«Ochenta y tres. Ochenta y cuatro. Ochenta y cinco...»
Averiguo que el chico se llama Manaar, un nombre que significa «luz guiadora». Su madre era una prostituta, su padre un ladrón. Vivía con sus tíos, que le pegaban. Nadie sabe exactamente qué lo está matando, pero sí que se muere. Nadie lo visita, y cuando al fin se muera, dentro de una semana, un mes, dos a lo sumo, nadie vendrá a reclamar su cadáver. Nadie llorará su muerte. Nadie lo recordará. Morirá tal como vivió, abandonado a su suerte. Mientras duerme, me sorprendo mirándolo, contemplando sus sienes hundidas, la cabeza demasiado grande para los hombros, la cicatriz oscura del labio inferior, allí donde, según me informó Gul, el chulo de su madre tenía la costumbre de apagar el cigarrillo. Intento hablarle, primero en inglés y luego en mi rudimentario urdu, pero el chico se limita a parpadear con gesto cansado. A veces junto las manos y dibujo sombras de animales en la pared para arrancarle una sonrisa.
«Ochenta y siete. Ochenta y ocho. Ochenta y nueve...»
Un día, Manaar señala algo al otro lado de la ventana. Levanto la cabeza siguiendo su dedo pero no veo nada excepto un jirón de cielo azul entre las nubes, los niños que juegan calle abajo con el agua que mana a borbotones de una bomba, un autobús que pasa arrojando una vaharada de humo. Entonces me doy cuenta de que señala la foto de Thalia. La saco de la ventana y se la tiendo. Se la acerca al rostro, cogiéndola por la esquina quemada, y se queda mirándola largo rato. Me pregunto si será el mar lo que tanto lo atrae. Me pregunto si habrá probado alguna vez el agua salada, o si habrá experimentado el vértigo de ver cómo las olas retroceden a sus pies. A lo mejor, aunque no pueda distinguir su rostro, intuye cierta afinidad con Thalia, alguien que sabe qué es el dolor. Manaar hace amago de devolverme la foto, pero niego con la cabeza. «Quédatela», le digo. Una sombra de recelo cruza su rostro. Sonrío. Y no puedo estar seguro, pero juraría que me devuelve la sonrisa.
«Noventa y dos. Noventa y tres. Noventa y cuatro...»
Supero la hepatitis. Por extraño que parezca, no sabría decir si Gul se siente complacido o decepcionado por haberse equivocado conmigo. Pero sí sé que lo he sorprendido al preguntarle si puedo quedarme a trabajar como voluntario. Ladea la cabeza, frunce el cejo. Al final me veo obligado a hablar con una de las enfermeras jefe.
«Noventa y siete. Noventa y ocho. Noventa y nueve...»
Las duchas huelen a orina y azufre. Todas las mañanas cargo a Manaar hasta allí, sosteniendo en brazos su cuerpo desnudo, tomando la precaución de no zarandearlo. Había visto a uno de los voluntarios llevándolo colgado al hombro, como si fuera un saco de arroz. Lo deposito con suavidad en el banco y dejo que recupere el aliento. Lavo su cuerpo menudo y frágil con agua tibia. Manaar siempre espera en silencio, con paciencia, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha. Es como un anciano temeroso y huesudo. Paso la esponja enjabonada por su caja torácica, los nudos de la columna vertebral, los omóplatos que sobresalen como aletas de tiburón. Lo llevo de vuelta a la cama, le doy las pastillas. Los masajes en los pies y las pantorrillas lo tranquilizan, así que se los doy, sin prisa. Cuando se duerme, siempre lo hace con la foto de Thalia bajo la almohada.
«Ciento uno. Ciento dos...»
Salgo a dar largos paseos sin rumbo por la ciudad, sólo para escapar del hospital, del aliento colectivo de los enfermos y los moribundos. A la luz de atardeceres polvorientos, recorro calles flanqueadas por paredes cubiertas de grafitis, dejo atrás tenderetes de plancha de zinc arracimados, me cruzo con niñas que cargan en la cabeza cestas llenas de estiércol y mujeres tiznadas de hollín que hierven harapos en inmensas cubas de aluminio. Pienso en Manaar mientras deambulo por un dédalo de callejones angostos, Manaar que espera la muerte en esa habitación llena de seres rotos como él. Pienso en Thalia, sentada en aquella roca, mirando el mar. Noto que algo tira de mí desde lo más profundo de mi ser, que me arrastra como la resaca del oleaje. Quiero entregarme, dejarme arrastrar por ese sentimiento. Quiero soltar amarras, salir de mí mismo, dejarlo todo atrás, tal como la serpiente se desprende de su piel.
