Aparto el diario. No sin sorpresa, siento una punzada de irritación hacia esta mujer, ahora muerta, a la que no veo desde hace más de tres décadas. Un sentimiento de rechazo ante la revelación de lo que la vida le tenía reservado. Siempre había supuesto que llevaría una existencia convulsa, a merced de sus propios caprichos, que sobrellevaría años duros de mala suerte, de tropezones, caídas, lamentos y desesperación, de amoríos desatinados. Siempre había imaginado que se buscaría su propia ruina, que probablemente se daría a la bebida hasta sucumbir a la clase de muerte que la gente suele llamar trágica. Una parte de mí hasta estaba dispuesta a creer que lo había sabido desde el principio, que había dejado a Thalia con nosotros para ahorrarle ese mal trago, para evitar infligir a su hija las calamidades a las que se sabía abocada. Pero ahora veo a Madaline tal como mamá debió de verla siempre. Madaline, la fría estratega que se sienta cual cartógrafo a trazar con toda serenidad el mapa de su propio futuro, tomando la precaución de dejar fuera de sus fronteras a esa hija que representaba un lastre para ella. Y había triunfado por todo lo alto, por lo menos según la necrológica y su escueto resumen de una existencia comedida y cabal, una vida rica en reconocimientos, logros, distinción.
Soy incapaz de aceptarlo. Su éxito, que se saliera con la suya. Es indignante. ¿Dónde había quedado el peaje, el castigo merecido?
Y sin embargo, mientras doblo el diario, noto el escozor de una duda incipiente. El vago presentimiento de que he juzgado a Madaline con excesiva dureza, de que en el fondo no éramos tan distintos, ella y yo. ¿Acaso no ansiábamos ambos huir, reinventarnos, forjarnos una nueva identidad? ¿No habíamos acabado soltando amarras, cortando las cuerdas que nos anclaban al pasado? En cuanto lo pienso, me río ante la sola idea, me digo que no nos parecemos en absoluto, por más que intuya que mi ira bien podría ser la máscara bajo la que se oculta la envidia que me produce saber que ella salió bastante mejor parada de todo ello que yo.
Tiro el diario. Si Thalia se entera, no será por mí.
Mamá barrió las peladuras de zanahoria con el cuchillo y las recogió en un cuenco. No soportaba tirar comida. Las usaría para preparar un tarro de mermelada.
—Bueno, tienes una gran decisión que tomar, Thalia —dijo.
Cuál no sería mi sorpresa cuando Thalia se volvió hacia mí y preguntó:
—¿Tú qué harías, Markos?
—Ah, te diré lo que haría él —terció mamá.
—Me marcharía —contesté a Thalia pero mirando a mamá, dándome el gusto de hacerme pasar por el hijo díscolo que veía en mí.
Además era cierto, claro. No podía creer que Thalia dudara siquiera. Yo habría aceptado con los ojos cerrados. Estudiar en una escuela privada. En Londres, nada menos.
—Deberías pensártelo —comentó mamá.
—Ya lo he hecho —repuso Thalia, vacilante. Y con un nuevo titubeo, mientras levantaba la vista para mirar a mamá a los ojos, añadió—: Pero no depende de mí.
Mamá dejó el cuchillo en la mesa. Oí una leve bocanada de aire. ¿Acaso lo había estado reteniendo, de puro temor, de angustia? Si era así, su rostro impertérrito no delató la menor señal de alivio.
—La respuesta es sí. Por supuesto.
Thalia alargó la mano por encima de la mesa y tocó la muñeca de mamá.
—Gracias, tía Odie.
—Lo diré una sola vez —intervine—. Creo que cometes un error. Que ambas cometéis un error.
Ambas se volvieron hacia mí.
—¿Quieres que me marche, Markos? —preguntó Thalia.
—Sí —contesté—. Te echaría mucho de menos, y lo sabes. Pero no puedes renunciar a estudiar en una escuela privada. Luego podrías ir a la universidad. Podrías ser científica, investigadora, inventora, profesora universitaria. ¿No es eso lo que quieres? Eres la persona más inteligente que conozco. Puedes llegar a ser lo que te propongas.
—No, Markos. No puedo. —Lo dijo en un tono tajante y definitivo que no admitía réplica.
Tenía razón, por supuesto.
Muchos años más tarde, cuando empecé las prácticas de cirugía estética, comprendí algo que se me había escapado aquel día en la cocina, cuando intenté convencer a Thalia de que cambiara Tinos por un internado londinense. Comprendí que el mundo no ve el interior de las personas, y que poco importan las esperanzas, penas y sueños que albergamos bajo una máscara de piel y hueso. Es así de sencillo, cruel y absurdo. Mis pacientes lo sabían. Veían cuanto eran, serían o podían aspirar a ser, supeditado a la simetría de su estructura ósea, al espacio entre los ojos, la longitud del mentón, la proyección de la nariz, la idoneidad del ángulo nasofrontal.
La belleza es un inmenso e inmerecido regalo que se reparte al azar, sin ton ni son.
Y así, elegí mi especialidad para resarcir a personas como Thalia, para rectificar con cada corte de bisturí una injusticia arbitraria, para rebelarme modestamente contra un orden universal que se me antojaba vergonzoso, en el que una mordedura de perro podía arrebatarle el futuro a una niña, convertirla en una paria, en objeto de desdén.
Por lo menos eso me dije a mí mismo. Supongo que tenía otros motivos para elegir la cirugía estética. El dinero, sin ir más lejos, el prestigio, la consideración social. Dar por sentado que la elegí única y exclusivamente por Thalia sería simplificar demasiado las cosas, por grata que resulte la idea, buscar un orden y un equilibrio excesivos. Si algo he aprendido en Kabul es que el comportamiento humano es caótico, imprevisible y ajeno a la conveniencia de las simetrías. Pero me brinda cierto consuelo la idea de un patrón, de un esbozo de mi vida que va cobrando forma, como una fotografía en un cuarto oscuro, una historia que se va desvelando poco a poco y viene a confirmar todo lo bueno que siempre he deseado ver en mí mismo. Ese relato me sostiene.
Pasé la mitad de mis prácticas en Atenas estirando párpados, recortando papadas, corrigiendo narices mal concebidas y borrando arrugas. Pasé la otra mitad haciendo lo que de veras quería, que era viajar por todo el mundo, desde América Central hasta el África subsahariana, pasando por el Sudeste Asiático y Oriente Próximo, y trabajar con niños, operando labios leporinos y paladares hendidos, extirpando tumores faciales, reparando heridas en el rostro. Mi trabajo en Atenas no era tan gratificante, ni mucho menos, pero me proporcionaba un buen sueldo y el privilegio de poder ausentarme durante semanas o meses para dedicarme a mi labor como cooperante.
Luego, a principios de 2002, me llamó al despacho una conocida, una enfermera bosnia llamada Amra Ademovic. Nos habíamos conocido en un congreso celebrado en Londres pocos años antes, y habíamos tenido una grata aventura de fin de semana que habíamos decidido de mutuo acuerdo no llevar más allá, aunque seguíamos en contacto y nos veíamos de vez en cuando en algún acto social. Me contó que estaba trabajando para una organización sin ánimo de lucro en Kabul, y que buscaban a un cirujano plástico para operar a los niños afganos, corregir labios leporinos, reparar daños causados por la metralla y las balas, esa clase de cosas. No me lo pensé dos veces. Llegué a finales de la primavera de 2002 con la intención de quedarme tres meses. Nunca regresé.