota de uno de sus ojos y resbala por la mejilla.
«Setenta y cinco. Setenta y seis. Setenta y siete...»
El sufrimiento, la desesperación de este sitio, es como una ola que se derrama desde cada una de las camas, se estrella contra las paredes mohosas y vuelve a precipitarse sobre ti. Puedes ahogarte en ella. Paso mucho tiempo durmiendo. Cuando estoy despierto me pica todo. Tomo las pastillas que me dan, y que me hacen dormir de nuevo. O bien contemplo el ajetreo de la calle, la luz del sol que se desliza sobre los entoldados de los bazares y las teterías de los callejones. Veo a los niños jugando a las canicas en aceras que se deshacen en alcantarillas embarradas, a las ancianas sentadas en los portales, a los vendedores ambulantes ataviados con dhotis, en cuclillas en sus esteras, rallando coco o pregonando sus guirnaldas de caléndulas. Alguien suelta un alarido ensordecedor desde el otro extremo de la habitación. Me dejo vencer por el sueño.