No digo que Manaar lo cambiara todo. No fue así. Sigo dando tumbos por el mundo durante un año más, hasta que al fin me veo sentado a la mesa esquinera de una biblioteca de Atenas, ante un impreso de matriculación de la facultad de Medicina. Entre Manaar y ese impreso median las dos semanas que pasé en Damasco, de las que apenas guardo más recuerdo que los rostros sonrientes de dos mujeres con ojos perfilados con una gruesa raya negra y un diente de oro cada una. O los tres meses en El Cairo, en el sótano de un destartalado bloque de pisos cuyo casero, adicto al hachís, había sido dentista en otra vida. Gasto el dinero de Thalia cogiendo autobuses en Islandia, siguiendo a una banda punk en Múnich. En 1977 me lesiono un codo en una manifestación antinuclear en Bilbao.
Pero en los momentos de tranquilidad, en esos largos trayectos en la parte de atrás de un autobús o la plataforma de un camión, mi mente siempre regresa a Manaar. Pensar en él, en la agonía de sus últimos días y en mi propia impotencia ante su sufrimiento, hace que cuanto he hecho hasta ahora, cuanto aspiro a hacer, se me antoje tan insustancial como las pequeñas promesas que uno se hace a sí mismo justo antes de dormirse y que al despertar ha olvidado por completo.
«Ciento diecinueve. Ciento veinte.»
Dejo caer el obturador.
Una noche, hacia el final del verano, me enteré de que Madaline se marcharía a Atenas y dejaría a Thalia con nosotros, por lo menos durante unos días.
—Sólo serán unas semanas —dijo.
Estábamos cenando los cuatro, una crema de alubias blancas que mamá y Madaline habían preparado juntas. Miré fugazmente a Thalia, sentada al otro lado de la mesa, para comprobar si era el único sorprendido por la noticia. Así era, al parecer. Thalia siguió llevándose cucharadas a la boca con toda tranquilidad, apenas levantando la máscara con cada una. Para entonces, su forma de hablar y comer ya no me molestaban, o por lo menos no más que ver comer a una anciana con la dentadura postiza mal ajustada, como habría de ocurrir años más tarde con mamá.
Madaline dijo que recogería a Thalia en cuanto terminara de rodar la película, que según comentó debería estar lista antes de Navidad.
—Mejor todavía: os llevaré a todos a Atenas —anunció en su habitual tono dicharachero—. ¡Y asistiremos juntos al estreno! ¿No crees que sería maravilloso, Markos? Nosotros cuatro, de punta en blanco, entrando en el cine con la cabeza bien alta, triunfantes...
Le dije que sí, por más que me costara imaginar a mamá con vestido de fiesta, o entrando triunfante en ningún sitio.
Madaline nos aseguró que todo saldría bien, que Thalia podría reanudar sus estudios en cuanto empezara el curso escolar, al cabo de un par de semanas, con mamá, claro está, allí en casa. Dijo que nos mandaría postales y cartas y fotos del plató. Dijo más cosas, pero apenas la escuché. Sentía un alivio tan grande que rayaba en el vértigo. Había temido el final del verano. Era como un nudo en la garganta que se iba estrechando cada vez más día a día, mientras me preparaba para la inminente despedida. Ahora me despertaba todas las mañanas impaciente por ver a Thalia en el desayuno, por oír el extraño sonido de su voz. Sin apenas probar bocado, salíamos a trepar a los árboles, a perseguirnos por los campos de cebada, abriéndonos paso entre las mieses y soltando gritos de guerra mientras las lagartijas se dispersaban a nuestros pies. Escondíamos tesoros de mentira en cuevas, buscábamos los rincones de la isla en los que el eco resonaba más fuerte y claro. Sacábamos fotos de los molinos de viento y los palomares con nuestra cámara casera y luego se las llevábamos al señor Roussos, que las revelaba. Hasta nos dejaba entrar en su cuarto oscuro y nos hablaba de las distintas soluciones reveladoras, los fijadores, los baños de paro.